8

—¿Cuál es el problema?

La pregunta de Natalia Thurlow era incisiva. O inquisitiva, como una espada al principio de un duelo. Hanno comprendió que ya no podía eludirla. No obstante calló unos minutos, mirando el anochecer estival por la ventana de la sala de estar de Robert Cauldwell. En la parte del vidrio donde su cuerpo mataba los reflejos, veía miles de luces, colina abajo y en la ciudad, hasta la paz que se extendía sobre las aguas. Así había disfrutado Siracusa de su riqueza y felicidad, mientras los mejores mecánicos de la época perfeccionaban sus defensas; y entretanto los austeros romanos se preparaban.

—Ayer volviste a casa como en un sueño —continuó Natalia a sus espaldas—. Hoy te has ido prácticamente al alba, y sólo regresas ahora, aún ensimismado en tus pensamientos.

—Te he explicado por qué —dijo él—. El trabajo se ha acumulado mientras yo no estaba.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué te dedicas aparte del laboratorio Rufus?

El tono desafiante lo obligó a darse la vuelta. Ella estaba rígida, los puños a los costados. El dolor que veía Hanno también lo lastimaba; esa creciente furia era una especie de bálsamo.

—Sabes que tengo ocupaciones en otras partes —le recordó. Ella había visto la modesta oficina que mantenía en el centro, pero él nunca había explicado para qué era.

—¡Claro! Cada vez que intenté llamarte, me respondía el contestador.

—Tuve que salir. ¿Qué querías? Dejé recado de que no me esperaras a cenar.

Había pasado casi todo el día bajo la identidad de Joe Levine, asesorando a un par de contables acerca de la auditoría impositiva de Charles Tomek para que ambos se hicieran cargo mientras él se marchaba por un tiempo imprevisible por cuestiones no especificadas. Ellos ya conocían la situación y muchos detalles, desde luego. Nadie se las veía a solas con el Tío Sam. (¿Y qué producía esa horda de burócratas que fuera valioso para algún alma viviente?). Sin embargo, era preciso aclararles ciertos temas complejos.

Podía resultar costoso librarlos a sus propios medios. No por que pudieran revelar ilegalidades. No había ninguna. Hanno no se permitía fisuras en sus defensas contra el Estado. Pero no podía explicarles por qué no podía localizar al viajero señor Tomek y traerlo de vuelta para que ayudara.

Asuntos efímeros. Prescindibles. Svoboda llegaría pronto, para ser la quinta integrante de la hermandad.

Y después de ella… No pudo contener la aceleración del pulso.

—Pensaba que podríamos cenar en un restaurante —dijo Natalia.

—Lo siento. No habría resultado. He comido un bocadillo. —Mentira. No habría conservado la calma en compañía de Natalia. No era el jugador de póquer que suponía. Quizá Svoboda había despertado algo en su interior, o lo había sacudido hasta resquebrajarlo.

—No me has explicado por qué tenías tanta prisa —suspiró Natalia—. Eres muy cerrado. Sólo ahora comprendo que dices muy poco sobre ti y tus actividades.

—Mira, no discutamos. Sabes que soy taciturno por naturaleza.

—No, no lo eres. Ése es el problema. Hablas, bromeas, comentas, pero al margen de tus ideas políticas de Neanderthal, ¿qué dices en serio? —Él iba a replicar pero ella lo hizo callar con un gesto—. A pesar de eso, he aprendido a leer ciertas pistas. La persona que encontraste en Dinamarca no era el «sujeto prometedor» que describiste con tanta vaguedad. Y cuando regresaste del aeropuerto y miraste la correspondencia, esa carta que te estremeció… No pudiste ocultar del todo tu reacción. Pero supuse que no me la mostrarías ni me la mencionarías.

Claro que no, pensó Hanno. Sobre todo porque Asagao, esa mujercita dulce e ingenua, la había redactado en su inglés torpemente preciso.

—Es privada, confidencial. —¿Una persona en Idaho, otra en Dinamarca?

Demonios. Natalia había visto el remitente. Tendría que haber advertido a los dos asiáticos que no se comunicaran así con él. Pero ellos conocían su identidad de Cauldwell por el laboratorio Rufus, y el complejo Tomek —una organización impersonal donde extraños podrían interceptar los mensajes— no les daba confianza. Y Hanno nunca había pensado que tanto tiempo después ellos pudieran dar con una nueva pista.

Al menos Natalia había tenido la dignidad de no abrir el sobre con vapor. Bien, él le había estudiado el carácter antes de unirse a ella de forma más estable.

¿Pero la comprendía de veras? Natalia era una persona brillante y compleja. Por eso lo atraía. Le habría deparado menos sorpresas si él hubiera sido más franco.

Demasiado tarde, pensó. Sintió una mezcla de tristeza y fatiga. Incluso para una criatura vital como Hanno, había sido un día extenuante.

—Déjame en paz —rezongó—. Ninguno de los dos es dueño del otro.

Ella se envaró aún mas.

—No deseas ningún compromiso, ¿verdad? ¿Qué soy para ti, aparte de una distracción sexual?

—¡Por amor de Dios, basta ya de tonterías! —Avanzó hacia ella—. Lo nuestro ha sido espléndido. No lo estropeemos.

Ella no se movió, pero abrió aún más los ojos.

—¿Ha sido? —susurró.

Él había querido anunciarlo con más gentileza. Tal vez esto era mejor.

—Tengo que irme de nuevo. No sé cuándo volveré.

Volar al este. Como Tannahill, contratar a un detective privado para obtener información sobre la gente de la Unidad, algunas fotos subrepticias, contar con datos para saber si abordarla directamente o no. Entretanto, Svoboda liquidaría sus asuntos en Europa, obtendría el visado, y el billete, abordaría un avión. Aterrizaría en Nueva York. El aislamiento de la finca Tannahill ofrecía una oportunidad de conocerse de veras, de ponerse al tanto sobre el último milenio.

—Y no me dirás por qué —dijo Natalia con voz monocorde.

—Lo lamento, pero no puedo. —Había aprendido tiempo atrás a evitar las mentiras complicadas.

Ella lo miró sin verlo.

—¿Otra mujer? Tal vez. Pero hay algo más. De lo contrario, me habrías echado sin rodeos.

—No, escucha… Mira, Natalia, puedes seguir viviendo aquí, de hecho espero que lo hagas…

Ella negó con la cabeza.

—Tengo mi orgullo. —Lo escrutó con ojos penetrantes—. ¿En qué andas? ¿Con quién estás conspirando, y por qué?

—Te repito que es una cuestión personal.

—Tal vez. Considerando tus actitudes, no estoy segura. —De nuevo alzó la mano—. Oh, no andaré contando historias, sobre todo porque me das muy pocos elementos. Pero tengo que cuidar mi pellejo. Eso lo entiendes, ¿verdad? Si los polizontes me interrogan, les diré lo poco que sé. Porque ya no te debo ninguna lealtad.

—¡Oye, espera! —Tendió la mano hacia ella. Natalia lo rechazó—. Sentémonos a beber un trago y hablemos de esto.

Ella lo estudió.

—¿Cuánto más vas a decirme?

—Yo… bien, te tengo afecto y…

—No importa. Trágate tus historias. Mañana haré el equipaje.

Natalia se marchó. Habría tenido que irme pronto de cualquier modo, pensó Hanno. No puedo llorar por ti, pero tendría que haber sido más fácil. Al menos no ocuparé más los años que te quedan.

Se preguntó si ella, una vez a solas esa noche, rompería a llorar.

La nave de un millón de años
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