31

—Dichosa es la palabra que nos ha llegado —declaró el alloi a quien los humanos llamaban Cascada de Luz. Ha viajado desde el punto de contacto más próximo, a 147 años-luz. Dedos ramificados delimitaron una parte del cielo e indicaron un punto. El ademán, realizado por una silueta tan frágil, recortada contra el espacio desnudo que se veía por una transparencia de la nave, cobraba doble fuerza.

La dirección estaba lejos del Sol, pero no hacia Pegaso. Los alloi habían ido muy lejos del mundo que había engendrado su raza.

—Punto de contacto —dijo Yukiko, por fuerza en voz alta y en un idioma terrícola. La comprendían, así como ella comprendía lo que le comunicaban. Era inevitable expresarse así cuando la mente no podía traducir directamente lo que percibían los sentidos, sino que debía atravesar un metalenguaje elaborado en el curso de años—. No identifico vuestra referencia.

—Los navegantes estelares han establecido estaciones en órbita de soles escogidos, a las cuales envían sus descubrimientos y experiencias —explicó Azogue—. Éstas comunican la información al resto. Así crecen nuestros nódulos de conocimiento, y los haces que los unen forman redes que se entrelazan.

Hanno asintió. Lo había notado; sus exploraciones con compañeros alloi lo habían llevado cerca de la vasta y traslúcida red que habían confeccionado alrededor de Tritos, mientras Yukiko indagaba sus artes, filosofías, sueños.

—Hay una versión primitiva en el Sistema Solar —le recordó Hanno a Yukiko—. O la había, cuando nos fuimos. Cuando empiecen a recibir nuestras transmisiones, pueden remodelarla y unirse a la comunidad.

—Si les interesa —replicó Yukiko mirando el cielo, donde las estrellas se ahogaban en la helada catarata de su propia luz, y desviando los ojos con un escozor. Lo que ambos habían aprendido les daba pocas esperanzas.

Hanno no estaba tan abatido.

—¿Cuál es la noticia? —preguntó con avidez.

—Una nave ha acudido al punto de contacto —dijo Cascada de Luz—. Todos lo hacen de vez en cuando para recibir nuevos datos, pues las estaciones no pueden transmitir continuamente a quienes pueden estar en cualquier parte, viajando a cualquier velocidad. Nuestro informe sobre este sistema, tal como había llegado entonces, decidió a la tripulación a seguir viaje hasta Tritos. Nos hemos encontrado antes con esos seres; resulta evidente para nosotros que los habitantes de Xenogea revisten especial interés y encierran gran promesa. Una imagen, por favor.

—Ahí tienes —dijo Ala Estelar, activando un proyector. Apareció una mole que a Hanno le evocó un rinoceronte. Pero la semejanza era vaga y caprichosa, como comparar un hombre con una oruga. El cuerpo, en todo caso, tenía poco interés, excepto en la medida en que era una matriz de la mente, del espíritu.

—Sí —aventuró—, ellos también son de un planeta grande, ¿verdad? Creo que aquí ven una similitud cultural con ellos mismos y quizá cosechen muchas ideas a partir de las diferencias.

Los ojos de Yukiko brillaron.

—¿Cuándo vendrán?

—Dicen que primero desean pasar unos años en el punto de contacto, estudiando y analizando los datos —dijo Cascada de Luz—. Es habitual aprovechar instalaciones que ninguna nave puede albergar. Sin duda viajan allí en este momento. Como están habituados a altas aceleraciones, llegarán sólo unos meses después de su anuncio de partida.

—Varios años, entonces —sonrió Yukiko—. Tiempo suficiente para preparar una fiesta de bienvenida.

—¿Viajan por la misma doctrina que vosotros? —preguntó Hanno.

—Sí —respondió Cascada de Luz—, y os recomendamos que la adoptéis.

—Estoy pensando en ello. Necesitaríamos ciertas modificaciones básicas en nuestra nave.

—Sobre todo en vuestros pensamientos.

Touché! —rió Hanno—. Somos advenedizos impacientes.

