XVIII. El día del juicio
Desde lejos no parecía que hubiera pasado medio siglo. Los picos nevados relucían contra un inefable azul y parecían palpables en la claridad, aunque estaban a setenta kilómetros.
Una carretera angosta trepaba serpeando entre oscuros cedros y nudosos árboles frutales silvestres donde brincaban algunos monos. Después del bosque venían prados salpicados de rocas, intensamente verdes después de las lluvias. Las ovejas y vacas pastaban entre losas de piedra. Diminutas terrazas talladas en las paredes del valle daban maíz, amaranto, alforfón, cebada, patatas. El sol del atardecer arrojaba un fantasma purpúreo sobre las alturas del valle, mientras intrincadas sombras se alargaban sobre las arrugas del terreno. El aire olía a hierba y glaciares.
Cuando la muía llegó cerca de la aldea, Peregrino notó cuántos cambios había en realidad. La mayoría de las casas nuevas no eran de piedra con techo de arcilla sino de madera, de dos o tres pisos, con galerías talladas y pintadas; parecían chalets suizos, una verdadera curiosidad a tan poca distancia del Himalaya. De una casa salían cables. Debía de albergar un generador. Y los tanques de combustible de fuera también aprovisionaban un maltrecho camión. Una antena parabólica servía a varios televisores comunitarios. La gente aún era bhutia, esencialmente tibetana. Los hombres usaban la tradicional chaqueta larga de lana, y las mujeres la túnica con mangas; pero Peregrino vio zapatillas deportivas y téjanos, y se preguntó cuántas personas respetarían aún la mezcla de budismo, hinduismo y animismo que había constituido la fe de sus padres.
Pastores y peones se congregaron para saludarlo, y pronto salieron los que estaban en las casas. Gritaban de entusiasmo. Cada visita del exterior era un acontecimiento, y este recién llegado era extraordinario. Sus dos asistentes eran gurjas, caras conocidas, guías que manejaban los animales y le daban asistencia, pero él era un extraño, vestido como hombre blanco pero con cara ancha y tez bronceada, la nariz protuberante pero el pelo y los ojos semejantes a los de ellos.
Una mujer arrugada y desdentada hizo un abrupto signo contra el mal y se metió en una casa. Un hombre, igualmente viejo, contuvo el aliento antes de inclinarse en una reverencia. Recordaban la visita anterior, y Peregrino lo sabía cuando ellos eran niños y él era igual que ahora.
El gurja de más edad habló con otra mujer, grande y fuerte, que debía de ser una especie de alcalde. La mujer habló con los aldeanos, imponiendo cierta calma. Todos se reunieron alrededor de los viajeros, callando o murmurando, mientras éstos enfilaban hacia una vivienda del linde norte de la aldea.
Esta casa de piedra y madera estaba igual que antes. Seguía siendo la más grande, y sus líneas tenían una gracia exótica. El vidrio de las ventanas relucía. Las sendas de grava serpeaban entre los arbustos, árboles enanos, bambúes y piedras de un pequeño y exquisito jardín. Los criados pertenecían a una nueva generación, pero no el hombre y la mujer que salieron a la veranda.
Peregrino se apeó. Lentamente, ante las miradas de asombro y el silencio, subió la escalinata. Se inclinó ante la pareja, que devolvió el gesto con similar gravedad.
—Bienvenido —dijo el hombre…
—Infinitamente bienvenido —dijo la mujer.
Él era chino, de cuerpo fornido y cara chata e inocente. Ella era japonesa, proporcionada y menuda, alerta como un gato bajo la estudiada serenidad. Ambos usaban túnicas simples, aunque de fina tela.
Habían hablado en nepalés, un idioma que Peregrino conocía muy poco.
—Gracias —respondió en chino mandarín—. He regresado, tal como prometí. —Sonrió—. Esta vez me he tomado el trabajo de aprender un idioma que sabéis.
—Cincuenta años —suspiró la mujer, en esa lengua—. No podíamos estar seguros, sólo esperar intrigados.
—Al fin, al fin —dijo el hombre con voz trémula. Alzó la voz en el dialecto de la tribu—. Les dije que celebraríamos una fiesta de alegría mañana —explicó—. Nuestros criados cuidarán de tus hombres. Por favor entra en casa, donde podremos estar solos y honrarte debidamente… eh…
—John Wanderer —dijo el americano. Juan Peregrino.
