6

De pronto la roca cedió bajo las botas de Tersten. Por un instante quedó congelado, los brazos tendidos, contra la infinidad de estrellas. Luego cayó.

Svoboda, la segunda de la hilera, tuvo tiempo de bajar la vara y apretar el disparador. Las ranuras escupieron un gas blanco y una clavija se hundió en la piedra. El extremo superior del asta se trabó, Svoboda se aferró, la línea se tensó con un tirón brusco. Aun con gravedad lunar, esa fuerza era brutal. Las suelas de Svoboda resbalaron en una capa de polvo traicioneramente fina. Aferrando la vara, se mantuvo erguida.

La violencia cesó. El silencio rodeó el tenue siseo cósmico de los auriculares. Había caído dos metros hacia delante. La línea continuaba cuesta arriba y colgaba de un borde formado por el derrumbe. El peso de Tersten tenía que tensarla, pero Svoboda comprobó horrorizada que estaba floja. ¿Se había partido? No, imposible.

—¡Tersten! —gritó—. ¿Estás bien? —La longitud de onda se difractaba alrededor del borde. Si Tersten colgaba allí, estaba a sólo un metro. Svoboda no oyó respuesta. Su temor creció.

Tendió la cabeza hacia Mswati, que venía detrás. La linterna del cinturón arrojaba un charco de luz intensa a los pies de Mswati. Deslumbró a Svoboda, transformándolo en una sombra contra la ladera gris, iluminada por las estrellas.

—Ven aquí —ordenó—. Con cuidado, con cuidado. Coge mi vara.

—Sí-respondió él. Aunque ella no encabezaba el ascenso, era capitana del equipo. La expedición era idea de ella. Además, era una superviviente. Los otros tenían de veinte a treinta años. Al margen de la informalidad y la camaradería, le guardaban un respeto especial.

—Espera aquí —dijo Svoboda en cuanto él la alcanzó—. Me adelantaré para mirar. Si hay más desprendimientos trataré de saltar y quizá me caiga de la cornisa. Prepárate para frenarme y alzarme.

—No. Iré yo —protestó Mswati. Ella se negó con un ademán cortante y se apoyó en las manos y las rodillas.

Era un trecho corto, pero el tiempo se estiraba mientras Svoboda avanzaba. A la derecha, una ladera abrupta se despeñaba en un abismo negro. El traje espacial, flexible como piel y resistente como blindaje, no la protegería de semejante caída. Aguzó la vista. Los sensores de los guantes le indicaban más de lo que habrían captado sus manos desnudas. Svoboda notó con fastidio que olía a sudor y se le secaba la boca. Aunque el traje reciclaba el aire y el agua, en ese momento ella sobrecargaba el termostato y la capacidad para eliminar desechos.

La superficie resistió. La cornisa continuaba más allá de una brecha de tres metros. Distinguió orificios cerca de la rotura. Aún no debía preocuparse por Tersten. En el pasado una perdigonada de meteoritos había caído allí. Probablemente la radiación había debilitado la piedra, transformando el sector en una imprevisible trampa.

Bien, todos habían dicho que el ascenso era una locura. ¿La primera circunvalación lunar? ¿Dar la vuelta a la Luna a pie? ¿Para qué? Afrontar penurias y peligros, ¿para qué? No realizarás observaciones que un robot no pueda hacer mejor. Sólo conquistarás una fugaz notoriedad, sobre todo por tu estupidez. Nadie repetirá esa hazaña. Un sensorio ofrece emociones más pintorescas, los ordenadores permiten mayores logros.

—Porque es real —fue la mejor réplica que pudo hallar.

Llegó al borde y asomó la cabeza. En el horizonte, una tajada de sol naciente brillaba sobre un cráter, transformando la desolación en una mezcla de luz y oscuridad. El casco le protegió los ojos reduciendo automáticamente el resplandor a una luz áurea y opaca. El corazón de Svoboda dio un brinco. El cuerpo flojo de Tersten colgaba allí abajo. Elevó la recepción radial y oyó una respiración entrecortada.

—Está inconsciente —le comunicó a Mswati. Examinando—: Veo cuál es el problema. La línea se atascó en una fisura. El impacto la ha bloqueado. —Se puso de rodillas y tiró—. No puedo liberarla. Ven.

El joven se reunió con ella. Svoboda se levantó.

—No sabemos qué lesiones ha sufrido —dijo—. Debemos andar con cuidado. Sujeta el extremo de mi línea y bájame por el borde. Ataré a Tersten y nos subirás a ambos. Yo iré abajo para absorber los choques y rozaduras.

