30
—Tendrías que ir —dijo Macandal—. De entre nosotros eres la más indicada para comprender.
—No es cierto —dijo Aliyat—, tú siempre…
Macandal sonrió.
—Te has vuelto demasiado tímida, querida. Recuerda los viejos tiempos. Recuerda Nueva York.
Aliyat aún titubeaba. No sabía si podría enfrentarse a los ithagené en una situación crítica. En realidad, dominaba el idioma y las costumbres (al menos en ciertos aspectos) mejor que la mayoría de los supervivientes. Quizá su vida anterior le había aguzado la sensibilidad a los matices. Pero Tu Shan no podía prescindir de su ayuda para cuidar los campos en esa estación de sequía; y en los momentos libres, Aliyat ordenaba el cúmulo de datos y redactaba las experiencias relevantes que comunicaban Peregrino y Svoboda en su exploración de los bosques septentrionales.
—Permaneceré en contacto contigo de todas formas —dijo.
—Bien, sería prudente —replicó la otra mujer—, pero tú estarás allí y serás la única cualificada para tomar decisiones. Te respaldaré. Todos te apoyaremos.
Macandal no era la jefa en Hestia, nadie lo era, pero se aceptaba tácitamente que su palabra era la de más peso en los consejos de los seis. No sólo porque sus opiniones fueran sensatas. Peregrino había dicho una vez: «Creo que nosotros, con nuestra ciencia y nuestra alta tecnología, a más de cuatro siglos-luz de la Tierra, estamos redescubriendo viejas verdades: espíritu, maná, llamadlo como os guste. Incluso, quizá, Dios».
—Además —continuó Macandal—, yo estoy demasiado ocupada.
Siempre lo estaba: sus propias tareas, las que compartía con Patulcio, lo que incumbía a la comunidad; y, con sus tres años, Joseph era varias tareas por sí solo.
—Aparte de mi vientre —rió Macandal. El segundo hijo. La preñez no era un escollo insuperable, los cuerpos se habían habituado a la gravedad de Xenogea, pero valía la pena ir con cautela—. No te preocupes, cuidaremos de tu hombre, y no tardarás mucho en volver. Pero tómate el tiempo que necesites. Esto significa mucho para ellos, y podría significar todo para nosotros.
Aliyat preparó su equipo y sus raciones y se marchó.
Al salir de la casa por la mañana, se detuvo un minuto para mirar. El paisaje aún no resultaba demasiado familiar. Fisuras en las lechosas nubes mostraban retazos de azul pálido. Pero no se veían las nubes que traerían lluvia. El aire cálido y sin brisa estaba impregnado de aromas sulfurosos. El arroyo que bajaba de las colinas del este, atravesando el campamento era apenas un riachuelo, y casi no hacía ruido al despeñarse en el río. En el estuario brillaban barcos y bajíos, más anchos con la marea baja.
No obstante, Hestia permanecía allí. Había tres viviendas y varios edificios auxiliares de cuatro esquinas, de madera sólida. La hierba originaria se había marchitado, pero la irrigación preservaba los árboles y los macizos de rosas, malvas, violetas. Un kilómetro al norte, los robots trabajaban en la granja y los campos; el prado y las vacas eran vividamente verdes y rojos. Más allá, el bote espacial se elevaba sobre el hangar de naves aéreas apuntando al cielo, como un mirador sobre el pequeño reino. Desde esa altura, Aliyat veía un destello más brillante en el horizonte del este. El mar de Amatista.
Sobreviviremos, pensó. En el peor de los casos, los sintetizadores tendrán que alimentarnos a nosotros y al ganado hasta que pase la sequía, y el año que viene tendremos que empezar de nuevo. Oh, espero que no. Hemos trabajado con tanto empeño, con tan pocas máquinas, y hemos depositado tantas esperanzas. Una base más grande, superávit, el futuro, los niños… Está bien, fui egoísta, pues no quise molestarme en tener hijos propios. ¿Pero no es bueno para Hestia que ahora esté libre?
Minoa tenía el aspecto de costumbre. Al sur, más allá del río, los bosques mostraban mil matices —ocre, pardo, bronce verdoso— opacados por la sequedad. Árboles similares bordeaban las tierras despejadas del norte; al oeste se erguían cerros. Sobre las cimas acechaba un borrón blanco, el monte Piteas envuelto en sus brumas.
