5

Los guerreros formaron un círculo. Ahora callaban con dignidad felina, pues ésta era una ocasión ceremonial. El sol poniente sacaba lustre al pelo color obsidiana y a la piel color caoba, encendía llamas en los ojos.

Entre sus hombres, delante del tipi, Quanah recibió los presentes de Tarrant. Dio un discurso en la lengua de su padre, prolongado y sin duda con muchas imágenes, al estilo de sus antepasados. Cuando concluyó, Peregrino, de pie junto al visitante, dijo en inglés:

—Te da las gracias, te llama amigo, y mañana escogerás entre sus caballos el que más te agrade. Un gesto generoso muy en un hombre que está en pie de guerra.

—Sí, lo sé —dijo Tarrant. A Quanah, en español—: Gracias, gran jefe. ¿Puedo pedir un favor, en nombre de la amistad que tan benévolamente nos ofreces?

Herrera, unos pasos atrás, se sobresaltó, se puso tenso y entornó los ojos. Tarrant no había ido a verlo al regresar, sino que había juntado los presentes y había enfilado directamente allí. La noticia se difundió deprisa y Herrera, al ver que se reunían los bravos, había ido por cortesía y por prudencia.

—Adelante —dijo el impasible Quanah.

—Deseo comprar la libertad de esas personas que has sitiado. Serán inútiles para ti. ¿Para qué gastar más tiempo y hombres por ellas? Nos las llevaremos nosotros. A cambio pagaremos un buen precio.

Un agitado murmullo corrió entre los comanches. Los que entendían les susurraban a los que no entendían. Las manos se cerraron sobre las lanzas o los rifles.

Un hombre que estaba cerca del jefe soltó una retahíla de palabras rudas. Era esbelto. Tenía muchas cicatrices y más arrugas en el rostro que las habituales aun entre los indios viejos. Otros mascullaron como asintiendo. Quanah impuso silencio alzando la mano.

—Wahaawmaw dice que tenemos que vengar a nuestros caídos —le comunicó a Tarrant.

—Ellos cayeron honorablemente.

—Se refiere a todos nuestros caídos, durante todos los años y generaciones, las muertes que hemos sufrido.

—Ignoraba que tu gente pensaba así.

—Wahaawmaw era un niño en el campamento donde los rangers capturaron a la madre de Quanah —explicó Peregrino—. Encontró un escondite y escapó a la matanza, pero ellos dispararon a su madre, a su hermano y a dos hermanas pequeñas. Hace poco perdió a la esposa y un hijo pequeño; los soldados usaron una pieza de artillería. Lo mismo ha ocurrido, en varios lugares, a muchos que están aquí.

—Lo lamento —declaró Tarrant—. Pero esas personas no tienen nada que ver con ello y yo…, bien, tengo muchos objetos preciosos como los que he dado al jefe. ¿No son mejores que unos pestilentes cueros cabelludos?

Wahaawmaw pidió derecho a hablar. Continuó varios minutos, gruñendo, susurrando, alzando las manos y gritando al cielo en una cólera rugiente. Cuando terminó y se cruzó de brazos, Peregrino apenas necesitó traducir.

—Dice que esto es un insulto. ¿Los nermernuh van a vender su victoria por mantas y alcohol? Arrebatarán un abundante botín a los texanos, y también los cueros cabelludos.

Había advertido a Tarrant que esperara este desenlace, de modo que Tarrant miró directamente a Quanah y dijo:

—Tengo una oferta mejor. Traemos rifles con nosotros, cajas llenas de cartuchos, cosas que tu gente necesitará tanto como los caballos, si va a la guerra. ¿Cuánto a cambio de esas pobres vidas?

Herrera avanzó un paso.

—No, espere —dijo.

Quanah lo detuvo.

—¿Están con tu equipaje? En tal caso, bien. De lo contrario, es demasiado tarde. Tu compañero ya ha convenido en cambiar las suyas por ganado.

Tarrant se quedó atónito. Wahaawmaw, que debía de haber entendido de qué hablaban, soltó un graznido burlón.

—Pude habértelo dicho —explicó Herrera, en medio del creciente alboroto.

Quanah ordenó silencio mientras Peregrino susurraba al oído de Tarrant.

—Veré si puedo persuadirlos de modificar el trato. Pero pon freno a tus esperanzas.

Inició su discurso. Sus compañeros respondieron en tono similar. En general hablaban con serenidad. Siempre costaba alcanzar un consenso. No tenían gobierno. Los jefes civiles eran poco más que jueces, mediadores, y aun los jefes de guerra sólo mandaban durante la batalla. Quanah esperó a que terminara el debate. Hacia el final, Herrera quiso decir algo. Poco después, Quanah pronunció lo que consideraba el veredicto y el asentimiento circuló entre sus seguidores como una marea. Ya atardecía cuando Wahaawmaw clavó en Tarrant una mirada triunfal.

