8
Maltrechas, zarandeadas, despintadas y triunfantes, las tres naves se acercaron al puerto de Massalia. Era un vivido día de otoño, y el agua bailaba y chispeaba como si hubieran esparcido diamantes sobre zafiros, pero soplaba poco viento y las quillas estaban sucias, avanzaban despacio.
Piteas llamó a Hanno.
—Quédate conmigo en la proa —le solicitó—, pues quizá sea la última charla tranquila que tengamos.
El fenicio se le acercó. Piteas era su propio vigía en esta hora final de la travesía.
—Estarás muy ocupado —convino Hanno—. Todo el mundo querrá hablar contigo, interrogarte, oír tus declaraciones, enviarte cartas, pedirte que escribas tus experiencias.
Piteas torció los labios.
—Siempre de broma, ¿verdad?
Miraron un rato el mar. Ahora que terminaba la temporada de navegación, las olas —pequeñas y suaves, tan distintas a las del Atlántico— estaban atestadas de embarcaciones. Botes de remo, chalanas, pesqueros sucios de brea, rechonchos buques mercantes, un gran carguero con grano de Egipto, una barcaza con bordes dorados, dos esbeltas naves de guerra erizadas de remos, todas procuraban avanzar. Se oían órdenes y juramentos. Las velas tronaban, las vergas rechinaban, los toletes crujían. La ciudad brillaba en frente y un intrincado resplandor blanco con matices azules rebosaba sus murallas. Jirones de humo ondeaban sobre los tejados rojos. Granjas y villas se apiñaban entre rastrojos, prados aún verdes, pinos oscuros y huertos amarillentos. Detrás de las colinas se erguía una cordillera. Cientos de gaviotas aleteaban y graznaban como una nevisca del norte.
—¿No cambiarás de parecer, Hanno? —preguntó Piteas.
—No puedo —masculló Hanno—. Me quedaré para cobrar mi paga y luego me marcharé.
—¿Por qué? No lo entiendo. Y no quieres explicarte.
—Es mejor.
—Un hombre hábil como tú tiene un gran futuro aquí…, posibilidades ilimitadas. Y no como extranjero. Con mis influencias, puedo hacerte ciudadano de Massalia, Hanno.
—Lo sé. Lo has dicho antes. Gracias, pero no.
Piteas tocó la mano del fenicio, que aferró la borda con fuerza.
—¿Temes que la gente te recrimine tu origen? No lo hará, te lo prometo. Estamos por encima de eso, somos una cosmópolis.
—Soy un extraño en todas partes.
—Nunca me has abierto tu alma —suspiró Piteas—, tal como yo te la he abierto a ti. Y aun así… nunca me he sentido tan cerca de nadie. Ni siquiera de… —Se interrumpió, y ambos desviaron los ojos.
Hanno adoptó de nuevo su voz tranquila. Sonrió.
—Hemos compartido cosas tremendas, buenas y malas, terribles y aburridas, divertidas y espantosas, deliciosas y mortales. Eso forja vínculos.
—Y sin embargo los cortarás… ¿Sin más? —musitó Piteas—. ¿Simplemente dirás adiós?
Por un instante, antes de que Hanno recobrara su expresión burlona, algo se desgarró en él y el griego entrevió un dolor desconcertante.
—¿Qué es la vida sino siempre decir adiós?