Nombres humanos. La garganta y la lengua podían imitar el habla de los nativos, de forma comprensible si ellos prestaban atención, pero pronto causaba ronquera, y más difíciles aún eran los conceptos de esa lengua.
Aliyat se despidió de Tu Shan con un beso. Él tenía músculos duros, brazos fuertes. A esa hora ya olía a sudor, tierra, virilidad.
—Ten cuidado —dijo Tu Shan con un dejo de ansiedad.
—También tú —replicó ella. Xenogea, sin duda, albergaba más sorpresas y traiciones de las que habían encontrado hasta el momento. Él había sufrido frecuentes lesiones. Era un encanto, pero se esforzaba en exceso.
Tu Shan negó con la cabeza.
—Temo por ti. Por lo que he oído, se trata de un asunto sagrado. ¿Sabemos cómo actuarán?
—No son estúpidos. No esperarán que yo conozca sus misterios. Recuerda que ellos pidieron que alguien fuese y… —¿Y qué? No estaba claro. ¿Ayuda, consejo, juicio?—. No nos han perdido ese respeto reverencial.
¿De verdad que no? ¿Qué sentía una criatura que no era de la Tierra y era tan distinta? Los nativos habían sido hospitalarios. Les habían cedido ese terreno. Es cierto que les habían ofrecido un terreno más cercano a la ciudad, pero los humanos temían problemas ecológicos. Habían intercambiado no sólo objetos, sino ideas, útiles además de bellas e interesantes. Pero esto sólo probaba que los ithagené —otra palabra griega— tenían sentido común, y quizá curiosidad.
—Debo irme. Pásalo bien.
Aliyat se marchó, cargando con la mochila. Había desarrollado músculos semejantes a los de un cinturón negro de judo, lo cual le daba un andar y una figura muy sexy, pero los huesos seguían siendo frágiles.
Un día nos marcharemos. Feacia espera, con la promesa de ser como la Tierra. ¿Miente? ¿Cuánto echaremos de menos este mundo de penurias y de triunfos? Cuatro ithagene esperaban en el extremo del sendero. Usaban cota de malla y sus filosas alabardas ganchudas relucían. Constituían una guardia de honor, o eso pensó Aliyat. Respetuosos, se dividieron para precederla y seguirla por el sinuoso camino que cruzaba la pared del fiordo y llegaba al río. En el muelle flotante, el enviado aguardaba en la nave que los había traído. Larga y grácilmente curvada en la proa y la popa, se parecía poco a las dos embarcaciones de construcción humana amarradas allí cerca. Pero tampoco había remeros, ni los mástiles tenían velas. Se valía de un generoso obsequio de los terrícolas, un motor confeccionado por los robots fabricantes. Constantes suministros de combustible lo mantenían en marcha.
Los humanos a menudo se preguntaban qué le estaban haciendo a esa civilización, para bien o para mal, y en última instancia, a ese mundo.
Aliyat reconoció a S’saa. No podía pronunciarlo mejor. Hizo lo posible con una frase que en Hestia interpretaban como un saludo formal y una plegaria. «Lo» respondió de la misma manera. («Lo, le, la»: ¿Qué se podía hacer cuando había tres sexos y ninguno se correspondía exactamente con el masculino, el femenino y el neutro, y el idioma carecía de géneros?). Ella y su escolta abordaron la nave, un tripulante la apartó del muelle, otro cogió el timón, el motor ronroneó y avanzaron corriente arriba.
—¿Me puedes contar ahora que deseáis? —preguntó Aliyat.
—El problema es demasiado grave para mencionarlo en otra parte que no sea el Halidom —respondió S’saa—. Cantaremos sobre él.
Notas aguzadas para fijar un tono emocional, para preparar el cuerpo y la mente. Aliyat oía angustia, furia, temor, desconcierto, determinación. Sin duda perdía muchos matices, pero en los dos últimos años había empezado a comprender y sentir esa música, de un modo en que no había comprendido muchas músicas terrícolas. Peregrino y Macandal estaban experimentando con adaptaciones de los sonidos, componiendo canciones de sereno e inquietante poder.