Dio resultado. Ambos eran fuertes, e incluso con el traje y la mochila con complejos aparatos químicos, una persona pesaba sólo veinte kilos. Tersten, en brazos de Svoboda, abrió los ojos y gimió.

Lo apoyaron en el saliente. Esperando a que él hablara, Svoboda miró hacia el oeste. Las alturas descendían a la pareja oscuridad del Mare Crisium. La Tierra colgaba a baja altura, la zona diurna marmolada de blanco y azul, inexpresablemente bella. Svoboda recordó con dolor cómo había sido en otros tiempos. Maldición, ¿por qué tenía que ser el único planeta adecuado para los humanos?

Oh, las ciudades lunares y los satélites habitados eran agradables y allí había diversiones singulares. Svoboda se encontraba más cómoda en esos lugares que en la Tierra. Al menos, no se sentía como una exiliada. Su gente, como estos camaradas, a veces pensaba y sentía como la gente de otros tiempos. Aunque eso también estaba cambiando. Por ello ya nadie hablaba de terraformar Marte y Venus. Ahora que se podía hacer, nadie tenía interés.

Bien, ella y sus siete hermanos siempre habían conocido el cambio. Los príncipes mercaderes y los ruidosos guerreros eran extraños para la pequeña burguesía y los esclavizados labriegos bajo los zares, quienes a la vez eran extraños para los ingenieros y cosmonautas del siglo veinte… Sin embargo todos compartían lo que eran, entre sí y con ella. ¿Cuántos seguían haciéndolo?

Tersten la arrancó de sus recuerdos.

—Estoy despierto —jadeó y trató de erguirse. Ella se arrodilló, le aconsejó cautela, le dio ayuda y respaldo—. Agua —pidió él. El traje le acercó un tubo a la boca y él bebió ávidamente—. Ah bien.

La preocupación arrugó el semblante color chocolate de Mswati.

—¿Cómo estás? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

—¿Cómo voy a saberlo? —La voz de Tersten recobró la claridad y el vigor—. Dolor en el vientre, aguijonazos en el lado izquierdo del pecho, especialmente cuando me agacho o inhalo profundamente. También dolor de oídos.

—Parece que te has roto o fisurado una costilla, tal vez dos —dijo Svoboda con alivio. Se podía haber matado o sufrido lesiones cerebrales que volvieran inútil una revivificación—. Sospecho que una roca cayó sobre ti con más fuerza de la que el traje pudo aguantar. Sí, aquí esta. —Palpó algo similar a una cicatriz. La tela se había desgarrado y se había cerrado deprisa. En una hora estaría completamente reparada—. Todo conspira contra nosotros, ¿eh? No escalaremos esta montaña. No importa. Era sólo un capricho. Regresemos al campamento. Tersten insistió en que podía caminar, y logró avanzar dando tumbos.

—Pediremos un vehículo —dijo Mswati. Como para confirmarlo, un satélite de relé surcó las constelaciones—. Los demás podemos terminar. Será mas fácil avanzar desde aquí que en el lado oscuro.

Tersten se enfadó.

—¡No, no iréis! ¡No permitiré que se me excluya!

Svoboda sonrió.

—No te preocupes —lo tranquilizó—. Sólo necesitarás un par de inyecciones reparadoras y te devolverán a nosotros dentro de cincuenta horas. Esperaremos donde estemos. Con franqueza, no me importaría descansar todo ese tiempo. —Un fulgor interior. Mi clase de humano aún no está del todo extinguida.

Consternación: ¿Cuántos años podrás ser como eres, Tersten? No tendrás razones para ello.

¿Sigo siendo joven de espíritu, o sólo inmadura? ¿Nuestra historia ha condenado a los supervivientes a permanecer retardados mientras nuestros descendientes evolucionan alejándose de nuestra comprensión?

Avistaron la meseta y el campamento. Genia salió al encuentro del grupo. Alguien debía quedarse por si había problemas. Había desplegado el refugio. Más un organismo maternal que una tienda, éste se extendía bajo los escudos antirradiación que se curvaban como alas desde el techo del transporte.

—¡Tersten, Tersten! —exclamó—. Me asusté al escuchar. Si te hubiéramos perdido…

Se les acercó, y los cuatro se abrazaron. Por un instante, bajo las estrellas, Svoboda estuvo nuevamente entre amigos amados.

La nave de un millón de años
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