5
Siguieron rumbo al norte, dejando atrás tierras cada vez más agrestes rodeadas de arrecifes, hasta que la costa se curvó hacia el este. Las aguas eran tan escabrosas como la tierra donde se estrellaban las olas; los buques se mantenían lejos de la orilla y anclaban al atardecer. Era preferible privarse de una fogata a tener visitantes desconocidos. El cuarto día los promontorios rojos y amarillos de una isla se recortaron en la bruma. Piteas decidió pasar entre ella y la costa principal. Las naves continuaron su arduo avance hasta el anochecer.
Los hombres no vieron el alba, pues el aire era aún más denso. A popa una muralla de blancura se erguía en el horizonte. Soplaba una brisa ligera y había una visibilidad de unos doce estadios atenienses, así que izaron las velas goteantes. Dejaron atrás la abrupta isla y adelante, a estribor, distinguieron un borrón que debía de ser una isla más pequeña. Creció el rumor de las rompientes, y un estruendo subterráneo.
La muralla blanca rodó sobre ellos, cegándolos. La brisa murió y siguió una calma chicha que los dejó impotentes.
Esa niebla era inaudita. Desde el centro de la nave no se veía la proa ni la popa; un remolino gris y sofocante desdibujaba las cosas. Al costado apenas se distinguía la turbulencia estriada de espuma. El agua se posaba sobre el cordaje y se precipitaba en una llovizna maligna que bruñía la cubierta. La humedad apelmazaba el pelo, la ropa, el aliento y el frío los calaba hasta los huesos como si ya se estuvieran ahogando. No había formas, sólo ruidos. En el denso mar, los maderos crujían y el casco se mecía sin ton ni son. Soplaban ráfagas susurrantes, el oleaje rugía. Con cornetazos y voces roncas, cada nave llamaba desesperadamente a las otras naves invisibles.
Piteas, a popa junto al timón, meneó la cabeza.
—¿Por qué se elevan las olas cuando no hay viento? —preguntó en medio del bullicio.
El timonel aferró el inservible timón y se estremeció.
—Criaturas de la profundidades —jadeó— o los dioses de estas aguas, enfurecidos porque los molestamos.
—Lanza los botes —le aconsejó Hanno a Piteas—. Nos advertirán sí estamos a punto de chocar contra una roca, o quizá puedan sacarnos de aquí.
El timonel mostró los dientes.
—¿Pero qué estás diciendo? —exclamó—. ¡No enviarás a esos hombres a los demonios! No irán.
—¡No los enviaré! —replicó Hanno—. Yo los conduciré.
—¿Oyó? —dijo Piteas.
El fenicio meneó la cabeza.
—No podemos arriesgar tu vida. ¿Quién más pudo habernos traído tan lejos, quién nos llevará de vuelta? Sin ti todos estamos perdidos. Ven, ayúdame a alentar a la tripulación.
Consiguió hombres, pues las serenas palabras de Piteas aplacaron el terror de los marineros. Desataron un bote, lo arrastraron hacia el flanco, lo alzaron sobre la borda cuando la cubierta se ladeó y olas de blancas crines galoparon debajo. Hanno bajó de un brinco, plantó las pantorrillas entre dos bancos, cogió un remo que le entregó un marinero, se apartó de la nave mientras otros remeros lo seguían. Avanzaron sujetos al extremo de un cabo, seguidos por el otro bote.
—Espero que los otros capitanes… —empezó Hanno. Una ráfaga de espuma ahogó palabras que nadie había oído.
La nave se perdió en la humosa humedad. El bote trepó por una ola que era como un cerro móvil, revoloteó en la cresta, se despeñó en un canal donde los hombres quedaron al pie de las murallas de agua que los rodeaban. El ruido rodaba sin rumbo. Hanno, al timón, sólo podía tratar de evitar que la estacha se enredara detrás.
—¡Remad! —gritó—. ¡Remad, remad, remad!
Los hombres jadeaban remando y achicando el agua. El mar les lamía los tobillos.
Una ola monstruosa los embistió. Giraron. Una catarata saltó de la niebla y rompió sobre sus cabezas. Cuando pudieron ver de nuevo, tenían el barco encima. El bote se estrelló contra el casco. El agua lo aplastó contra las tracas. La madera crujió, escupió clavos, gimió. El bote se partió en dos.
Piteas miró desde arriba. Un hombre pataleaba. El mar lo arrojó contra la nave, partiéndole el cráneo. Las aguas arrastraron los sesos, la sangre, el cuerpo.
—¡Cuerdas fuera! —gritó Piteas. No perdió tiempo en desenrollar un cabo. Desenvainó el cuchillo y liberó una escota de la floja vela mayor. Arrojó el extremo por la borda, hacia la niebla y la espuma. Los nadadores que se entreveían, perdidos en las aguas, no lograban alcanzarla. Pidió más cuerda. Aferrando la escota cortada en la mano izquierda, se deslizó por la borda. Los pies plantados en el casco, tendiendo el brazo para tensar el cordaje y mantenerse firme, se estiró. Con la mano derecha lanzó la segunda cuerda como un látigo.
Ahora era visible para aquellos a quienes deseaba salvar, excepto cuando ese lado de la nave se elevaba y una ola bañaba a Piteas. Un hombre le pasó al lado. Piteas le arrojó la cuerda. El hombre la agarró y los marineros de cubierta lo subieron a bordo.
El tercero a quien Piteas rescató fue Hanno, que estaba aferrado de un remo. Después se le agotaron las fuerzas. Subió con la ayuda de dos marineros y cayó desmañadamente junto al fenicio. Nadie más intentó imitar la hazaña; pero no se vieron más náufragos en las encrespadas aguas.
Hanno se incorporó.
—A la cabina, tú, yo y estos dos —ordenó. Le castañeteaban los dientes—. De lo contrario el frío nos matará. No habríamos sobrevivido diez minutos en esas aguas.
Una vez dentro, los hombres se desnudaron, se frotaron con toallas para acelerar la sangre, se arroparon con mantas.
—Estuviste magnífico, amigo —dijo Hanno—. No pensé que un erudito como tú, curtido, pero erudito al fin y al cabo, pudiera lograrlo.
—Tampoco yo —resolló Piteas.
—Nos salvaste de las consecuencias de mi locura.
—Locura no. ¿Quién podía prever que el mar fuera tan bravo cuando no hay viento?
—¿Qué puede haberlo causado?
—Demonios —murmuró un marinero.
—No —dijo Piteas—. Debe ser un truco de estas marejadas del Atlántico, corrientes en un estrecho erizado de islas y arrecifes.
Hanno rió entre dientes.
—¡Ha hablado el filósofo!
—Aún nos queda un bote —dijo Piteas—. Y nuestra suerte puede cambiar. Si queréis, muchachos, rezad a vuestros dioses. —Se tendió en su litera—. Yo pienso dormir.