Nadie hubiera pensado que esos seres fueran artistas. Torsos de tonel, algunos con ciento cincuenta centímetros de altura sobre cuatro piernas regordetas, cubiertas con escarnas pardas y correosas que se podían levantar para mostrar una suave superficie rosada destinada a la entrada de fluidos, la excreción, la sensación; no tenían cabeza, sino un bulto arriba, con una boca bajo una escama y cuatro tallos ópticos retráctiles; debajo cuatro tentáculos, cada cual terminado en cuatro dígitos, que se podían endurecer a voluntad. ¿Pero no parecería repulsivo un cuerpo tan exento de escamas como un cadáver desollado? Los humanos tomaban la precaución de andar totalmente vestidos entre los habitantes de Xenogea.
La veloz nave dejó atrás varias galeras que iban en la misma dirección, y luego a diversas embarcaciones de «pesca» o de carga. Ninguna iba corriente abajo; la marea había empezado a subir, y aunque la luna estaba distante ese día, el oleaje río arriba sería considerable. Con la bajamar saldrían las naves de carga. Ésta era una nación (?) de navegantes que cazaban grandes bestias acuáticas y cultivaban grandes campos de algas, comerciaban en las costas y entre las islas, ocasionalmente luchaban contra piratas o bárbaros u otros enemigos. Con el mayor tacto posible, los seis de Hestia se negaban a proporcionar ayuda militar porque desconocían sus códigos, sencillamente, esa civilización parecía ser la más avanzada del planeta, pero algún día querrían entablar relaciones con otras. Sin duda, sus amigos locales habrían hallado usos bélicos para lo que adquirían de ellos, además de los pacíficos.
Transcurrieron un par de horas. En el lado sur, el bosque cedía paso a huertos y sembradíos. El follaje estaba reseco. En el norte, mientras los cerros se elevaban en el fondo, los peñascos bajaban suavemente. Se irguieron torres en la brumosa distancia, cobrando nitidez. Se elevaban sobre los mástiles apiñados a lo largo de los muelles; Aliyat desembarcó en Xenocnosos.
Custodiada por el río y la flota, la ciudad no necesitaba murallas externas. Peristilos y fachadas con intrincadas esculturas se elevaban a lo largo de calles anchas y limpias. El vidrio reverberaba en colores contrastados. El efecto no era desconcertante sino armonioso, como de árboles y viñas entrelazadas o algas en una corriente submarina, extrañas de contemplar en un mundo tan parsimonioso. Allí no se veía la turbulencia de las multitudes humanas; incluso las miradas y comentarios que provocaba Aliyat eran decorosos. Eran las voces las que bailaban, gorjeaban, crecían, se unían, las voces y los sonidos de instrumentos.
No todo era así. Al escalar un cerro, Aliyat vio un campamento fuera de la ciudad, un mísero abarrotamiento de refugios improvisados. Los habitantes estaban incómodamente apiñados y guardias armados rondaban la zona. Aliyat sintió un escalofrío. Ésa debía de ser la razón por la cual la habían llamado.
En la cima del cerro se erguía el edificio que llamaban el Halidom. La intemperie había dado un tono ambarino a la piedra. En la Tierra jamas había existido semejante combinación de bóvedas y arcadas entrelazadas y ramificadas, ventanas en espiral y aleros con forma de cáliz. Allí la imaginación nunca había avanzado en esas direcciones. Cuando ellos transmitieran las imágenes, la arquitectura, la música, la poesía y muchas otras cosas quizá tuvieran un renacimiento, si a los humanos aún les interesaban esas cosas.
S’saa la acompañó al interior. Una vasta cámara en penumbra se abrió ante ellos. Los poderosos de Xenocnosos se habían reunido, expectantes, en un semicírculo ante una tarima. Allí se encontraban los tres (uno de cada sexo) que reinaban o presidían. Al oír hablar de ellos desde el espacio, Hanno había propuesto denominarlos la Tríada, pero los de Hestia luego consideraron que Trinidad era un nombre más adecuado.
Aliyat se acercó.
Esa noche llamó por radio desde el apartamento que le habían prestado. Se instaló allí: el mobiliario era poco adecuado, pero le bastaba. La ventana sin postigos dejaba penetrar la tibia oscuridad, el chasquido de la brisa. La pequeña luna cornúpeta teñía las nubes y arrojaba fantasmagóricos reflejos sobre el río. Varias fogatas ardían entre la gente del campamento.
El agotamiento le apagaba la voz, aunque su mente rara vez estaba tan lúcida.