—Vaya… así te llamabas antes —dijo la mujer.
Peregrino se encogió de hombros.
—¿Qué diferencia hay, después de tanto tiempo y en un país extranjero? Me agrada el nombre, y lo adopto una y otra vez, y en ocasiones adopto otra versión del mismo. ¿Quiénes sois ahora?
—¿Qué importa ya? —exclamó el hombre con voz gutural—. Somos lo que somos, juntos para siempre.
Conferenciaron en una sala agradable, con mobiliario chino y una variedad de objetos en anaqueles.
La pareja había vivido muchas peripecias antes de construir este hogar. Eso había sido en 1810, por lo que Peregrino deducía del calendario que empleaban. Luego se habían ausentado de cuando en cuando durante años consecutivos, para supervisar los negocios que los mantenían prósperos y comprar recuerdos. Éstos incluían libros; Tu Shan se interesaba principalmente en la artesanía, pero Asagao era una lectora ávida.
En presencia de otro inmortal, optaron por evocar esos antiguos nombres. Era como si hubieran cogido una agarradera; ahora que su mundo se desmoronaba una vez más.
No obstante, la alegría superaba la angustia.
—Teníamos grandes esperanzas de que fueras lo que parecías ser —dijo Asagao—. Grandes esperanzas. Un final para nuestra soledad. La existencia de otros de nuestra especie da sentido a nuestra vida. ¿No es así?
—Lo ignoro —replicó Peregrino—. Además de ti, mi amigo y yo sólo sabemos de uno que está con vida, y rehúsa asociarse con nosotros. Quizá seamos meros fenómenos. —Cogió una taza y bebió un sorbo del picante chong local, seguido por un sorbo de té. Se sintió reconfortado.
—Sin duda estamos en la tierra por una razón, por misteriosa que sea —insistió Asagao—. Al menos, Tu Shan y yo hemos intentado tener algún propósito al margen de la supervivencia.
—¿Cómo nos hallaste hace cincuenta años? —le preguntó el hombre con tono pragmático.
Entonces había sido imposible conversar de veras, pues todo estaba filtrado por un intérprete a quien Peregrino no quería revelar el sentido de las palabras que traducía. Sólo pudo hacer insinuaciones. Pronto intuyó que ellos captaban su intención y hacían lo mismo. Aclararon que no deseaban marcharse, pero no lo invitaron a prolongar su estancia. Aun así fueron muy corteses, y cuando se arriesgó a asombrar al guía sugiriendo que regresaría dentro de cincuenta años, la pareja respondió con un temblor de ansiedad. Hoy todos sabían qué eran.
—Siempre fui inquieto y nunca me agradaron las ciudades, pues nací como hombre de la pradera —contó Peregrino—. Después de la Primera Guerra Mundial recorrí el mundo. Mi amigo Hanno (usa varias identidades, pero entre nosotros es Hanno) amasó una fortuna en Estados Unidos y me dio mucho dinero con la esperanza de hallar a alguien como nosotros. Nepal no era de fácil acceso en esos días, pero supuse que por esa misma razón podría albergar a tales personas. En Katmandú oí rumores acerca de una pareja de las tierras altas que vivía una existencia recluida entre aldeanos a quienes beneficiaban y educaban. La consideraban sagrada, aunque el hombre y la mujer no se privaban de ciertos lujos. Se contaba que cuando envejecían se marchaban en peregrinación, y el hijo de ambos regresaba con una esposa para reemplazarlos. Imaginad cómo me atrajo esa historia.
Asagao rió.
—Desde luego, las cosas nunca fueron tan simples. Nuestra gente no es tonta. Alienta esos rumores porque eso es lo que deseamos, pero sabe muy bien que somos nosotros quienes regresamos. No nos teme ni nos envidia, pues está en su naturaleza aceptar diversos destinos en la vida. Sí, para estas personas somos sagrados y poderosos, pero también somos amigos. Buscamos mucho para hallar un hogar como éste.