Los alloi no aceleraban continuamente entre los astros. Se acercaban a la velocidad de la luz y luego continuaban en trayectoria libre, usando la fuerza centrífuga. El ahorro en antimateria permitía grandes naves, con todo lo que eso implicaba. El precio era que la dilación temporal era menor. Un viaje que se habría realizado en diez años de a bordo duraba el doble; y cuanto más lejos se iba, más crecía el factor. Todos los viajeros eran longevos, pero ninguno escapaba del tiempo. La práctica explicaba que los observadores de Sol nunca hubieran recibido señales de naves estelares. Aunque las energías eran enormes, sólo había radiación al principio y al final de un pasaje, la fluctuación de una candela; y las naves estelares eran escasas.

—Quizá seas injusto contigo mismo —sugirió Ligero—. Quizá vuestra premura colme una necesidad que nosotros, integrantes de especies que han viajado más tiempo por la galaxia, no sabíamos que teníamos. Podéis ir más allá de este diminuto segmento de la galaxia al que hemos llegado, de un extremo al otro, en menos de un millón de años cósmicos. Vosotros podéis ser quienes la unáis.

Yukiko agitó las manos.

—No, no. Nos honráis más de lo que merecemos.

—Esperemos el futuro —sugirió Ala Estelar, con la paciencia de la antigüedad. Estos seres habían abandonado Pegaso quince mil años atrás; ninguna de sus vidas individuales era más breve que la mitad de ese tiempo. Sabían de exploraciones que habían durado, en otras direcciones, cien veces más.

—Bien, esto es… maravilloso —dijo Hanno. Miró a Yukiko—: Quizá tú encuentres palabras, querida. Yo estoy estupefacto.

Ella le cogió la mano.

—Tú nos trajiste aquí. Tú.

Habían aprendido a discernir cuando los alloi se ponían solemnes.

—Amigos —dijo Cascada de Luz—, debéis tomar ciertas decisiones. Poco después de la llegada del… (?), nos marcharemos. —A través de la sorpresa y el pulso acelerado, captaron—: Podéis quedaros si gustáis. Ellos se alegrarán de conocer a nuevos miembros de la hermandad. Podéis ayudarlos, y ellos a vosotros, a conocer Xenogea y sus inteligencias, incluso más de lo que vosotros y nosotros nos hemos ayudado. Todo lo que hemos construido en este sistema quedará para vuestro uso.

—¿Pero os marcháis? —tartamudeó Yukiko—. ¿Porqué?

Los largos miembros trazaron símbolos. Las membranas temblaron; los cuerpos se cubrieron de opalescencias. La declaración era tranquila, inexorable y tal vez melancólica. Tal vez.

—Hemos pasado más de cuatro siglos en Tritos. Os dais cuenta de que en parte fue por lo que habíamos detectado en Sol: nuestra esperanza, que se cumplió, de atraer aquí a viajeros de allá. Entretanto exploramos estos planetas y sobre todos los diversos modos de vida, historias, logros, horrores y glorias de las inteligencias de Xenogea. Fue un esfuerzo ricamente recompensado, tal como esperábamos. Un nuevo concepto del universo se abrió para nosotros. Algo de lo aprendido ha entrado en nuestro interior.

»Y sin embargo vosotros, humanos, en vuestra década y media, habéis recogido más de lo que pensábamos que había. Ocurre que vuestro mundo de origen, vuestra evolución, se parece más a la de ellos. La naturaleza os ha preparado mejor para comprenderlos.

»Por nuestra parte, nos sentimos atraídos hacia vosotros mucho más que hacia ellos. Vosotros también sois la clase de seres que busca las estrellas. Nosotros podríamos quedarnos aquí hasta que este sol empiece a morir, sin descubrir todo lo que hay por descubrir; pues es mucho, y siempre está cambiando. La vida es rara, y la inteligencia más aún. ¿Por qué, entonces, no nos quedamos?

»Porque aspiramos a más de lo que obtuvimos aquí, y sabemos que lo hallaremos si buscamos el tiempo suficiente.

Hanno sólo encontró palabras de mercader.

