8
Para ojos habituados al Lejano Oeste, las montañas Wichita no eran más que cerros, pero se elevaban abruptas y desnudas, aunque con las lluvias de primavera se volvían profundamente verdes y se constelaban de flores silvestres. En el valle, una casa grande y sus edificios auxiliares reinaban sobre sembrados, pastos, vacas, caballos.
La hierba húmeda resplandecía después de un chaparrón y flotaban nubes blancas cuando un carruaje alquilado se apartó de la carretera principal para entrar en la calzada. Un jinete que inspeccionaba las cercas lo vio y se acercó para investigar. Dijo que el señor Parker no estaba allí. El cochero, que también era indio, explicó que en realidad su pasajero deseaba ver al señor Peregrino. Sorprendido, el jinete dio instrucciones y se quedó mirando el vehículo. Para él era casi tan extraño como los automóviles que veía en ocasiones.
Un camino lateral llevó al carruaje hasta una cabaña rodeada por canteros, con un huerto al fondo. En el porche, un hombre con pantalones abolsados y sandalias estaba leyendo. Tenía el pelo trenzado pero era demasiado alto y esbelto para ser un comanche. Cuando se acercó el carruaje, dejó el libro, bajó la escalera y esperó.
El carruaje se detuvo y bajó un hombre blanco. La ropa indicaba prosperidad sólo si uno miraba atentamente el paño y la confección. Por un instante ambos se quedaron inmóviles. Luego se estrecharon las manos y se miraron a los ojos.
—Al fin —saludó Peregrino con voz trémula—. Bienvenido, amigo.
—Lamento haber tardado tanto en venir —le respondió Tarrant—. Estaba en Oriente por negocios cuando tu carta llegó a San Francisco. Cuando llegué a casa, pensé que un telegrama podía llamar demasiado la atención. Tú me habías escrito años atrás, cuando te envié mi dirección, y esa sola carta despertó rumores. Así que simplemente cogí el primer tren hacia el este.
—Está bien, entra, entra. —Con la larga práctica, hablaba en inglés fluido—. Si tu cochero lo desea, puede continuar hasta la casa grande. Allí cuidarán de él. Puede llevarnos al pueblo… ¿Qué te parece pasado mañana? Debo encargarme de ciertas cosas, incluyendo mercancías que me gustaría hacer embarcar. Si no tienes objeciones.
—No, Peregrino. Lo que tú quieras. —Tras hablar con el otro hombre, Tarrant bajó un bolso del carruaje y acompañó a su anfitrión adentro.
La cabaña tenía cuatro habitaciones, pulcras, limpias, soleadas, casi desnudas, excepto por una gran cantidad de libros, un gramófono, una colección de discos clásicos y, en el dormitorio, ciertos artículos religiosos.
—Dormirás aquí —dijo Peregrino—. Yo me instalaré en el patio. No, no digas nada. Eres mi huésped. Además, será como en los viejos tiempos. De hecho, lo hago a menudo.
Tarrant miró en torno.
—¿Vives solo, entonces?
—Sí. Me parecía mal casarme y tener hijos sabiendo que al fin inventaría una patraña para abandonarlos. La vida entre las tribus libres era diferente ¿y tú?
Tarrant frunció los labios.
—Mi última esposa murió el año pasado, joven. Tuberculosis. Probamos suerte en un clima seco, hicimos lo posible, pero… Bien, no teníamos hijos, y ya es hora de que yo cambie de identidad. Me estoy preparando para ello.
Se instalaron en la sala del frente en sillas de madera. Sobre la cabeza de Peregrino coleaba una cromolitografía, un autorretrato de Rembrandt. Aunque la copia era muy mala, los ojos conservaban esa pesadumbre mortal. Tarrant sacó una botella de whisky del bolso. Ilegalmente, llenó los dos vasos que había traído el anfitrión. También le ofreció habanos. Esas pequeñas gratificaciones brindaban cierta satisfacción.
—¿Y cómo te han ido las cosas? —preguntó Peregrino.
