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Odiaba dormir en su lugar de trabajo. En Chicago tenía un apartamento a cinco calles. Habitualmente se iba a casa a las dos o tres de la mañana, y tenía las tardes libres; entonces la clientela raleaba y Sadie podía arreglarse. Iba de compras al centro, disfrutaba del sol y las flores en Jackson Park, visitaba uno de los museos construidos después de la Exposición Colombina, o viajaba en tranvía a la campiña, quizá con alguna de las chicas, a veces sola, pero siempre como una dama.
Bajo el fulgor de las lámparas de gas, la cenicienta acera estaba desierta como la luna. Aunque caminaba con paso ligero, sus pisadas le resonaban en los oídos. Dos hombres salieron del callejón, dos sombras hasta que se le acercaron.
Sofocó un jadeo. Sintió un escalofrío. El de la derecha era una mole maloliente, con la barba crecida. El de la izquierda era casi un niño. No tenía color en la cara salvo el reflejo de los faroles, amarillo como pus, y cada tanto soltaba una risita tonta.
—Hola, Srta. Ross —dijo el grandote con voz ronca—. Bonita noche, ¿eh?
Tonta, se dijo, tonta, debí tener cuidado, debí contratar a un guardaespaldas, pero no, no quise hacerlo, tenía que ahorrar cada céntimo para comprar más años de libertad… Con una fuerza de voluntad que ya era un antiguo hábito, mató el miedo. No podía permitírselo.
—No os conozco —dijo—. Dejadme en paz.
—Oh, nosotros la conocemos. El señor Santoni la señaló en la calle cuando pasaba. Nos pidió que tuviéramos una pequeña charla con usted.
—Marchaos o llamaré a la policía.
El chico protestó.
—¡Calla, Lew! —dijo el grandote—. Te impacientas demasiado. —Y a ella—: No sea así, Srta. Ross. Sólo queremos charlar un rato. Venga, calladita.
—Hablaré con tu jefe, el señor Santoni. Hablaré con él de nuevo si insiste. —Un modo de comprar tiempo—. Hoy mismo, sí.
—Oh, no. No tan pronto. Él dice que ha sido poco razonable.
—Él quiere añadir mi local a su cadena, quiere terminar con todos los establecimientos independientes de la ciudad, tenemos que obedecer su voluntad y pagarle tributo. ¡Cristo, antes de que sea demasiado tarde, mándanos un hombre con una escopeta recortada!
Ya era demasiado tarde para ella.
—Quiere que Lew y yo charlemos primero con usted. No puede perder más tiempo discutiendo, ¿entiende? Ahora venga calladita y estará bien, Lew, guarda esa maldita navaja.
Trató de correr. Un largo brazo la detuvo. La aferraron con eficacia: si se resistía se dislocaría el hombro. A la vuelta de la esquina aguardaba un cabriolé con su cochero. Poco después llegaron a un edificio.
El grandote tuvo que frenar al chico varias veces. Luego le pasaba una esponja, le hablaba con calma, le daba un cigarrillo y empezaban de nuevo. Valiéndose de experiencias pasadas, evitó daños que serían permanentes incluso para ella. De hecho, el cabriolé la dejó frente a la casa de un médico.
Los del hospital se sorprendieron de la rapidez de su curación y la falta de marcas. Aunque no la interrogaron, entendieron de qué se trataba y no les sorprendió que fuera dócil, gentil y risueña. Bien, un cuerpo tan extraordinario debía de generar una personalidad igualmente flexible.
Carlotta Ross redujo sus pérdidas, vendió lo que pudo y se perdió de vista. Nunca había oído hablar del rival que luego liquidó a Santoni. Rara vez se molestaba en vengarse. Al final el tiempo se encargaba de eso. Se contentaba con empezar de nuevo en otra parte, advertida de antemano.