4

Llovía cuando la aldea sepultó al primer hijo del Maestro y la Dama. Habían esperado que hubiera sol, pero el brujo y el diminuto cadáver les decían que no tenía sentido aguardar más tiempo. La primavera había llegado tarde ese año. Las sombras y la humedad se prolongaron hasta el verano. Invadieron los pulmones de la niña, que luchó por respirar durante varios días antes de quedarse quieta. Muy quieta, cuando dejó de llorar, sorber y agitarse.

El brujo bajó el ataúd a una cavidad encharcada. Los discípulos estaban cerca de Tu Shan y Li, y el resto de la gente formaba un círculo. Más allá, Li vio nieblas, laderas borrosas, una majestuosidad disuelta en humedad gris que le tamborileaba en la cara, le goteaba del sombrero y le apelmazaba el pelo. La lana mojada apestaba. La leche le provocaba dolor en los senos.

El brujo se levantó, cogió la campanilla que llevaba bajo el cinturón de cuerda y la agitó mientras bailoteaba gritando alrededor de la tumba. Así ahuyentaba los malos espíritus. Los discípulos y otros hicieron girar las ruedas para orar. Todos se mecían. El tosco cántico —honrados antepasados, grandes almas, honrados antepasados, grandes almas— resonó una y otra vez, un rito pagano que el Tao y el Buda apenas habían afectado.

Tu Shan alzó los brazos y entonó palabras más adecuadas, pero gangosas y mecánicas. Las había dicho con demasiada frecuencia. Li ni siquiera prestó atención. Ella también había presenciado demasiadas muertes. No llevaba la cuenta de la cantidad de niños que había alumbrado y perdido. ¿Siete, ocho, doce? Le dolía más ver cómo envejecían. Adiós, hija mía. Que no sientas miedo ni soledad, dondequiera que estés.

Li sentía ahora la firmeza de una resolución.

La ceremonia terminó. La gente murmuró palabras y reanudó sus tareas. El brujo se quedó. Era su tarea llenar la tumba. A sus espaldas, mientras el brujo continuaba su canturreo, Li oyó el impacto de la tierra contra el ataúd.

Los discípulos fueron a las casas de sus respectivos padres. Li y Tu Shan entraron en una casa vacía. Él dejó la puerta entornada para que entrara luz. Los carbones encendidos en el hogar habían entibiado un poco la habitación. Se quitó la chaqueta y la arrojó en la cama mientras soltaba un suspiro.

—Bien —dijo—. Está hecho. —Y al cabo de un rato—: La pobre niña. Pero ocurre. Tendremos mejor suerte la próxima vez, ¿eh? Y tal vez sea un varón.

—No habrá próxima vez, aquí —le respondió muy tensa.

—¿Qué? —Se volvió hacia ella con los brazos a los costados.

—No me quedaré —sentenció, mirándolo a los ojos—. Y tú deberías venir conmigo.

—¿Estás loca? —El miedo cruzó ese semblante habitualmente enérgico—. ¿Te ha poseído un demonio?

Ella negó con la cabeza.

—Simplemente, he comprendido, y cada vez más en los últimos meses. Esta vida no es para nosotros.

—Es apacible. Es feliz.

—Así la ves tú, porque has estado aquí demasiado tiempo. Yo sólo veo estancamiento y sordidez —dijo Li con calma, sin tristeza—. Al principio, sí, después de mis vagabundeos, creí que había hallado un refugio. Tu Shan… —no lo llamaría por su apodo cariñoso hasta que él cediera— he aprendido lo que debiste ver hace siglos. La tierra no tiene refugios para nadie, en ninguna parte.

El asombro de Tu Shan le aplacó la furia.

—Quieres regresar a tus palacios y a tus simiescos cortesanos, ¿eh?

—No. Ésa fue otra trampa. Quiero… la libertad…, ser lo que pueda ser. Lo que podamos ser.

—¡Aquí me necesitan!

Li procuró ocultar su desprecio. Si manifestaba su desdén por esas criaturas casi animales, tal vez lo perdiera. Y era cierto que en su afecto por ellas, su preocupación y compasión, él era mejor que ella. Necesitaba emplear toda su fuerza de voluntad. Si cedía y se quedaba, poco a poco se transformaría en uno de esos aldeanos. Eso podría ayudarla a desprenderse del yo, a liberarse de la Rueda; pero renunciaría a todo posible logro que pudiera alcanzar en la vida. ¿Qué otro modo tenía de escapar de ella, excepto la violencia fortuita?

—Vivían del mismo modo antes de que llegaras —dijo—. Seguirán haciéndolo después. Y contigo o sin ti, no puede ser para siempre. Los Han se desplazan hacia el sur. Los he visto talando bosques y arando la tierra. Algún día tomarán esta comarca.

—¿Adonde podemos ir? —dijo él desconcertado—. ¿Serías de nuevo una mendiga?

—Si es menester, pero sólo por un tiempo. Tu Shan, hay todo un mundo más allá del horizonte.

—No… sabemos nada sobre él.

—Yo sé algo. —A través del hielo de su resolución resplandecía un fuego vigorizante—. Naves extranjeras tocan las costas de China. Los bárbaros avanzan. He oído acerca de grandes tumultos en el sur, al otro lado de las montañas.

—Me habías dicho que estaba prohibido dejar el Imperio…

—¿Qué puede significar eso para nosotros? ¿Qué guardias vigilan los senderos que podemos descubrir? Si no aprovechamos las oportunidades que nos esperan por doquier, no mereceremos nuestras vidas.

—Si nos hacemos famosos, notarán que no envejecemos.

—Podemos arreglárnoslas. El cambio corre sin freno por el mundo. El Imperio no puede permanecer encerrado para siempre en sí mismo, y tampoco esta aldea. Sacaremos partido de ello. Quizá podamos poner dinero a interés por un largo tiempo. Veremos. Mis años han sido más duros que los tuyos. Sé que el caos está lleno de lugares secretos. Sí, podemos caer, podemos perecer, pero hasta entonces habremos estado plenamente vivos.

Él la miró aturdido. Li sabía que necesitaría meses para convencerlo. Bien, contaba con la paciencia de siglos, y valía la pena.

Las nubes ralearon, irrumpió la luz y las gotas de lluvia relucieron como flechas.

La nave de un millón de años
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