—Hemos discutido el tema todo el día —dijo—. No es que el problema sea complicado en sí mismo, pero atañe a creencias, tradiciones, prejuicios, todo lo que está tan arraigado en una persona… Pensad en un celta pagano y un musulmán pío tratando de ponerse de acuerdo sobre el estatus y los derechos de las mujeres.
—Los ithagene han tenido la sabiduría de pedir una opinión externa —señaló Patulcio—. ¿Cuántas sociedades humanas hicieron tal cosa?
—Bien, esto no tiene precedentes —intervino Peregrino desde lejos—. Nunca tuvimos verdaderos alienígenas en la Tierra. Tal vez en el futuro nos beneficiemos… Continúa, Aliyat.
—Es el modo en que se reproducen.
—Copulando en el agua dulce, que tenía que estar quieta para que hubiera concepción; era esencial una concentración de cierta materia orgánica disuelta. En un mundo donde la mayoría de las regiones estaban normalmente húmedas, eso no presentaba más inconvenientes que la pérdida de la capacidad para sintetizar vitamina C en el cuerpo para la especie humana—. Recordaréis que la gente de la ciudad usa ese lago de las colinas, detrás de la ciudad. —Lago Sagrado era el nombre humano, dado que hacer el amor parecía ser un rito religioso en esa sociedad—. Bien, en las inmediaciones, la mayoría de los demás lagos se han secado tanto que son inservibles. Los habitantes se han reunido para solicitar acceso al Lago Sagrado ahora que ha concluido la cosecha. También está muy mermado, pero queda suficiente para todos si las parejas, o mejor dicho triplejas, se turnan. —Aliyat rió—. ¡Nuestra especie lo aprobaría! Pero desde luego los ithagene no lo ven a nuestro modo. Lo que ha levantado en armas a los habitantes de Xenocnosos es la idea de que unos forasteros profanen este misterio, la presencia de su espíritu tutelar, dios o lo que fuere. La Trinidad dijo a los campesinos que se marcharan y esperaran a que acabaran los malos tiempos. De todos modos, no deben procrear hasta que vuelvan las lluvias. Pero ya sabéis acerca de los nacimientos anuales sagrados…
—Sí —dijo Tu Shan—. Viven como primitivos, la mortalidad infantil es muy elevada, entienden que deben ser fecundos a cualquier precio.
—El reino, toda esta sección de Minoa, está al borde de la guerra civil —dijo Aliyat—. Incluso hubo muertes. Ahora, las tribus han enviado aquí a dos o tres mil personas que insisten en que pronto, ocurra lo que ocurra, irán al lago. Nada podrá detenerlas salvo una matanza. Nadie quiere eso, pero los demás no pueden ceder sin causar grandes conmociones.
Macandal soltó un silbido.
—Y nosotros no teníamos ni idea. Si hubieran acudido antes a nosotros.
—Supongo que no se les ocurrió hasta que estuvieron desesperados —comentó Patulcio—. Si no encontramos una solución rápidamente, sospecho que será demasiado tarde.
—Para eso fuiste tú, Aliyat —dijo Macandal—. Por las insinuaciones de S’saa, entendí que se trataba de algo así y tú, con tu experiencia… ¡No me interpretes mal!
—No me ofendes —dijo Aliyat—. Creo haber logrado una comprensión de lo que ocurre. Quizá no sirva de nada.
—Cuéntanos —rogó Svoboda.
Si se pudieran usar palabras humanas que tuvieran sentido al expresar emociones ithagené, pensó Aliyat, al ver la reacción de la asamblea la mañana siguiente.
—¡No! —exclamó el «le» de la Trinidad—. ¡Imposible!
—No es así, oh Previsores —sostuvo Aliyat—. Se puede hacer rápida y fácilmente. Mirad. —Desplegó un papel. Allí estaba copiada una transmisión de Hestia a una máquina que Aliyat llevaba consigo: una fotografía aérea ampliada de Lago Sagrado y sus inmediaciones. Los ithagené no se oponían a que los sobrevolaran, aunque ninguno había aceptado una invitación para volar. (¿Lo impedía el instinto, una prohibición o qué?). Aliyat señaló el mapa—. El lago está en una cuenca alimentada por lluvias y afluentes. Aquí, a poca distancia, hay una hondonada. Si talamos los árboles y arbustos, y cavamos un canal a través de la pendiente, parte del agua dadora de vida desbordará para llenarla, y a vosotros os quedará bastante cuando se cierre de nuevo el canal. Allí, fuera de la vista de vuestra gente, los campesinos podrán engendrar de acuerdo con sus propias costumbres. Esto sería una empresa difícil para vosotros, pero ya conocéis nuestras máquinas y explosivos. Lo haremos por vosotros.
