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Aliyat no había previsto las consecuencias del cambio. El Islam irrumpió en Siria de repente. Zabdas lo estudió antes de tomar su decisión, pero ella sólo se enteró cuando todo hubo concluido.
El Profeta había impuesto sobre las mujeres de la fe las antiguas usanzas de Arabia. En público debían usar el gashmak, el grueso velo que ocultaba todo salvo los ojos, y también en casa, en presencia de todo hombre que no fuera el padre, el hermano, el esposo o el hijo. El adulterio se castigaba con la muerte. Las habitaciones de hombres y mujeres estaban separadas, como si en medio de la casa hubiera una pared invisible de cuya puerta el amo tenía la única llave. La sumisión de la mujer al esposo no estaba limitada por la ley y la costumbre como entre los cristianos y judíos; mientras durase el matrimonio, era total y él tenía derecho a mutilar o matar a la desobediente. Al margen de tareas tales como hacer compras, ella no tendría nada que ver con el mundo exterior; el esposo, los hijos que con éste tuviera y la morada de él serían su universo. Para ella no había iglesia, ni compartiría con él el Paraíso.
Así se fue explicando Zabdas a medida que surgía la oportunidad. Aliyat no estaba muy segura de que la Ley fuera tan unilateral. Estaba convencida de que en la mayoría de las familias la práctica la suavizaba. Fuera como fuese, era una prisionera.
Incluso se le negó el solaz del vino. Qué más daba, pensó cuando se aplacó su furia inicial. Había recurrido a él más de lo conveniente.
Curiosamente, sin embargo, con el transcurso de los meses musulmanes se encontró menos sola que hasta entonces. Viviendo juntas, las mujeres de la casa —no sólo ella y las esclavas, sino las esposas y nietas de dos hijos de Zabdas que se habían reunido con él en Tadmor— al principio riñeron, pero luego empezaron a confiar unas en otras. La posición y lozanía de Aliyat la habían alejado de todas. Ahora que la veían compartir la impotencia de las demás, las mujeres descubrieron que podían pasar por alto esas cosas. Si le contaban sus problemas, ella hacía lo poco que podía para ayudarlas.
Por su parte, aprendió, poco a poco, que no estaba aislada del todo. En algunos sentidos, tuvo mayor contacto con la ciudad del que había tenido desde la muerte de Barikai. Aunque ella estuviera encerrada, las mujeres de menor jerarquía debían hacer ciertos recados, y tenían parientes con quienes chismorreaban a la menor oportunidad; y a nadie le importaba ser severo con los humildes, ni pensaba que tuvieran oídos agudos, ojos abiertos ni mentes inquisitivas. Tal como el contacto de una mosca hace vibrar la tela hasta alejar a la araña acechante, así llegaban a Aliyat los jirones de información.
No estaba presente cuando Zabdas fue a ver al cadí poco después de su conversión; pero, dado lo que se oía y decía, y lo que ocurrió después, al fin creyó poder reconstruirlo casi como si hubiera escuchado sin ser vista.
Habitualmente, el cadí atendía las súplicas en público. Todos eran libres de asistir. Ella habría podido hacerlo, si hubiera tenido una queja. Lo pensó y llegó a la desalentadora conclusión de que no la tenía. Zabdas no abusaba de ella. Le daba lo necesario. Si ya no la visitaba en el lecho, ¿qué podía esperar una mujer de noventa años, aunque le hubiera dado un hijo que aún vivía? La sola idea era obscena.
Zabdas pidió una audiencia privada y el cadí se la concedió. Los dos se sentaron en la casa de Mitkhal ibn Dirdar y bebieron zumo de granada helado mientras hablaban, sin prestar atención al eunuco que los servía; pero éste tenía conocidos fuera, quienes a su vez conocían a otras personas.
—Sí, claro que puedes divorciarte de tu esposa —dijo Mitkhal—. Es fácil de hacer. Sin embargo, bajo la Ley ella retiene toda la propiedad que le pertenecía, y entiendo que ella aportó una buena cantidad al matrimonio. En todo caso, debes velar para que ella no quede desvalida ni carezca de protección. —Y añadió juntando los dedos—. Más aún, ¿deseas ofender a sus parientes?
—La buena voluntad de Hairan vale poco hoy en día —replicó Zabdas—. Sus negocios andan mal. Los demás hijos de Aliyat, los de su primer matrimonio, apenas la reconocen. Pero los requerimientos que tú describes podrían causar inconvenientes.
Mitkhal lo miró de hito en hito.
—¿Por qué deseas librarte de esta mujer? ¿Qué falta ha cometido?
—Orgullosa, resentida, huraña… No —reconoció Zabdas, intimidado por esa mirada—. No puedo, con franqueza, decir que sea contumaz.
—¿No te ha dado un hijo?
—Una niña. Los dos anteriores murieron pronto. La niña es menuda y enfermiza.
—Es poco fundamento para una acusación, amigo mío. La simiente vieja da frutos frágiles.
Zabdas optó por entender mal.
—Vieja, sí, pero ¡por el Profeta! He consultado. Debí hacerlo antes, pero… señor, ella raya en los cien años.
Los labios del cadí formaron un silencioso silbido.
—Y sin embargo…, uno oye rumores… ¿Acaso no es atractiva? Y tú me dices que conserva la salud y la fertilidad.
Zabdas se inclinó hacia delante. La luz del sol se filtraba por el enrejado de una ventana moteándole la calva. Detrás de patillas ralas, las verrugas del cuello se le hincharon cuando graznó con voz ronca.
—¡Es antinatural! Hace poco perdió un par de dientes y yo creí que al fin, al fin… Pero le están creciendo otros nuevos, como si fuera una criatura de seis o siete años. Debe de ser una bruja, o un ifrit, un demonio, o… Eso es lo que solicito. Eso es lo que pido, una investigación, la certeza de que puedo librarme de ella sin… sin temer su venganza. ¡Ayúdame!
Mitkhal alzó la palma.
—Un momento —dijo con suavidad—. Cálmate. En verdad tenemos aquí una maravilla. Pero todas las cosas son posibles para Dios el Omnipotente. Ella no ha sido impía ni pecaminosa, ¿verdad? Tal vez hayas hecho bien en mantenerla recluida, puesto que tú, el esposo, sentías este terror. Si la historia se difundiera y cundiese el pánico, quizá la hubieran atacado en las calles. Ten cuidado con eso. —Y añadió severamente—: Los antiguos patriarcas vivieron hasta cerca de los mil años. Si Dios el Omnipotente cree oportuno permitir que Aliyat viva hasta los cien sin envejecer, ¿quiénes somos para cuestionar Su voluntad o adivinar Su propósito?
Zabdas agachó la cabeza. Los pocos dientes que le quedaban castañeteaban.
—No obstante… —murmuró.
—Mi consejo es que la conserves mientras no te haga daño, pues ello es justicia para tu esposa y prudencia para ti. Mi decreto según la Ley, es que no le hagas daño cuando ella no te ha causado ninguno, ni presentes acusaciones infundadas. —Mitkhal cogió su copa, bebió, sonrió—. Pero, si acostarte con un vejestorio te parece indecente, tuya es la opción. ¿Has pensado en tomar una segunda esposa? Se te permiten cuatro, además de las concubinas.
Zabdas se aplacó. Guardó silencio un instante, mirando un rincón del cuarto. Luego sonrió y murmuró:
—Agradezco a mi señor su sabio y misericordioso juicio.