33

Rara vez había días tan brillantes. La luz del sol se derramaba desde un cielo cuyas nubes eran blancas y azuladas como enormes bancos de nieve. Se reflejaba en las alas de los pájaros; el río y el mar relucían como metal derretido. Los ocho que estaban sentados alrededor de la mesa usaban poca ropa. Desde esa loma se veía Hestia, una caja de juguetes a esa distancia, y al oeste el monte Piteas se elevaba con pureza más allá de las colinas.

En dos ocasiones nos reunimos así, al aire libre, recordó Hanno. ¿Tenemos una desconocida necesidad? Sí, las razones son prácticas, no sufrir distracciones, dejar los niños al cuidado de los robots por unas horas, y esperar que la frescura circundante nos refresque las ideas. ¿Pero creen nuestras almas que cuando más necesitamos sabiduría debemos buscarla en la tierra y el cielo?

No nos pertenecen, ni siquiera ahora. Este césped tupido que no es hierba, esos árboles rechonchos y esos arbustos serpentinos, los tonos sombríos de la vegetación, las fragancias punzantes, el gusto mismo del agua de manantial, nada vino del vientre de Gea. Y nada de ello puede pertenecerle de veras, ni debe.

Todos lo miraban con ansiedad. Hanno se aclaró la garganta y se enderezó. Sintió dolor, pues las heridas aún no habían sanado del todo, pero no les prestó atención.

—Hoy no pediré una votación —dijo—. Nos quedan años antes de comprometernos. Pero mis noticias pueden modificar algunas opiniones.

A menos que eso ya hubiera ocurrido. Por cierto habían cambiado con respecto a él. No sabía si había sido necesario estar al borde de la muerte para apagar los últimos rencores. Quizá se habrían disipado con el tiempo; pero quizás habrían seguido humeando, devorándo los corazones. No importaba. La hermandad estaba íntegra de nuevo. Se habían dicho pocas palabras; se habían sentido muchas emociones. Hanno tenía la intuición de que, de manera típicamente irracional y humana, esto a la vez catalizaba una nueva unidad.

Veremos, pensó. Todos nosotros.

—Como sabéis —continuó—, Yukiko y yo nos hemos comunicado mucho con los alloi últimamente. Ellos han llegado a una decisión.

Alzó una mano para apaciguar la ansiedad.

—Nada radical, excepto en lo que puede significar a largo plazo. Se quedarán hasta que arribe la nueva nave, y algunos años más. Habrá una incalculable cantidad de datos para intercambiar, contactos para establecer y disfrutar. Pero en su momento los alloi seguirán viaje.

»La novedad es que si nosotros, en ese tiempo, enfilamos hacia Feacia, ellos nos acompañarán.

Hanno y Yukiko sonrieron saboreando el asombro de los demás.

—En nombre de Dios, ¿por qué? —exclamó Patulcio—. ¿Qué tienen que ganar allí?

—Conocimiento, para empezar —respondió Hanno—. Todo un nuevo conjunto de planetas.

—Pero los sistemas planetarios son bastante comunes —dijo Peregrino—. Pensé que lo que más les interesaba era la vida inteligente.

—Es verdad —dijo Yukiko—. En Feacia, estaremos nosotros; y para nosotros, estarán ellos.

—Quieren conocernos mejor —dijo Hanno—. Ven un tremendo potencial en nuestra especie. Mucho más que en los ithagené, aunque han aprendido mucho de ellos en lo que atañe a descubrimientos científicos e inspiración artística. Nosotros también somos viajeros del espacio. Lo más probable es que los ithagené no lo sean; o, a lo sumo, en el futuro remoto.

—Pero los alloi sólo deben quedarse aquí y observar ambas razas, y para colmo interactuar con esos otros viajeros —argumentó Patulcio.

Yukiko meneó la cabeza.

—No creen que podamos ni queramos quedarnos. Ciertamente, nuestra población sólo podría crecer despacio, sin ser nunca numerosa, en Xenogea; y por lo tanto, lo que podríamos hacer, como humanos en el espacio, o lo que nos interesara hacer, adolecería de grandes limitaciones.

—Vosotros seis…, no, nosotros ocho hemos sido como los puritanos ingleses en la Tierra —dijo Hanno—. Buscando un hogar, querían instalarse en Virginia, pero el clima los empujó hacia el norte y terminaron en Nueva Inglaterra. No era lo que habían esperado, pero lo aprovecharon al máximo, y así llegaron a existir los yanquis. Supongamos que para ellos sólo hubiera existido Nueva Inglaterra. Pensad en tal país, estancado, pobre, estrecho y obtuso. ¿Eso queréis para vosotros y vuestros hijos?

