25

Macandal miró de hito en hito a los seis que se sentaban con ella a la mesa del comedor.

—Supongo que os imagináis por qué os he hecho venir —dijo.

La mayoría permanecieron inmóviles. Svoboda hizo una mueca. Peregrino le apoyó la mano en el muslo.

Macandal cogió una botella y llenó una copa. El clarete gorgoteó con su color rosado y su aroma impregnó el aire. Ella pasó la botella. Había copas para todos.

—Primero bebamos un trago —propuso.

Patulcio intentó una broma.

—¿Sigues el ejemplo de los antiguos persas? ¿Recuerdas? Cuando debían llegar a una decisión importante, discutían una vez estando sobrios y una vez estando ebrios.

—No es tan mala idea —dijo Macandal—. Mejor que estas drogas y neuroestimulantes modernos.

—Al menos el vino cuenta con una tradición —murmuró Yukiko—. Tiene un sentido que lo trasciende.

—¿Cuánta tradición queda en el mundo? —preguntó con amargura Aliyat.

—Nosotros somos sus portadores —dijo Peregrino—. Somos la tradición.

La botella circuló. Macandal alzó la copa.

—Por el viaje —brindó. Y al cabo de un momento—. Sí, bebed, todos. Esta reunión está destinada a restaurar algo bueno.

—Si no ha sido totalmente destruido —protestó Tu Shan, pero participó con los demás en la pequeña e intensa ceremonia.

—Bien —dijo Macandal—, escuchad ahora. Sabéis que os he perseguido a todos, discutiendo, adulando, rabiando, tratando de abatir esas murallas de furia que habéis construido alrededor de vosotros mismos. Tal vez algunos no hayáis notado que he hablado con cada uno de vosotros. Esta noche lo hacemos abiertamente.

—¿De qué hay que hablar? —preguntó con cierta frialdad Svoboda—. ¿Reconciliación con Hanno? No tenemos rencillas. Nadie ha soñado con amotinarse. Es imposible. Un cambio de curso de regreso a Feacia también es imposible; no tenemos suficiente antimateria. Tratamos de sobrellevar las cosas como podemos.

—Encanto, sabes muy bien que no es así —replicó Macandal con voz acerada—. La cortesía glacial y la obediencia mecánica no nos llevarán a destino. Necesitamos recobrar nuestra camaradería.

—Ya me lo has dicho, y a todos, una y otra vez —masculló Peregrino—. Tienes razón, desde luego. Pero nosotros no la rompimos. Fue él.

Macandal lo miró largo rato.

—Estás muy dolido, ¿eh?

—Era mi mejor amigo —contestó Peregrino, detrás de su máscara.

—Aún lo es. Eres tú quien lo ha excluido.

—Bien, él… —Peregrino calló.

Yukiko asintió.

—Entonces también intentó acercarse a ti —dedujo—. A todos, estoy segura. Con tacto, admitiendo que podía estar equivocado…

—No se ha arrastrado —concedió Tu Shan—, pero ha abandonado su orgullo.

—Sin insistir en que nosotros estábamos equivocados —añadió Svoboda, casi sin querer.

—Aunque tal vez lo estemos —argumentó Yukiko—. Había que escoger, y sólo él podía hacerlo. Al principio tú también querías esto. ¿Estás segura de que no fue sólo tu orgullo lo que te puso contra él?

—¿Por qué cambiaste de parecer y te uniste a nosotros?

—Por vosotros mismos.

Tu Shan suspiró.

—Yukiko me ha sostenido —dijo a los demás—. Y Hanno… bien, no he olvidado lo que hizo por nosotros dos en el pasado.

—Ah, ahora lo veis con mayor claridad —observó Patulcio—. Yo también, yo también. No estoy de acuerdo con él, pero ya no le guardo tanto rencor. ¿Quién le aconsejó cómo hablar con nosotros?

—Ha tenido mucho tiempo para pensar —contestó Macandal.

Aliyat tiritó.

—Demasiado. Ha sido demasiado tiempo.

Svoboda habló sin rodeos.

—No sé cómo podremos recobrar nuestro afecto por él. Pero tienes razón, Corinne, debemos reconstruir… tanta confianza como sea posible.

Todos asintieron. No era una culminación, sino el reconocimiento de algo previsto, tan lento y renuente en su crecimiento que llegaba como una sorpresa.

—Magnífico —dijo Macandal—. Magnífico. Bebamos por eso, y luego nos relajaremos para hablar de viejos tiempos. Mañana prepararé un banquete, haremos una fiesta, lo invitaremos y nos embriagaremos con él… —Soltó una risotada—. ¡Al mejor estilo persa!

Horas después, cuando ella y Patulcio estaban en la habitación de Macandal, preparándose para ir a la cama, él dijo:

—Has estado espléndida querida. Debiste dedicarte a la política.

—Lo hice una vez, en cierto modo, ¿recuerdas? —respondió Macandal con una sonrisa.

—Hanno te lo pidió desde el principio, ¿verdad?

—Eres muy astuto, Gneo.

—Y tú le indicaste cómo comportarse con cada uno de nosotros, mes tras mes. Con cuidado y con paciencia.

—Bueno, le hice sugerencias. Y recibió ayuda de la nave. Consejos. Nunca me habló mucho de ello. Creo que fue una experiencia que le tocó el corazón. —Macandal hizo una pausa—. Él siempre cuidó su corazón, demasiado; supongo que por las pérdidas que sufrió en tantos miles de años. Pero además no es necio cuando debe tratar con la gente.

Patulcio la miró un rato. Ella se había quitado la bata y se erguía ante él, esbelta y oscura. La cara de Corinne contra esa pared con lirios pintados le hizo recordar Egipto.

—Eres una gran mujer —afirmó Patulcio.

—Tú no eres mal tío.

—Gracias por… aceptarme —continuó él—. Sé que te dolió cuando Peregrino se fue con Svoboda. Creo que todavía te duele.

—Es bueno para ellos. Tal vez no ideal, pero bueno; y necesitamos relaciones estables. —Macandal echó la cabeza hacia atrás y rió de nuevo—. ¡Oye, escúchame! ¡Hablo como una asistente social del siglo veinte! —Contoneó las caderas—. Ven aquí, chaval.

La nave de un millón de años
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