5

—Nos amábamos. Nunca tuve miedo de amar, Clara. Tú deberías aprender.

La otra mujer apagó el cigarrillo y cogió otro.

—¿Qué sucedió? Laurace arrugó el ceño.

—Una nave del gobierno lo interceptó en 1924. Donald intentó escapar y abrieron fuego. Lo mataron.

—Oh. Lo lamento.

Laurace recobró la compostura.

—Bien, tú y yo estamos familiarizadas con la muerte. —Con más calma—: Me dejó un cuarto de millón en bienes negociables. Yo necesitaba alejarme. Vendí mis clubes nocturnos y pasé cuatro años viajando. Irlanda, Inglaterra, Francia. En Francia mejoré mi francés y estudié acerca de África. Fui a Liberia, luego a las colonias de esa costa, esperando descubrir algo sobre mi antepasados. Entablé amistades en la selva y perfeccioné lo que había aprendido en los libros: cómo viven esas tribus, cuáles son sus leyes, su fe, ritos, sociedades secretas, tradiciones. Eso me incitó a regresar vía Haití, donde también pasé un tiempo.

—¿Vudú? —Clara puso ojos como platos.

Voudun —corrigió Laurace—. No magia negra. Religión. Algo que ha sostenido a los seres humanos en una de las historias más crueles de este mundo, y todavía los sostiene en medio de la más espantosa pobreza y opresión. Recordé a gente, de aquí, y regresé a Harlem.

—Entiendo —jadeó Clara—. Fundaste un culto.

—Y estás pensando: «Qué buen negocio.» —dijo Laurace con cierta hosquedad—. No se trata de eso.

—Oh, no. No quise decir…

—Sí, quisiste —suspiró Laurace—. Una idea natural. No te culpo. Pero lo cierto es que no necesitaba ganar dinero con la superstición. Las inversiones que había hecho antes de viajar al extranjero habían ido bien. No me gustaba cómo andaba la Bolsa, y me largué a tiempo. Mi situación es cómoda. —Con seriedad—: Pero estaba mi gente. También estaba el problema de mi supervivencia a largo plazo. Y ahora, la tuya.

Clara demostró desconcierto.

—¿Qué has hecho, pues, si no has fundado una iglesia?

Laurace habló deprisa, con voz impersonal:

—Las iglesias y sus líderes son demasiado conspicuas, especialmente si alcanzan cierto éxito. Lo mismo ocurre con los movimientos revolucionarios. Por otra parte, no deseo una revolución. Sé bien que se gana poco con el derramamiento de sangre. Tú lo debes saber aún mejor.

—Nunca pensé en ello como tú —dijo Clara con humildad. El cigarrillo humeante le colgaba entre los dedos.

—Lo que estoy organizando es…, llámalo una sociedad, basada en el modelo africano y haitiano. Recuerda, esas organizaciones no están destinadas al delito ni al placer; forman parte de la cultura, carne y hueso además de espíritu. La mía contiene elementos de religión y magia. En Canadá tuve contacto con el catolicismo, que es una de las raíces del voudun. No digo a nadie a qué iglesia debe concurrir, pero abro la posibilidad de ser no sólo un cristiano, sino de pertenecer a todo el universo viviente. No lanzo maldiciones ni otorgo bendiciones, sino que digo palabras y celebro ritos donde soy… no una diosa ni un mesías, ni siquiera una santa, sino la que está más cerca de la comprensión, del poder.

»También tenemos un aspecto práctico. Un haitiano sabría a qué me refiero por el nombre que he adoptado. Pero no me interesa obtener el control… ni mediante el voto, como los republicanos y demócratas, ni mediante la violencia, como los comunistas, ni mediante la persuasión, como los socialistas. No, mi política consiste en una apacible reunión de individuos bajo un liderazgo que han aceptado libremente, ayudándose a construir una vida y un futuro para sí mismos.

Clara meneó la cabeza.

—Lo lamento, no entiendo a qué te refieres.