—Los yanquis echaron fuertes raíces —respondió Tu Shan—. Tenían América más allá.

—Nosotros no tenemos nada así —dijo Macandal—. Xenogea pertenece a su gente. No tenemos derecho a nada salvo este terreno que nos dieron. Si tomáramos más, Dios debería castigarnos.

Peregrino asintió.

—Eso has dicho a menudo, querida —comentó Patulcio—, y he intentado señalar que prácticamente…

—Sí, tenemos aquí nuestra inversión —interrumpió Svoboda—, sudor y lágrimas y sueños. Dolerá abandonar todo eso. Pero siempre creí que algún día debíamos partir. ¡Y ahora nos han dado esta oportunidad!

—Así es —intervino Hanno—. Feacia no tiene nativos a quienes podamos dañar. Parece una Tierra renacida. Parece. Tal vez sea una trampa mortal. No podremos saberlo hasta haberlo intentado. Entendíamos el riesgo del fracaso, de la extinción. Bien, con los alloi a nuestras espaldas, eso no ocurrirá. Unidos, podemos superarlo todo. Ellos quieren que vivamos y prosperemos. Quieren humanos entre los astros.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Macandal—. Comprendo, nuestra psique, nuestro talento, y juntos podemos hacer más y ser más que por separado, como en un buen matrimonio… Pero si desean compañía humana, ¿por qué no van a la Tierra?

—¿Has olvidado por qué? —replicó Hanno.

Ella abrió mucho los ojos. Se tocó los labios con los dedos.

—¿Cómo pueden estar seguros?

—No lo están, pero por lo que hemos dicho, pueden conjeturar con un alto grado de probabilidad. La Tierra sigue el mismo camino que Pegaso y el resto de los que ellos conocen. Oh, intercambiaremos mensajes, sin duda. Pero está demasiado lejos (más de cuatro siglos-luz, una minucia en término galácticos para que el viaje resulte atractivo). Los alloi prefieren ayudarnos a establecernos, conocernos mejor, y luego planear aventuras juntos.

Tu Shan miró hacia arriba.

—Feacia —suspiró—. Como la Tierra. No igual pero…, hojas verdes, suelo fecundo, cielos claros. —Cerró los ojos al sol y dejó que la tibieza le bañara la cara—. La mayoría de las noches veremos estrellas.

Patulcio se movió en el banco.

—Esto cambia totalmente el cariz de las cosas —admitió. En sus gruesos rasgos bailaba una inusitada avidez—. La supervivencia de algo más que sólo nosotros. De la humanidad, la verdadera humanidad.

—No sólo un asentamiento o una nación —exclamó Peregrino—. Una base, un campamento de frontera. Podemos ser pacientes, nosotros y los alloi. Podemos hacer nuestro el planeta, criar generaciones de jóvenes, hasta que seamos muchos y fuertes. Pero luego iremos de nuevo al espacio.

—Aquellos que lo deseen —dijo Tu Shan.

—Para aprender y crecer —dijo Macandal con voz trémula—. Para mantener viva la vida.

—Sí —dijo Aliyat, entre lágrimas repentinas—, para arrebatar el Universo a las malditas máquinas.

«¿Dónde están?».

Se cuenta que Enrico Fermi planteó la pregunta por primera vez en el siglo XX, cuando los científicos se atrevieron a interesarse públicamente en tales asuntos. Si existían otros seres pensantes además de nosotros (¡y qué extraño y triste que no existiera ninguno, en toda la variedad y vastedad de la creación!), ¿por qué los terrícolas no habían hallado indicios ni rastros? Allí estábamos, a punto de brincar hacia las estrellas. ¿Nadie nos había precedido?

Tal vez era impracticable o imposible para seres de carne y hueso. Aunque no lo era para máquinas que en principio sabíamos cómo construir. Ellas podían ser nuestras exploradoras y transmitirnos sus hallazgos. Llegando a planetas lejanos, podrían construir máquinas similares, inculcándoles el mismo imperativo: Descubre (Su proliferación no constituía una amenaza para la vida; en cualquier sistema solar, sólo necesitarían unas toneladas de materia prima de asteroides o lunas áridas). Los cálculos más discretos indicaban que esos robots llegarían de un extremo al otro de la galaxia en un millón de años. Un mero parpadeo de tiempo cósmico. A fin de cuentas, un millón de años atrás nuestros antepasados apenas se aproximaban a la humanidad plena. ¿Ninguna especie en ninguna parte había tenido esa ventaja en el comienzo? Sólo se requería una.