Cuchicheos y susurros llenaron la oscuridad.
S’saa se dirigió a Aliyat, combinando la lengua nativa con el escaso lenguaje humano que dominaba el «lo».
—Aunque son reacios, aceptarían para impedir males peores. Sin embargo, temen que los habitantes se nieguen y tomen la propuesta como una amenaza mortal. Conociendo a Kth y Hru’ngg, los líderes, creo que es verdad. Pues un lugar de la vida no es cualquier lago; está consagrado por el uso, por la vida que ha dado en el pasado. Procrear en otra parte desquiciaría el mundo. Quizá las lluvias no regresaran nunca, o los infractores no tuvieran más nacimientos.
Aliyat sintió el peso de la consternación.
—¡No creeréis semejante cosa!
—Los que estamos aquí, no. Pero ellos son simples campesinos. Y es verdad que no todos los lagos otorgan la bendición. Muchos no lo hacen, aunque los probamos en alguna otra ocasión.
—Eso es porque… ¡Oh cielos! ¿De qué sirve?
—Fluye agua de tus ojos. ¿Estás invocando?
—No, yo…, no tenéis una palabra. Sí, invoco a los muertos, y la pérdida y… ¡Esperad, esperad!
—Brincas, alzas los brazos, emites ruidos.
—Tengo una nueva idea. Tal vez esto sirva. Debo preguntar al consejo. Luego debo… acudir a los habitantes y… averiguar si les parece bien.
Aliyat se volvió hacia la Trinidad.
Durante varios días el cielo había estado despejado, un azul duro como hierro, ni una nube salvo en el oeste. De vez en cuando relámpagos y truenos surcaban un paisaje sin viento mientras el ocaso enrojecía esas regiones. Los rayos del sol penetraban por las brechas y bañaban los valles hasta ensangrentar el nuevo lago. Negros árboles se perfilaban contra el poniente. Los cientos de ithagené reunidos se transformaron en masas de sombra, una muralla alrededor del agua. Su canto palpitaba como un corazón.
De entre ellos salieron los Extraños, tres parejas, pues se sabía que tal era su naturaleza. A la derecha caminaban los Previsores de la Ciudad, con antorchas colgadas de estacas para proporcionar luz; a la izquierda, más antorchas llameaban y humeaban entre los Jefes Sembradores. Éstos se detuvieron en la margen. Los seis avanzaron.
Aliyat sintió bajo los pies la dureza del césped ahogado. El agua le lamía los tobillos, las rodillas, la entrepierna. Aún conservaba la tibieza del día, pero cierta frescura se elevaba desde abajo, un compromiso con años venideros.
—Aquí nos detenemos —dijo—. El fondo desciende abruptamente. Si seguimos pronto tendremos el agua hasta la cabeza. —No pudo reprimir una risita—. Eso nos dificultaría continuar con tanta pompa, ¿eh?
—No sé qué debemos hacer —confesó Tu Shan.
—No mucho. A fin de cuentas tenemos la ropa puesta, y ellos no saben cómo hacemos nuestros bebés. Pero debemos tomarnos tiempo y… —Con repentina timidez—: Y convencerlos de que nos estamos amando.
Él la rodeó con los brazos. Ella lo estrechó. Se besaron. En la sombra del crepúsculo, entrevio a Patulcio y Macandal, Peregrino y Svoboda. Un himno llegó desde la costa.
Una orgía en una piscina, pensó locamente. Ridículo. Absurdo como hacer el amor, como todo lo humano, todo lo vivo. Vinimos de esas estrellas que parpadean allá arriba para representar un rito de fertilidad de la Edad de Piedra.
Pero funcionaba. Consagró el lago, encendió la magia. Minoa aguardaría en paz la resurrección de la tierra.
—Tu Shan —susurró Aliyat, abrazándolo—, cuando regresemos a casa, quiero un hijo tuyo.