—No te preocupes —respondió Laurace con calidez—. Entretanto, considéralo desde el punto de vista espiritual: ofrezco a mis seguidores algo más que alcohol y coca. En cuanto a la parte material, ahora que las colas para el pan se han alargado, cada vez más personas acuden a nosotros, negros, blancos, portorriqueños, todas las razas. De puertas afuera, somos sólo una organización más entre los centenares de grupos que socorren a los menesterosos. Discretamente, a medida que los recién llegados se muestran dignos de confianza y avanzan en nuestros grados de iniciación, los incorporamos a una comunidad donde se sienten integrados, pueden trabajar y creer, con modestia pero con nobleza y esperanza. A cambio, me brindan ayuda cuando la necesito. —Hizo una pausa—. Hoy no te puedo explicar mucho más. Aprenderás. A decir verdad, yo también estoy aprendiendo. Nunca tracé un gran plan sino que me abrí paso a tientas, y sigo haciéndolo. Quizás esto se desmorone o se deteriore. Pero quién sabe…, no puedo preverlo. El liderazgo de una inmortal debería ser importante, pero aún no sé cómo utilizarlo. Sé que no nos conviene llamar mucho la atención.

—¿Puedes hacerlo?

—Podemos intentarlo. El «podemos» te incluye a ti, espero. —Laurace llenó su copa de vino—. Brindemos por el mañana.

Clara participó en el brindis pero con ciertas reservas.

—¿Tienes planes para… el futuro?

—Muchos —respondió Laurace—. Y tú puedes intervenir. Ahorras tu dinero, ¿verdad? Bien, nuestra organización tiene problemas financieros. Necesitamos capital para operar. Hay grandes oportunidades. Por ejemplo, desde el crack las acciones están a precios bajísimos.

—Porque hay una depresión. Creí que habías abandonado el mercado.

Laurace rió.

—Si hubiera previsto lo que ocurriría hace dos años en octubre, habría vendido en el momento oportuno y hoy sería dueña de Wall Street. Pero no soy bruja, ni pretendo serlo, y he aprendido a ser cauta. Eso no significa que sea tímida ni tonta. Mira, las depresiones no duran para siempre. La gente siempre querrá hogares, coches, cosas buenas y sólidas; tarde o temprano volverá a tener poder adquisitivo. Quizá tardemos cincuenta años en obtener ganancias, pero los inmortales pueden esperar.

—Entiendo. —La cara de Clara se iluminó—. De acuerdo…, con esas expectativas, también yo puedo esperar cincuenta años.

—No es preciso. Los tiempos están cambiando.

—Lo que quieren los hombres no cambiará.

—No, aunque quizá las leyes cambien. No importa. Clara, líbrate de esa sórdida ocupación en cuanto puedas.

—¿Para qué? ¿Qué otra cosa puedo hacer? No sé nada excepto… —Con turbada resolución—: No seré un parásito. De ningún modo.

—Oh no —respondió Laurace—. No aceptamos parásitos. Además del dinero que aportes, te ganarás tu mantenimiento. Quizá no sepas valorarla aún, pero tienes una experiencia de mil cuatrocientos años, con la sagacidad y la intuición que eso significa. Quizá la tuya sea una sabiduría amarga, pero la necesitamos.

—¿Para qué?

—Para construir nuestra fuerza.

—¿Eh? Aguarda, has dicho…

—He dicho que no me propongo derrocar al gobierno ni adueñarme del país, nada tan estúpido ni efímero como eso —declaró Laurace—. Mi meta es exactamente la contraria. Quiero construir algo tan fuerte que nos permita decir «No» a los esclavistas, a las turbas de linchamiento y a los dueños del estado.

»Unos hombres capturaron a mi padre, se lo llevaron con cadenas y lo vendieron. Me persiguieron cuando escapé, y me habrían atrapado si otros hombres no hubieran desobedecido la ley. Hace unos años, dispararon al hombre que amaba sólo por brindar un placer que según ellos nadie debía disfrutar. En cierto modo tuvo suerte. Pudo haber muerto antes, en esa guerra inútil. Podría continuar, pero ¿para qué? Tú podrías decir más, pues has vivido mucho más tiempo.

»¿De dónde viene tanta muerte y desdicha, por qué unos hombres dominan a otros?

»No me confundas. No soy anarquista. Los seres humanos están hechos de tal modo que unos pocos siempre gobernarán a muchos. A veces tienen buenas intenciones, a pesar de todo. Creo que los fundadores de Estados Unidos las tenían…, pero eso no sobrevive mucho tiempo.

»Quienes deseamos llevar nuestra propia vida sólo hallaremos cierta seguridad parcial creándola desde nuestro interior. Unidad. Perseverancia. Los medios para ser independientes de los poderosos. Sólo guiando a los pobres y desamparados hacia esta meta, podemos los inmortales ganarla para nosotros. ¿Estás conmigo?

La nave de un millón de años
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