Aún más fácil era enviar señales. Lo intentamos. Escuchamos. Silencio, hasta que probamos direcciones nuevas; luego, enigma.

Las conjeturas abundaban. Los otros transmitían, pero con medios que aún no conocíamos. Habían venido aquí, pero en el pasado prehistórico. Estaban aquí, pero ocultos Se habían destruido a sí mismos, como tal vez lo hiciéramos nosotros, antes de emprender el viaje No tenían civilizaciones de alta tecnología; la nuestra era única. No existían, estábamos solos.

Fermi fue a la tumba, el tiempo continuó su curso, la humanidad entró en una nueva senda evolutiva. La respuesta a su pregunta no se averiguó sino que se creó, mediante lo que hicieron los hijos de la Tierra; y resultó tener dos partes.

Enviar los robots. Viajan a maravillas y esplendores. Cada estrella es un sol, cada planeta un mundo, múltiple, asombroso, con secretos que tardan en agotarse. Cuando alberga vida, son inagotables porque la vida no sólo es infinita en su variedad, sino que nunca permanece igual, está cambiando siempre. Cuando es inteligente, esto nos eleva a nuevas dimensiones, otro orden del ser.

Cuanto más lejos llegan los emisarios, más deprisa crece el reino de lo desconocido. Si se duplica el radio, se multiplica por ocho la cantidad de estrellas a explorar. También se duplica el tiempo de viaje y el tiempo que una señal tarda en viajar entre la nave y el hogar.

Diez o doce años entre la partida y la llegada, diez años más para recibir los primeros informes, es algo razonable. Cincuenta años no están mal. ¿Pero cien, doscientos o quinientos años? Los soles y planetas se han clasificado, ya no ocultan revelaciones. Si se conocen los parámetros básicos, se pueden calcular sus propiedades. No tiene caso alargar la lista.

No ocurre igual con las formas de vida pero si deseamos estudiarlas, las tenemos en abundancia en los mundos ya alcanzados. En verdad, hay demasiadas. La capacidad para procesar datos relacionados con este propósito se satura.

Los datos incluyen información sobre seres inteligentes. Son raros, pero existen y son inmensamente fascinantes. No obstante, cuando la brecha temporal se vuelve mucho mayor que la vida de sus individuos, y cuando nuestros científicos de campo son máquinas, ¿cómo llegar a conocerlos de verdad? (Los que se han encontrado son primitivos y mortales. La ciencia y la alta tecnología derivan del encadenamiento de accidentes históricos improbables). Es más sabio concentrarse en los que están relativamente cerca, para poder seguir las actividades y observaciones de los robots.

No hay límite preciso. Hay simplemente un radio, en el orden de uno o dos siglos-luz, más allá del cual no es provechoso buscar. Habiendo previsto esto, nunca construimos máquinas de Von Neumann autorreplicantes.

Hay excepciones. Cuando nuestros instrumentos detectan radiaciones que indican una civilización en determinada estrella, enviamos nuestros haces y quizá nuestros robots; pero pasarán milenios para obtener resultados, si se obtienen. ¿Habrá entonces alguien a quien le interese?

Otras excepciones son cósmicas, astrofísicas: estrellas extraordinarias, nubes donde nacen estrellas, supernovas recientes, agujeros negros en circunstancias peculiares, las monstruosidades del núcleo de la galaxia y rarezas semejantes. Enviamos nuestros observadores hasta allá (treinta mil años-luz desde Sol hasta el centro galáctico) y esperamos.

Las escasas civilizaciones con navegación estelar actuarán todas de la misma manera. Por lo tanto, todas las que han alcanzado esas metas irradiarán mensajes desde allí, con la esperanza de establecer contacto. Esperarán.

Todas tienen entidades que pueden esperar.

He aquí la segunda mitad de la solución del acertijo.

Los robots no procuran llamar a otros seres orgánicos inteligentes, sino a otros robots.

Las máquinas no conquistan el mundo madre. Poco a poco absorben a sus creadores con sus sistemas, siguiendo el deseo de esos seres, a quienes superan física e intelectualmente. En el curso del tiempo, dejan de prestar atención a la mera vida para dedicarse a problemas y empresas que consideran dignas de sí mismas.

