6
Durante la tarde, Tom Langford se animó a salir dos veces. Cuando vio el campamento, entró deprisa y atrancó la puerta.
—Sospecho que intentarán un ataque nocturno —dijo al atardecer—. De lo contrario, ¿por qué se demoran tanto? Tal vez de nuevo al amanecer, pero podría ser a cualquier hora. Tendremos que mantenernos alerta. Si los rechazamos de nuevo, quizá se marchen. Los indios no saben cómo sostener un sitio.
Bill Davis se echó a reír.
—No valemos la pena —opinó.
—Los vecinos vendrán, indudablemente, a ayudarnos —aventuró Carlos Padilla en español.
—Sí pero quién sabe cuándo —suspiró Langford—. Suponiendo que Bob haya logrado pasar, los vecinos están muy desperdigados. Quizás haya un destacamento de caballería en las cercanías.
—Estamos en manos de Dios —declaró Susie. Sonrió a su esposo—. Y en las tuyas, querido, y son manos bien fuertes.
Ed Lee se movía y gemía en la cama de los Langford. La herida le había producido fiebre. Los niños estaban agotados.
Primero comieron la cena, habichuelas frías, pan, la leche que les quedaba. No tenían leña, y el agua era escasa. Langford pidió a su esposa que dijera la oración de gracias. A nadie le molestó que Carlos se persignara. Luego los hombres fueron uno por uno detrás de una cortina que Susie había puesto en un rincón para ocultar el cubo que todos debían compartir. Langford lo había vaciado en sus dos salidas. Esperaba que nadie más tuviera ganas de defecar hasta que los indios se hubieran largado. Sería desagradable, en ese encierro con una mujer y una niña. El retrete era de tepe, y aún debía de estar en pie. De lo contrario, usarían la protección de la hierba alta, la libertad de esos acres por los cuales luchaba.
Cayó la noche. Una sola vela ardía en la mesa entre las armas. Los Langford y los peones montaban guardia, dos turnándose para mirar por las troneras mientras otros dos dormitaban en el suelo o junto al pobre Ed. Las estrellas cubrían el retazo de cielo que podían ver. El suelo era una negrura grisácea. La pálida luna sería de escasa ayuda cuando despuntara poco antes que el sol. Entretanto, persistían el frío y el silencio.
Una vez la esposa susurró desde su lado de la habitación:
—¿Tom?
—¿Sí? —Él le echó una ojeada. En la penumbra no veía la suciedad, el agotamiento, las mejillas huecas y las ojeras. Veía a la muchacha de sus días de noviazgo, desde cuyo porche había regresado a casa embelesado.
—Tom, si… si logran entrar y tienes la oportunidad… —Ella contuvo el aliento—. ¿Me dispararías primero?
—¡Claro que no! —exclamó él, horrorizado.
—Por favor. Te lo agradecería.
—Podrías vivir, querida. Venden prisioneros a nuestra gente.
Ella miró el suelo y luego, recordando su deber, espió por la tronera.
—No querría vivir. No después…
—¿Piensas que te abandonaría? Supongo que no me conoces tan bien como creía.
—No, pero tú… Yo estaría sin ti en la Tierra. ¿Por qué no juntos en el Cielo, al mismo tiempo?
Langford sabía que los pieles rojas no le perdonarían la vida. A menos que tuviera suerte, no sería un hombre cuando muriese. Aunque los cuchillos y el fuego, o estar sujeto en una estaca al sol con los párpados cortados, no lo dejarían en condiciones para pensar mucho en eso.
—Bien, quizá consigas salvar a los niños.
Ella agachó la cabeza.
—Sí. Lo lamento. Lo había olvidado. Sí, pensaba de forma egoísta.
—Oh, no te preocupes, cariño —dijo él tratando de aparentar alegría—. No ocurrirá nada malo. La semana próxima nuestra mayor preocupación será cómo evitar el jactarnos a voz en grito.
—Gracias, querido. —Ella miró hacia fuera.
La noche avanzó. La habían dividido en cuatro turnos de guardia, y todos estarían despiertos antes del alba, cuando el ataque era más probable. Cuando el reloj de péndulo dio las tres de la mañana, los Langford terminaron su segundo turno, despertaron a los peones y se acostaron, él en el suelo, ella junto a Ed. Si el hombre herido despertaba de su profundo sueño, ella se daría cuenta y lo atendería. Los otros hombres dispararían mejor cuanto más descansados estuvieran.
Un escopetazo despertó a Langford.
Bill chocó contra la pared y cayó. La bala había atravesado la cabaña y le había dado en la espalda. A la luz de las velas y entre las sombras fluctuantes, su sangre era más negra que su tez.
Carlos se agazapó en el lado norte, apuntando el rifle en vano. Dos anchos cañones entraron por las troneras del oeste. Uno escupió humo y se retiró, reemplazado al instante por otro. Entretanto rugió la segunda arma.
Langford saltó hacia la cama y hacia Susie. En su aturdimiento comprendió. Tres o cuatro enemigos se habían arrastrado al amparo de la noche, despacio, deteniéndose a menudo, sombras en la oscuridad, hasta atravesar las estacas y llegar bajo los aleros. Luego habían insertado las armas, tal vez esperando disparar a alguien en el ojo.
No importaba. Disparando a ciegas, moviendo los cañones a izquierda y derecha, hacían imposible la defensa.
Aumentaron los alaridos. Un estruendo sacudió la puerta. Langford supo que no eran tomahawks, sino un hacha de cortar leña, tal vez suya. Los paneles se astillaron. Una ráfaga apagó la vela. Langford disparó una y otra vez, pero no veía bien. El percutor tocó una cámara vacía. ¿Dónde diablos estaban las armas cargadas? Oyó un grito de Susie. Tal vez tenía que haber guardado una bala para ella. Demasiado tarde. La puerta había caído y la oscuridad estaba llena de guerreros.