—Entiendo. Habéis pasado el punto de las ganancias menguantes. Vuestra mejor estrategia es empezar de nuevo.

Algo que las civilizaciones madres no hacían, no podían hacer.

—¿Iréis hacia Sol? —preguntó Yukiko con voz trémula.

—Algún día, quizá —dijo Ala Estelar.

—Improbable —afirmó Azogue—. Creo que lo que nos habéis revelado bastará… pues ellos han continuado evolucionando.

—Que Sol y Pegaso se comuniquen —insistió Ligero.

—No, eres demasiado impetuoso, y demasiado desconsiderado con nuestros amigos —amonestó Cascada de Luz—. Nosotros tenemos años por delante para reflexionar. Vosotros también —continuó, dirigiéndose a los humanos—, con vuestros congéneres del planeta, debéis reflexionar. ¿Queréis comenzar de inmediato?

Hanno y Yukiko intercambiaron una mirada. Ella asintió en silencio. Él también, al cabo de un momento. Se inclinaron, uno de los muchos movimientos que gradualmente había cobrado elocuencia, y salieron de la sala coralina.

Un pasadizo los llevó a lo largo de la gran curva de la nave. Más allá de la zona que estaba viva, se extendía una vista simulada de rojizas colinas, angostos peñascos, frondas ondeantes alrededor de un lago congelado, bajo un cielo azul violáceo donde los anillos se arqueaban como arco iris incesantes, un mundo que los alloi habían hallado una vez y consideraban bello, pues se parecía a su mundo madre antes de las máquinas. Habían dejado colonos.

Más allá se extendía una sala de ejercicios para los humanos. Podía girar en torno de un anillo hueco alrededor del casco para obtener mayor gravedad. Así conservaban un estado físico que les permitía visitar el planeta sin estar en excesiva desventaja ante quienes vivían allí.

Más adelante estaba el hogar de ambos, el jardín de Yukiko, un poste que sostenía un modelo de carabela construido por Hanno, el compartimento que los albergaba. Dentro el aire seguía siendo seco y poco denso pero tibio, y la luz era pura y blanca.

Las tres Habitaciones albergaban sus pertenencias, algunas traídas de la Tierra, otras que eran recuerdos de sus años en el espacio, pero no había apiñamiento. Hanno conservaba su prolijidad de marinero, ella su austeridad esencial. Frente al complejo electrónico, un pergamino caligráfico colgaba sobre una mesilla donde un cuenco de agua contenía una bonita piedra.

Se quitaron las prendas externas.

—¿Preparo té? —propuso Yukiko.

—Hazlo, si deseas —dijo Hanno, con la cara tensa—. Quiero llamar al planeta.

—Bueno, esta noticia es abrumadora, pero tendremos que hablar sobre ella…

—En persona. Iremos allí a quedarnos un tiempo, tú y yo.

—Me encantaría —suspiró ella.

—Sí, confieso que disfrutaré de un paisaje real al aire libre, un mar, un viento salobre.

—Y nuestros camaradas. No imágenes sino carne y hueso. Cuánto deben de haber crecido los niños.

Él echaba de menos la melancolía, y sólo mucho después recordó con cuánta vehemencia ella entraba en la vida que la rodeaba cuando efectuaban descensos. Las ocasiones habían sido infrecuentes y breves. Debían vivir con los alloi, trabajar con ellos, compartir penurias y peligros así como victorias y celebraciones, para llegar a comprenderlos y entender lo que habían ganado en su viaje incesante. Para Hanno los sacrificios eran pocos.

—No importa cuántos años tengamos para prepararnos —dijo—. Será mejor comenzar enseguida.

Ella sonrió.

—Es decir que no tienes tiempo para una taza de té.

Ignorando la suave ironía, él se sentó ante el complejo y ordenó una comunicación con Hestia. La nave estaba ahora sobre el hemisferio opuesto, pero los alloi habían puesto satélites de relé en órbita. La pantalla se encendió.

—Llamando —dijo la voz artificial. Transcurrieron un par de minutos—. Llamando.

