15

Una cabina sólo tenía espacio para un asiento, una cómoda que también oficiaba de escritorio con terminal, y una litera; pero la litera tenía anchura para dos. Patulcio había pegado estampas en las paredes, escenas que ya no existían en las ciudades. El equipo sónico emitía un murmullo de jazz del siglo veinte. Era la única clase de música en la que él y Aliyat se ponían de acuerdo. Los estilos posteriores eran demasiado abstractos para ella, las más antiguas melodías del Próximo Oriente evocaban malos recuerdos.

Yacían juntos, compartiendo tibieza y sudor. Pero la pasión de Patulcio siempre se agotaba deprisa; le agradaba remolonear un rato después, fantaseando o charlando, antes de dormirse o ir en busca de un refrigerio.

Aliyat se sentó, se abrazó las rodillas, bostezó.

—Me pregunto qué ocurrirá ahora en casa —le dijo.

—Por lo que sé, «ahora» significa muy poco para nosotros… ahora —respondió él con su habitual parsimonia—. Significará cada vez menos, cuanto más nos alejemos y a mayor velocidad.

—No importa. ¿Por qué no pueden permanecer en contacto?

—Ya sabes. Nuestro motor impide que penetren sus haces.

Ella lo miró de soslayo. Él tenía las manos en la nuca, los ojos en el techo raso.

—Claro, pero los… neutrinos.

—Esas instalaciones son limitadas.

—Sí —dijo Aliyat con amargura—. No valía la pena construir otras para nosotros. Pero apuntando a una estrella que está a un millón de años luz… Patulcio sonrió.

—No tanto. Aunque por cierto está a considerable distancia.

—¿A quién le importa? A fin de cuentas, sólo reciben un material que no pueden descifrar. Ni siquiera creen que esté destinado a nosotros, ¿verdad?

—Sí y no. Es razonable suponer que son mensajes dirigidos «a quien corresponda». A cualquiera que esté escuchando. ¿Pero por qué los remitentes serían tan semejantes a nosotros como para que pudiéramos descifrar los códigos? Además es muy posible que sean robots. Quizás estemos detectando señales destinadas a atraer más robots…, como los que nosotros enviamos hacia ellos.

Aliyat tiritó.

—¿No hay nada vivo allá?

—Lo dudo. ¿Lo has olvidado? Son los lugares extraños de la galaxia. Agujeros negros, nebulosas en condensación, matrices libres… ¿Es ése el termino? La cosmología moderna me desconcierta. Pero sin duda son ámbitos peligrosos, generalmente letales. Al mismo tiempo, cada cual es único. Sin duda todas las civilizaciones con navegación estelar envían robots para investigarlos. Se encuentran donde al cabo se reunirán las máquinas de todos. Por lo tanto, tiene sentido que las que ya están allá envíen mensajes para atraer a otras. Siempre fueron los lugares más probables para hallar indicios de inteligencia, los mejores para que apuntáramos nuestros instrumentos.

—¡Lo sé, lo sé! —protestó Aliyat.

—En cuanto a por qué no hemos recibido ningún mensaje inequívoco de las civilizaciones originarias…

—¡No importa! ¡Quería una bocanada de aire, no una conferencia! Patulcio volvió la cara hacia ella. Arrugó las gruesas facciones.

—Lo lamento, querida. El tema me resulta fascinante.

—También me lo resultaría a mí, si ya no hubiera oído todo esto, una y otra vez. Si se pudiera decir algo nuevo.

—Y si lo dijera alguien nuevo, ¿eh? —preguntó él con tristeza—. Te aburro, ¿verdad?

Ella se mordió el labio.

—Estoy irritable.

Él eludió señalar que Aliyat no había respondido a la pregunta, pero habló con voz más incisiva.

—Sabías que dejabas atrás el torbellino social.

Ella asintió bruscamente.

—Desde luego —replicó—. ¿Crees que no aprendí a esperar, ya en Palmira? Pero eso no quiere decir que me agrade.

Movió las piernas, se levantó, cogió la bata que había dejado colgada de un gancho.

—Además, no tengo sueño. Iré a relajarme a una caja de sueños. —Dando a entender que él no la había satisfecho, que ella había fingido.

Él se incorporó.

—Vas con demasiada frecuencia —protestó sin convicción.

—Es cosa mía. —Aliyat se puso la bata, se detuvo un instante, lo miró a los ojos y desvió la vista hacia otra parte.

—Lo lamento, Gneo. Me estoy portando como una zorra. Deséame mejor humor mañana, por favor. —Se inclinó para acariciarle el vello del pecho antes de partir, descalza como había ido. La superficie de la cubierta era blanda y mullida, casi como césped.

El corredor estaba vacío y poco iluminado a esas horas. La ventilación era como una brisa susurrante. Aliyat dobló un recodo y se detuvo.

Peregrino también se detuvo.

—Hola —dijo Aliyat en inglés americano—. Hace mucho tiempo que no te veo. —Sonrió—. ¿Adonde ibas?

La nave de un millón de años
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