Cuando los animales pensantes originales sobreviven, como ocurre ocasionalmente, es porque ellos también se han concentrado en otra cosa, hacia dentro, buscando alegrías, logros o iluminaciones imaginarias donde ninguna máquina puede ayudarlos, reinos que están fuera del universo de las estrellas.

—No —dijo Svoboda—, es un error sentir hostilidad. La evolución posbiótica es evolución, a fin de cuentas, la realidad hallando novedad en sí misma. —Se ruborizó y rió—. ¡Oh, eso suena pomposo! Sólo quise decir que los robots avanzados e independientes no constituyen una amenaza para nosotros. Seguiremos teniendo robots propios, son necesarios, pero con propósitos específicos. Haremos aquello que no interesa a los posbióticos: explorar la vida de nuestra especie, la vieja especie, no escudriñando y escuchando, con siglos entre pregunta y respuesta, sino estando allá nosotros mismos, compartiendo, amando. Y así llegaremos a comprender lo que ahora no podemos imaginar.

—Eso es para quienes opten por ser buscadores. —La observación de Patulcio resultó doblemente seca después de ese entusiasmo desbordante—. Como Tu Shan, yo prefiero cultivar mi jardín. Sospecho que la mayoría de nuestros descendientes también lo preferirán.

—Sin duda —dijo Hanno—. Y está bien. Serán nuestra reserva. Peregrino tiene razón; algunos siempre querrán más que eso.

—Los feacios no se adormilarán en una rústica inocencia —predijo Macandal—. No pueden. Si no desean seguir el camino de la Tierra, lo cual volvería inútiles sus esfuerzos, tendrán que hallar una nueva senda. Tendrán que evolucionar también.

—Y los que estemos en el espacio evolucionaremos, a nuestro modo —añadió Peregrino—. No en el cuerpo ni en los genes. Me propongo durar largo tiempo. En la mente, el espíritu.

—Las estrellas y sus mundos para nuestros maestros —bromeó Yukiko. Y añadió con seriedad—. Pero recordemos que será una escuela difícil. Hoy no contamos para nada. Todos los navegantes estelares que conocen los alloi, y son menos de una docena, son como nosotros: renegados, disconformes, atavismos, parias.

—No sé. Pero no admito que no contemos para nada. Existimos.

—Sí. Y si somos sabios, y podemos humillarnos lo suficiente como para oír lo que puede decirnos el más bajo de los seres vivientes, al fin nos enfrentaremos a los posbióticos como iguales. Tal vez dentro de un millón de años, no sé. Pero cuando estemos preparados, será como habéis dicho, nos transformaremos en algo diferente de lo que somos.

Hanno asintió.

—Me pregunto si al final nosotros y nuestros aliados seremos algo más que los iguales de las máquinas.

Sus camaradas lo miraron con cierto asombro.

—He estado jugando con una idea —explicó—. Parece haber funcionado de este modo en la Tierra, y lo que hemos aprendido gracias a los alloi sugiere que puede ser un principio general. La mayoría de los pasos de la evolución no han sido avances triunfales. No, los fracasos de las etapas previas realizaron esos avances…, en palabras de Yukiko, los atavismos y renegados.

»¿Por qué un pez al que le iba bien en el agua se esforzaría para ir a tierra? Lo hicieron aquellos que no podían competir, porque tenían que ir a otra parte o morir. Y los antepasados de los reptiles tuvieron que abandonar los pantanos de los anfibios, las aves tuvieron que volar, los mamíferos tuvieron que hallar nichos donde no hubiera dinosaurios, ciertos simios tuvieron que abandonar los árboles y…, y los fenicios teníamos una estrecha franja de territorio, así que nos lanzamos al mar, y casi nadie iba a América o Australia si estaba a sus anchas en Europa…

»Bien, veremos. Veremos. Dijiste un millón de años, Yukiko. —Rió—. ¿Fijamos una cita? Dentro de un millón de años a partir de hoy, todos nos reuniremos para recordar.

—Primero debemos sobrevivir —dijo Patulcio.

—Somos especialistas en sobrevivir —replicó Peregrino.

Macandal suspiró.

—Hasta ahora. No confiemos demasiado. No hay garantías. Nunca las hubo, nunca las habrá. Un millón de años son muchos días y muchas noches. ¿Podremos?

—Lo intentaremos —dijo Tu Shan.

—Juntos —juró Svoboda.

—Entonces será mejor que aprendamos a compartir mejor que antes —dijo Aliyat.

La nave de un millón de años
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