Yukiko conectó un visor externo. El planeta blanco resplandecía con venillas azules. Los relámpagos rasgaban el borde oscuro. Ella unió las palmas.

—¡Hemos olvidado que donde están ellos es de noche! —exclamó.

—Demonios —dijo Hanno sin sombra de arrepentimiento.

La imagen tridimensional de Svoboda entró en la pantalla, como si ella misma estuviera detrás de una ventana cerrada. Tenía el pelo desaliñado. Una túnica puesta deprisa insinuaba senos cargados de leche.

—¿Qué pasa? —exclamó.

—Ninguna emergencia —respondió Hanno—. Noticias. Te lo contaré y tú se lo explicarás a quien se haya despertado, y luego puedes dormirte de nuevo.

—¿No podías esperar? —preguntó enfadada.

—Escucha. —Hanno dio su informe con palabras concisas y vibrantes—. Necesitamos empezar a estudiar la información que los alloi puedan darnos sobre estos otros seres, en cuanto la hayan reunido. Antes de eso tenemos que deliberar. Yukiko y yo esperamos nuestro bote poco después del amanecer… ¿Qué ocurre?

—¿Cuál es la prisa? —rezongó Svoboda—. ¿No sabes que es temporada de cosecha? Tanto las personas como los robots nos estaremos deslomando estos días. Ya lo estamos haciendo. Oí la llamada sólo porque me acababa de dormir después que el bebé me tuvo despierta durante horas. Y ahora quieres que te preparemos una recepción y reunamos un consejo al instante.

—¿No te interesa? ¿Por qué demonios diste tu consentimiento?

—Lo lamentamos —intervino Yukiko—. Estábamos tan excitados que olvidamos todo lo demás. Perdona.

La otra mujer hizo una mueca burlona.

—¿Él lo lamenta?

—Aguarda —dijo Hanno—. Cometí un error. Pero esto que sucede…

Svoboda lo interrumpió.

—Sí, es importante. Igual que tu arrogancia. Olvidas que tú, sentado allá en el cielo, no eres Dios Todopoderoso.

—Por favor —suplicó Yukiko.

Hanno habló con frialdad.

—Soy el capitán. Exijo respeto.

Svoboda meneó la cabeza. Un rizo rubio le rozó la sien.

—Eso ha cambiado. Ya nadie es indispensable. Aceptaremos el líder que necesitemos, si juzgamos que esa persona nos servirá bien. —Hizo una pausa—. Alguien llamará mañana, cuando hayamos deliberado, y hará los arreglos necesarios. —Con una sonrisa—: Yukiko, no es tu culpa. Todos lo sabemos. Buenas noches. —La pantalla se apagó.

Hanno se quedó mirándola.

Yukiko se plantó detrás de él apoyándole una mano en el hombro.

—No lo tomes a mal. Estaba fatigada, y por lo tanto de mal humor. Cuando haya descansado, lo olvidará.

Él meneó la cabeza.

—No, es algo más profundo. No lo había advertido, porque hemos estado alejados mucho tiempo. En el fondo aún están resentidos.

—No, lo juro. Ya no. Tú los trajiste, nos trajiste, hacia algo mucho más maravilloso de lo que nos atrevíamos a esperar. Es verdad, ahora no eres vitalmente necesario. Nadie cuestiona tu valor como capitán. Y actuaste irreflexivamente. Pero esa herida sanará por la mañana.

—Algunas cosas no sanan nunca. —Hanno se levantó—. Bien, no tiene caso amargarse. —Arqueó los labios—. ¿Qué dices de esa taza de té?

Yukiko lo miró en silencio.

—Vosotros dos aún podéis lastimaros, ¿verdad? —dijo con un hilo de voz.

—¿Con cuánta frecuencia echas de menos a Tu Shan? —replicó él con brusquedad. La abrazó—. Aun así, estos años han sido buenos para mí. Gracias.

Ella le apoyó la mejilla en el pecho.

—Y para mí.

—Repito… ¿Qué ocurrió con el té? —esbozó una sonrisa forzada.

La nave de un millón de años
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