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Mientras los romanos y los persas se desangraban hasta el agotamiento, Mahoma ibn Abdallah, en la lejana Makkah, tuvo visiones, predicó, tuvo que huir a Yathrib, prevaleció sobre sus enemigos, dio a su refugio el nuevo nombre de Medinat Rasul Allah, la Ciudad del Apóstol de Dios y murió siendo amo de Arabia. Su califa o sucesor Abu Bakr reprimió revueltas y lanzó esas guerras santas que unían al pueblo y propagaban la fe por el mundo.
Seis años después que las tropas del emperador Heraclio reclamaran Tadmor, las tropas del califa Ornar la tomaron. Al año estaban en Jerusalén, y un año después el califa visitó la ciudad santa, atravesando triunfalmente una Siria subyugada mientras los correos traían noticias de que los estandartes islámicos se internaban en el corazón de Persia.
El día que el califa pasó por Tadmor, Aliyat, desde su azotea fue testigo del esplendor: gallardos caballos, camellos con ricos caparazones, jinetes cuyos yelmos, cotas de malla, lanzas y escudos relucían al sol, capas de color ondeando en el viento, trompetas, tambores y profundos cánticos. La calle y el oasis eran un hervidero de conquistadores. Pero ella había notado que la mayoría eran flacos y estaban toscamente vestidos. Lo mismo ocurría con la guarnición, cuyos oficiales llevaban una vida sencilla, humillándose cinco veces diarias ante Dios cuando la llamada del almuecín gemía en el viento.
No eran tan malos gobernantes. Exigían tributo, pero era soportable. Transformaron algunas iglesias en mezquitas, pero dejaron vivir a los cristianos y judíos en la paz que habían impuesto por la fuerza. El cadí, su juez principal, administraba justicia bajo la arcada del extremo este del peristilo, cerca del ágora, y aun los más humildes podían apelar directamente a él. La irrupción de los árabes había sido demasiado rápida para perjudicar mucho el comercio, que pronto empezó a revivir.
Aliyat no se sorprendió demasiado cuando Zabdas le dijo, con ese tono que implicaba que la enviaría a una habitación del fondo si ella se oponía: —He tomado una gran decisión. Esta casa abrazará el Islam.
No obstante, ella guardó silencio entre las sombras que la única lámpara arrojaba en el dormitorio. Al fin habló lentamente, clavándole los ojos.
—Éste es un asunto de suma importancia. ¿Te han obligado?
—No, no. No obligan a nadie…, excepto a los paganos, por lo que he oído —sonrió vagamente—. Prefieren que la mayoría sigamos siendo cristianos, para que podamos poseer tierras, algo que no pueden hacer los creyentes, y pagar tributo por ellas, así como los demás impuestos. Mis charlas con el imán han sido arduas. Pero desde luego no puede rechazar a un converso sincero.
—Obtendrás muchas ventajas.
—¿Me llamas hipócrita? —preguntó enrojeciendo hasta la raíz del pelo.
—No, por cierto que no, mi señor.
—Te comprendo —dijo en un tono más moderado—. Esto te conmociona, pues te han educado para adorar a Cristo. Piensa, sin embargo, que El Profeta jamás negó que Jesús también fuera un profeta. Simplemente no fue el último, aquel a quien Dios reveló la plena verdad. El Islam barre con las supersticiones acerca de un sinfín de santos, los sacerdotes que se interponen entre un hombre y su dios, los insensatos mandamientos y restricciones. Sólo tenemos que reconocer que hay un Dios y que Mahoma es su profeta. Sólo tenemos que vivir con rectitud. —Alzó el índice—. Piensa. ¿Podrían los árabes haber arrasado con todos los obstáculos, tal como han hecho y harán, si su causa no fuera bendita, si su fe no fuera verdadera? Deseo que nos acerquemos a la verdad, Aliyat. —La miró con ojos entornados—. Deseas la verdad, ¿no es cierto? No puede dañarte, ¿no? Ella avanzó hacia él.
—He oído que el hombre que se vuelve musulmán debe someterse a lo mismo que los niños judíos.
—Eso no me incapacitará —rezongó él, encolerizándose—. No espero que una mujer comprenda estos asuntos profundos. Sólo confía en mí.
Ella tragó saliva, y se impuso calma, mientras se acercaba a Zabdas.
—Confío en ti, mi señor —murmuró. Tal vez debía incitarlo a engendrar un tercer hijo con ella, y tal vez ése sobreviviera para devolver sentido a su vida. Él rara vez la poseía y casi siempre cuando ella lo provocaba con esa misma esperanza. Era como si Zabdas la temiera cada vez más.
En cuanto al cambio de religión, tenía menos importancia de la que él suponía. ¿En qué habían ayudado los santos durante tantos años?