—Lo has adivinado, ¿verdad? —explicó tristemente Peregrino—. No dio resultado. Aún no han conseguido suficiente sangre, y están sedientos de ella. Wahaawmaw afirma que traería mala suerte dar cuartel, y muchos están dispuestos a creerle. Pueden usar media docena para arrear el ganado del rancho y llevarlo a Nuevo México. Les agrada ese viaje. Y el comanchero les ha dicho que no es hombre de renunciar a lo pactado. Eso los ha puesto quisquillosos en cuanto a su honor. Además… Quanah no presentó ningún argumento, pero saben que tiene una idea para tomar la casa y que le gustaría probarla, y sienten curiosidad. —Calló unos instantes—. He hecho todo lo posible, de verdad.

—Desde luego —respondió Tarrant—. Gracias.

—Quiero que sepas que a mí tampoco me agrada lo que ocurrirá. Alejémonos y no regresemos hasta la mañana…, con Rufus, si lo desea.

Tarrant meneó la cabeza.

—Creo que será mejor que me quede. No te preocupes. He visto bastantes saqueos en el pasado.

—Supongo que sí —dijo Peregrino.

La reunión se disolvió. Tarrant presentó sus respetos a Quanah y caminó entre filas de guerreros, que lo miraban con aire hosco o burlón, hacia el campamento de Herrera. Estaba a varios metros del tipi más cercano. El neomexicano se demoró hablando con algunos hombres.

Sus hijos habían encendido una fogata. Preparaban la cena antes de que llegara el rápido anochecer de la pradera. Largos rayos de sol temblaban en el humo. Las mantas para dormir aguardaban. Rufus estaba sentado con una botella en el puño. Alzó los ojos cuando se acercó Tarrant y preguntó innecesariamente, ya que lo había visto todo:

—¿Qué ha ocurrido?

—No hay trato. —Tarrant se sentó en el pasto pisoteado y tendió la mano—. Beberé un sorbo de whisky. No mucho, y será mejor que tú te cuides. —Sintió la grata mordedura del alcohol en el gaznate—. He fracasado. Peregrino no abandonará a los comanches, y los comanches no aceptan el rescate. —Describió la situación en pocas palabras.

—Ese hijo de perra —jadeó Rufus.

—¿Quién? ¿Quanah? Será un enemigo, pero es honesto.

—No. Herrera. Él podía haber…

El traficante llegó en ese momento.

—¿He oído mi nombre? —preguntó.

—Ahá —gruñó Rufus, y se puso de pie, botella en mano—. Vípera es —masculló en latín. Y continuó en inglés—: Eres una víbora. Un mexicano grasiento. Podías haberle vendido a Hanno…, podías haber vendido al jefe esas armas y…

Herrera se llevó la mano derecha al Colt. Sus hijos se pusieron alerta, desenvainando los cuchillos.

—No podía cambiar un trato que ya estaba hecho —dijo. El español era un idioma demasiado suave para comunicar toda su frialdad—. No a menos que ellos aceptaran, y ellos rehusaron. Eso habría perjudicado mi reputación y mi negocio.

—Seguro, mestizo, siempre estás dispuesto a vender hombres blancos, mujeres blancas, venderlos por… dinero. Dinero de sangre. —Rufus escupió a los pies de Herrera.

—No hablaremos de sangre —dijo con calma el traficante—. Yo sé quién era mi padre. Y lo vi llorar cuando los yanquis nos arrebataron la tierra. Ahora debo cederles el paso en las calles de Santa Fe. El cura me dice que no debo odiarlos, ¿pero debo preocuparme por ellos?

Rufus gruñó y atacó con el garfio. Herrera retrocedió a tiempo. Desenfundó la pistola. Tarrant se levantó de un salto y agarró el brazo de Rufus antes que el pelirrojo intentara desenfundar. Lentamente, los muchachos envainaron los cuchillos.

—Compórtate —jadeó Tarrant—. Siéntate.

—¡No con éstos! —barbotó Rufus en latín. Se zafó—. Y tú, Hanno. ¿No recuerdas? Como esa mujer que salvamos, allá en Rusia. Y ése era un solo hombre que después no le habría abierto el vientre, ni la habría entregado a mujeres con cuchillos y antorchas… —Se alejó de todos sin soltar la botella.

Algunas miradas lo siguieron.

—Déjelo en paz —dijo Tarrant a Herrera—. Pronto volverá a sus cabales, —y añadió sin gran sinceridad—: Gracias por tu paciencia.

La nave de un millón de años
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