5
La boda y la consiguiente celebración fueron una ocasión modesta, casi tímida. Al final la novia fue escoltada hasta el dormitorio del novio y quedó a solas con una criada.
Era una habitación mediana, con paredes blanqueadas y muebles austeros. Habían colgado algunas guirnaldas. Un biombo ocultaba un rincón. Un candelabro de tres brazos daba luz. Sobre la cama había dos batas.
Aliyat sabía que ella debía ponerse la suya. En silencio, dejó que la criada la ayudara. Ella y Barikai habían retozado desnudos bajo el resplandor de las velas. Bien, los tiempos cambiaban, o quizá la gente. Hacía mucho que no participaba en los chismorreos para saberlo.
Cuando la vio desnuda, la esclava de Zabdas exclamó:
—¡Pero mi señora es bellísima!
Aliyat se acarició los costados con las manos. Sintió un cosquilleo, y se dominó para no acariciarse la entrepierna. Esta noche conocería de nuevo el placer verdadero que había añorado durante… ¿cuántos años? Sonrió.
—Gracias.
—Había oído decir que eras vieja —tartamudeó la joven.
—Lo soy —respondió Aliyat con una voz que imponía temor y silencio.
Estuvo un par de horas a solas en la cama. Pensamientos desbocados le cruzaban la cabeza. De cuando en cuando tiritaba de inquietud. Al menos, los días en casa del hijo eran previsibles. Claro que eso mismo los había vuelto horrorosos.
Se irguió sobresaltada cuando entró Zabdas. Él cerró la puerta y la miró un instante. Estaba muy… elegante con el traje de fiesta. La bata de Aliyat era de tela gruesa, y no era ceñida, pero se marcaba el pecho.
—Eres más bella de lo que pensé —dijo él con cautela.
Ella bajó las pestañas.
—Gracias, mi señor —respondió con un nudo en la garganta.
Él avanzó.
—Aun así, eres una mujer discreta, con la sabiduría de tus años —dijo—. Eso es lo que necesito. —Se detuvo ante el icono de san Ephraem Syrus, que era el único adorno fijo de la habitación, y se persignó—. Bríndanos una satisfactoria vida en común —rezó.
Cogió la bata, fue detrás del biombo y apiló pulcramente las ropas encima. Cuando regresó vestido para dormir, se agachó, cubrió cada vela con la mano y las sopló para apagarlas. Se metió en la cama con su habitual economía de movimientos.
Ella extendió los brazos, lo buscó con la boca.
—¿Qué? —exclamó Zabdas—. Tranquilízate. No te haré daño.
—Hazlo, si deseas. —Ella se apretó contra él—. ¿Cómo puedo complacerte?
—Vaya, esto es…, por favor, calma, señora. Recuerda tus años.
Ella obedeció. A veces ella y Barikai habían jugado al amo y la esclava. O al joven y la ramera. Zabdas se apoyó sobre el codo y le acarició la bata con la mano libre. Ella la subió y abrió los muslos. Él montó sobre ella. Le apoyó todo su peso encima, algo que Barikai no hacía, pero Zabdas era mucho más liviano. Quiso guiarlo con la mano, pero él tomó la iniciativa le aferró los pechos cubiertos por la bata y la penetró. No pareció notar cómo ella lo estrechaba con los brazos y las piernas. Pronto acabó todo. Él se separó y se quedó tendido, recobrando el aliento. Ella apenas lo veía como una sombra más en la noche.
—Qué húmeda estabas —dijo con tono preocupado—. Tienes el cuerpo de una mujer joven, además del rostro.
—Para ti —murmuró ella.
Notó que Zabdas se ponía tenso.
—¿Cuántos años tienes, en verdad? —Así que Hairan había evitado decirlo directamente; o quizá Zabdas había evitado preguntar.
Eran ochenta y uno.
—Nunca he llevado la cuenta —fue la respuesta—. Pero no ha habido engaño, mi señor. Soy la madre de Hairan. Yo era muy joven cuando lo tuve, y has visto que llevo mi edad mejor que la mayoría.
—Una maravilla —jadeó él.
—Algo infrecuente. Una bendición. Soy indigna de ello, pero… —debía decirlo—. Mis períodos aún no han terminado. Puedo darte hijos, Zabdas.
—Esto es… —Zabdas buscó una palabra—, inesperado.
—Demos las gracias a Dios.
—Sí. Deberíamos hacerlo. Pero ahora será mejor dormir. Tengo mucho que hacer por la mañana.