—Además —gruñó Tu Shan—, no les interesa tener una invasión de adoradores, buscadores de curiosidades y recaudadores de impuestos. Aun así, tenemos varios visitantes por año, y más últimamente. Circulan ciertas historias. Sólo nuestro alejamiento nos protege.
Peregrino asintió.
—Yo habría ignorado esas historias si no hubiera estado alerta. Pero de todos modos el mundo moderno parece avanzar cada vez más.
—No podemos abstenernos de traer lo que es bueno —murmuró Asagao—. Educación, medicina, conocimientos, todo lo que alivie estas vidas difíciles sin corromperlas.
—Habría pasado de cualquier modo, ¿no creéis? —apuntó Peregrino con tristeza—. Estáis perdiendo el control, ¿verdad?
—Creo que con el tiempo nos estamos volviendo más extraños —contestó Tu Shan—. Y están los inspectores del rey. Por mucho que nos buscaran antes, no hacían tantas preguntas.
—Sabemos que el país está cambiando, el mundo entero está trastornado —suspiró Asagao—. Este lugar nos ha sido grato, pero reconocemos que ahora hemos de desaparecer para siempre de él.
—Si no, daos a conocer —añadió en voz baja Peregrino—. ¿Es eso lo que queréis? Si es así, decírmelo. Me voy mañana, y en América cambiaré mi nombre. —Evitó pronunciar los nombres modernos de Hanno.
—Hemos pensado en ello —admitió Tu Shan—. En el pasado, en ciertas ocasiones, no fingimos. —Hizo una pausa—. Pero siempre ocurría entre el campesinado y siempre podíamos retirarnos y escondernos cuando amenazaba el peligro. Ya no estoy seguro de que podamos seguir haciéndolo.
—No una vez os hayan descubierto. Os localizarán si lo intentáis, pues actualmente cuentan con muchos medios de persecución. Después seréis esclavos. Bien alojados y alimentados, sin duda, pero no recuperaréis la libertad y para ellos seréis como animales de estudio.
—¿Será realmente así de malo?
—Eso me temo —dijo Asagao, y añadió dirigiéndose a Peregrino—: Tu Shan y yo hemos hablado mucho acerca de esto. El rey de Nepal nos tratará con amabilidad, como a sus animales domésticos, pero ¿qué pasará si la China Roja y los rusos requieren nuestras personas?
—Conservar al menos vuestra libertad —les instó Peregrino—. Podréis proclamaros cuando lleguen tiempos más propicios, pero no creo que éstos lo sean, y una vez hayáis actuado, no tendréis elección.
—¿Significan tus palabras que debemos acompañarte?
—Así lo espero, o al menos que me sigáis pronto. Hanno cuidará de vosotros: tiene el poder de obtener cuanto necesitéis, y su poder es grande.
—Podríamos irnos —dijo despacio Asagao—. Como te dije, sabemos cuánta gente se desplaza en la actualidad, y las noticias brincan miles de kilómetros. Hemos visto pasar extranjeros y notamos que les llamábamos la atención. Sentimos la presencia cada vez mayor del gobierno. Así que en las últimas décadas estuvimos aprestándonos, como tantas veces en el pasado. Hemos resuelto no tener hijos en ese período. Nuestros últimos hijos ya son independientes (siempre los criamos en otra parte) y nos creen muertos. Nunca les aclaramos quiénes éramos. —Hizo una mueca—. Les habría dolido demasiado.
—¿Entonces los hijos de dos inmortales son mortales? —susurró Peregrino. Ella asintió. Él meneo la cabeza dolorosamente—. Bien, Hanno y yo a menudo nos habíamos hecho esa pregunta.
—Detesto irme —rezongó Tu Shan.
—Algún día tendremos que hacerlo —respondió Asagao—. Lo sabíamos desde el principio. Ahora al fin podemos contar con refugio, compañerismo, ayuda. Cuanto antes mejor.
Él se movió en la silla.
—Aún tengo cosas que hacer. Nuestros aldeanos nos echarán de menos, y nosotros a ellos.
—La muerte siempre nos arrebató a quienes amábamos. Recordemos a éstos como están hoy, vivos. Que el recuerdo de nosotros se diluya lentamente en una leyenda que nadie más creerá.
El crepúsculo azulaba las ventanas.