—He estado atareado. No sé a cuánto asciende mi fortuna, pues tendría que revisar los libros de varios alias. Pero es enorme, y mayor cada día. Te necesito, entre otras cosas, para que me ayudes a pensar en qué gastarla. ¿Y tú?
—Una vida apacible. Cultivo mi tierra, hago cosas en mi taller de carpintería, asesoro a mi congregación. Es una iglesia nativa, así que en verdad no soy como un pastor blanco. Enseño en la escuela. Lamentaré abandonarla. Ah y leo mucho, tratando de aprender acerca de tu mundo.
—Y supongo que eres el consejero de Quanah.
—Bien, sí. Pero no creo que yo sea el poder que hay detrás de su pequeño trono ni nada por el estilo. Lo hizo todo por sí mismo. Es un hombre notable. Entre los blancos habría sido un Lincoln o un Napoleón. Mi mayor mérito ha sido posibilitar ciertas cosas, facilitarlas. Pero fue él quien las hizo.
Tarrant asintió recordando. La gran alianza de los comanches, los kiowas, los cheyennes y los arapaho, con Quanah como gran jefe. El sangriento choque de Adobe Walls, el año de guerra y persecuciones que siguió. Los últimos supervivientes, encabezados por Quanah, yendo a la reserva en 1875. Las buenas intenciones de un agente de asuntos indígenas tres años después, cuando logró que los comanches salieran bajo escolta militar en una última cacería de búfalos y no quedaban búfalos. Y aun así, aun así…
—¿Dónde está ahora? —preguntó Tarrant.
—En Washington —dijo Peregrino, y notó la sorpresa del otro—. Va allí con frecuencia. Es el portavoz de todas las tribus. Y, bien lo lamento por McKinley, pero eso llevó a Theodore Roosevelt a la Casa Blanca. Él y Quanah se conocen, son amigos.
Fumó un rato en silencio. Los inmortales rara vez tienen prisa. Al fin continuó:
—Entre nosotros, Quanah es algo más que un rico granjero. Es un cabecilla y un juez, nos mantiene unidos. El peyote y las muchas esposas no son del agrado de los blancos, pero lo soportan porque no sólo nos permite continuar a nosotros, sino que así a ellos les permite tener la conciencia tranquila. No es un individuo recatado. Le gusta contar historias con un lenguaje que haría sonrojar a un marinero. Pero es… la reconciliación. Se hace llamar Quanah Parker, en memoria de su madre. Últimamente ha hablado de hacer trasladar aquí los huesos de ella y de su hermana, para que puedan descansar junto a los suyos. Oh, no me preocupo. Los indios tenemos un difícil camino por delante, y muchos caeremos. Pero Quanah nos puso en marcha.
—Y tú lo indujiste —dijo Tarrant.
—Bien, trabajé contra los profetas, usé mi escasa influencia para inculcar la paz al Pueblo. Y tú, por otra parte, cumpliste tu promesa.
Tarrant sonrió con picardía. Había costado. No sólo comprar a los políticos, sino comprar o presionar a hombres que a su vez cerrarían tratos con los adustos incorruptibles. Pero Quanah no había ido a la cárcel ni a la horca.
—Sospecho que eres demasiado modesto —dijo Tarrant—. No importa. Hicimos nuestra labor. Tal vez hayamos justificado nuestras largas vidas; no sé ¿Estás preparado para el viaje?
Peregrino asintió.
—Aquí no puedo hacer más que otros a quienes contribuí a preparar. Y hace más de un cuarto de siglo que estoy en esta reserva. Quanah me ha protegido, me mantuvo oculto en un rincón, exhortando a los de buena memoria, a no hablar de mí con los forasteros. Pero no es como la pradera. La gente se hace preguntas. Si la noticia llegara a los periódicos… Ah, esa preocupación ha terminado. Le dejaré una carta y mi bendición.
Miró hacia el oeste por la ventana. Se llevó a los labios la bebida de gente que antaño había sido bárbara que atacaban el sur y se retiraban al norte en una guerra tras otra, buscando libertad.
—Es hora de empezar de nuevo —dijo.