4

La guerra devoró una generación, pero al fin Heraclio venció. Acosó a los persas hasta que pidieron la paz. Veintidós años después de marcharse, los romanos entraron de nuevo en Tadmor.

Los seguía un nuevo residente, Zabdas, un mercader de especias de Emesa, una ciudad más grande y más cercana a la costa, y por lo tanto más rica y gobernada con más celo. La firma de la familia de Zabdas tenía una filial en Tadmor. Después del caos de la batalla y del último cambio de gobernantes, necesitaba reorganización, una mano astuta que llevara las riendas y un ojo alerta a las oportunidades.

Zabdas llegó y se puso al frente. Tenía que establecer contactos y alianzas con los lugareños. Su reciente viudez era un obstáculo, y pronto empezó a buscar esposa.

Nadie le habló a Aliyat de él, y cuando Zabdas visitó a Hairan por primera vez fue por negocios. La dignidad de la casa, del huésped y de ella misma exigían que Aliyat estuviera entre las mujeres qué le daban la bienvenida antes de que comieran los hombres. Por mera rebeldía, o eso creyó, ella dejó sus insípidas ropas de abuela y se vistió con recato pero con elegancia. Notó que él se quedaba atónito al enterarse de quién era; los ojos de ambos se cruzaron, y ella intentó controlar el estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. Zabdas era un hombre bajo de cincuenta años, pero erguido y despierto, con pocas canas y un rostro bien conformado. Intercambiaron cortesías rituales. Ella regresó a su habitación.

Aunque a menudo le costaba escoger un recuerdo específico entre los muchos que la acuciaban, ciertas situaciones se repetían con tal frecuencia que le habían proporcionado experiencia. Entendía bien lo que significaban las furtivas miradas de Hairan, las palabras que le decía y las que callaba. Notaba la creciente excitación en las esposas y esclavas, incluso en los niños mayores. No podía dormir, caminaba o se escapaba al anochecer. Había perdido el consuelo que a veces hallaba en los libros.

No se sorprendió cuando al fin Hairan quiso verla en privado. Fue un anochecer de invierno, cuando casi todos se habían ido a acostar. Hairan la hizo entrar, la acompañó hasta un taburete acolchado, se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra, detrás de una mesa donde había vino, dátiles, tonas. Permanecieron un rato en silencio. Las lámparas de bronce relucían en el suave fulgor que arrojaban. La luz fluctuaba sobre las estampas florales de los frescos, los rojos, azules y marrones de una alfombra, los pliegues de la túnica y las arrugas del rostro de Hairan. Tenía el pelo cano y le había crecido el vientre. Pestañeó con ojos débiles. El brocado verde y oro que vestía Aliyat le ceñía las curvas; sobre la toca, una guirnalda de oro enmarcaba las cejas claras.

—¿Quieres un refrigerio, madre? —invitó él en voz baja.

—Gracias. —Ella cogió una copa. El vino le relució en la lengua. La bebida y la comida también eran un consuelo. No habían perdido el sabor con los años, y ella no había engordado.

—No tienes que agradecérmelo. —Hairan desvió los ojos—. Es mi deber procurar tu bienestar.

—Lo has cumplido muy bien, hijo.

—Hice lo posible. —Deprisa, sin mirarla—: Sin embargo, tú eres desdichada entre nosotros. ¿Verdad? Aún no soy ciego ni sordo. Nunca te quejas, pero no puedo evitar notarlo.

Ella envaró el cuerpo, dominó la voz.

—Es verdad. No es culpa tuya ni de nadie. —Debía obligarse a herirlo—. Quizá tú te sientas como un joven atrapado en carnes que envejecen. Bien, yo soy anciana atrapada en carnes que permanecen jóvenes. Sólo Dios sabe por qué.

Él entrelazó los dedos.

—¿Qué edad tienes? ¿Setenta años? Bien, algunas personas llevan bien sus años y son muy longevas. Si vivieras cien años con buena salud, no sería inaudito. Dios te lo conceda. —Aliyat notó que él evitaba mencionar que, excepto por los dientes gastados, ella no revelaba rastros del tiempo transcurrido.

Debía alentarlo a decir lo que él deseaba decir.

—Entenderás que mi inutilidad me pone muy inquieta.

—¡No es preciso! —exclamó él. Alzó los ojos. Aliyat vio que estaba sudando—. Oye, Zabdas, un hombre respetable, un mercader, ha pedido tu mano en matrimonio.

Lo sabía, pensó ella.

—Sé de quién hablas —dijo en voz alta, sin mencionar las cautas indagaciones que había realizado—. Pero él y yo nos vimos una sola vez.

—Ha preguntado por ti, ha hablado a menudo conmigo y… es un hombre honorable, acaudalado y con excelentes perspectivas para el futuro, un viudo que necesita esposa. Comprende que tú eres mayor que él, pero no cree que eso sea un obstáculo. Tiene hijos crecidos, nietos por venir, y sólo desea una compañera. Créeme, me he cerciorado de ello.

—¿Deseas esta unión, Hairan? —preguntó Aliyat en voz baja.

Bebió un sorbo mientras él tartamudeaba, acariciaba la copa, miraba aquí y allá.

—Jamás te obligaría, madre —dijo al fin—. Simplemente creo… que puede convenirte. No negaré que él ofrece ciertos acuerdos comerciales que serían… ventajosos. Mi empresa ha pasado tiempos difíciles.

—Lo sé. —Hairan quedó sorprendido, y Aliyat añadió con tono hiriente—. ¿Creías que yo era ciega o sorda? Trabajé al lado de tu padre, Hairan, como jamás me dejaste trabajar contigo.

—Yo…, madre, no quise…

—Oh, has sido tan amable como sabes serlo. —Rió—. Olvidemos ese tema. Cuéntame más.

La nave de un millón de años
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