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—Verás —procuró explicar Patulcio—, hice Un bien mi trabajo que me quedé sin ocupación.
La conservadora de Oxford, quien por razones que él desconocía ahora usaba el nombre Theta-Ennea, enarcó las cejas. Era esbelta y atractiva, pero bajo los penachos que brotaban de la cabeza calva debía de haber un magnífico cerebro.
—Los registros indican que eras eficiente —dijo o canturreó—. Pero ¿por qué crees que podrías hallar una ocupación aquí?
Patulcio volvió los ojos hacia la ventana de vidrio de esa oficina anacrónica. En la calle Mayor el viento jugaba con la luz y las sombras de las nubes. Enfrente soñaban los bellos edificios de Magdalen College. Tres personas pasaron, mirando y tocándose. Patulcio sospechó que eran jóvenes, aunque era imposible saberlo.
—Esto no es un mero museo —replicó Patulcio—. Vive gente en la ciudad. La conservación de las cosas da un carácter especial a sus relaciones mutuas y sus relaciones contigo. Eso crea una especie de comunidad. Mi experiencia…, ellos deben tener problemas, nada serio, sino cuestiones de derechos conflictivos, deberes, necesidades. Hacen falta procedimientos mediadores. Los procedimientos son mi especialidad.
—¿Puedes ser más específico? —preguntó Theta-Ennea.
Patulcio la miró.
—Primero tendría que conocer la situación, la índole de la comunidad, las costumbres y expectativas, así como las reglas y regulaciones —admitió—. Puedo aprender pronto y bien. —Sonrió—. Lo hice durante dos mil años o más.
—Ah, sí. —Theta-Ennea también sonrió—. Naturalmente cuando pediste una entrevista, consulté el banco de datos. Fascinante. Desde la Roma de los cesares hasta los imperios Bizantino y Otomano, la República Turca, los Dinastas y…, sí, una historia tan maravillosa como prolongada. Por eso te invité a venir en persona. También yo tengo una anticuada preferencia por lo concreto y lo inmediato. Por lo tanto, tengo este puesto. —Suspiró—. No es una sinecura. Confieso que no tuve tiempo para asimilar todo lo que aprendí sobre ti.
Patulcio rió entre dientes.
—Francamente, me alegra. No me agradó ese estallido de fama cuando los supervivientes nos dimos a conocer. Fue agradable volver al anonimato.
Theta-Ennea se reclinó detrás del escritorio de madera, una posible antigüedad donde no había nada más que una pequeña omniterminal.
—Si no recuerdo mal, te uniste bastante tarde a los demás.
Patulcio asintió.
—Una vez que la estructura burocrática se derrumbó irreversiblemente. Nos habíamos mantenido en contacto, por cierto, y me acogieron con gusto, pero nunca he intimado con ellos.
—¿Por eso te has esforzado más que ellos para integrarte al mundo moderno?
Patulcio se encogió de hombros.
—Quizá. No soy propenso al autoanálisis. O quizá tuve una oportunidad que ellos no tuvieron. Mi talento es para la… no, «administración» es una palabra muy presuntuosa. Supervisión de operaciones; las humildes pero esenciales tareas que mantienen en funcionamiento la maquinaria social. O mantenían.
Theta-Ennea bajó los párpados y lo examinó atentamente.
—Has hecho algo más que eso en los últimos cincuenta o cien años.
—Las condiciones eran especiales. Por primera vez en mucho tiempo, tuve la oportunidad de tomar decisiones. No es mérito mío. Mera coincidencia histórica, para ser franco contigo. Pero obtuve experiencia.
Ella reflexionó de nuevo.
—¿Quieres explicarte? Dame tu interpretación de esas condiciones.
Él parpadeó sorprendido.
—Sólo puedo decir trivialidades —declaró con voz vacilante—. Bien, si insistes. Los países avanzados o, mejor dicho, las culturas de alta tecnología, han ido muy lejos, muy deprisa. Ellos y las sociedades que no habían asimilado la revolución se transformaron casi en especies diferentes. Las segundas tenían que adaptarse, pues las demás posibilidades eran horribles, pero la diferencia en modos de vida pensamientos, comprensión, era abismal. Yo estaba entre los pocos que podía hablar y funcionar con cierta eficacia a ambos lados de ese abismo. Di la asistencia que podía brindar a esa pobre gente, creando una organización adecuada para facilitar la transición… cuando vuestra gente ya no tenía una burocracia anticuada y humana dedicada al papeleo, y no sabía cómo formarla. Eso fue lo que hice. No lo hice solo —concluyó—. Mis disculpas por explayarme sobre lo obvio.
—No es tan obvio —dijo Theta-Ennea—. Hablas desde un punto de vista que no tiene equivalentes. Me gustaría oír mucho más. Me ayudaría a comprender mejor a esas generaciones que contribuyeron a hacer de este lugar lo que fue. Porque nunca pude entenderlas. A pesar de mi curiosidad y mi amor, nunca pude sentir lo que sentían. Apoyó los brazos en el escritorio y continuó compasivamente.
—Pero tú, Gneo Cornelio Patulcio, y los muchos otros nombres que has tenido…, a pesar de ellos, a pesar de tus recientes labores, también tienes que comprender. No, no tengo un empleo para ti. Debías haberlo sabido. ¿Cómo explicártelo si no lo sabes?
»Entendiste que ésta era una comunidad como las que conociste, donde los moradores comparten ciertos intereses y cierta identidad común. Debo decirte…, esto no es sencillo, porque no está explícito; rara vez la gente comprende qué ocurre, como no lo comprendía en tiempos de Augusto ni de Galileo, pero yo paso la vida tratando de sondear las corrientes de la Historia. —Rió consternadamente—. Excúsame, permíteme retroceder y empezar de nuevo.
»Excepto por algunos enclaves moribundos, la comunidad en cuanto tal se ha disuelto. Aún usamos la palabra y empleamos ciertas formalidades, pero están tan vacías de sentido como un rito de fertilidad o un acto electoral. Hoy somos individuos puros. Nuestras lealtades, si la palabra «lealtad» aún significa algo, van dirigidas a varias y cambiantes configuraciones de personalidades. ¿No lo habías notado?
—Bien, eh…, sí, pero…
—No te puedo ofrecer trabajo —concluyó Theta-Ennea—. Dudo que alguien te lo pueda ofrecer aquí. Sin embargo, si te interesa permanecer un tiempo en Oxford, podemos hablar. Creo que podríamos aprender algo el uno del otro.
Aunque no sé para qué te servirá después, pensó sin decirlo en voz alta.