4

Las estrellas y la luna daban buena luz. Las silenciosas calles estaban desiertas. A veces pasaba una patrulla y el fulgor de un farol bañaba el metal, encarnación de ese poder que mantenía la paz en la ciudad. Un hombre podía caminar tranquilo.

Cadoc bebió el aire nocturno. El calor era menos sofocante, y el humo, el polvo, los hedores y las pestilencias habían disminuido. Al acercarse al Kontoskalion, olió a brea y sonrió. Los olores evocaban recuerdos. Una galera en el puerto egipcio de Sor, curtida por fabulosos mares, y su padre junto a él, cogiéndole la mano… Se llevó esa misma mano a la nariz. El vello le hizo cosquillas en el labio. Un aroma de jazmín, el perfume de Aliyat, y quizás un dejo de su dulzura. Se habían dado un largo beso de despedida.

Y sentía una dichosa fatiga. Rió entre dientes. A su llegada, ella había dicho que el gran Bardas Manasses le había enviado un mensaje: no podría visitarla esa noche según lo planeado, así que ella y su amado tendrían tiempo de más, un obsequio de Afrodita. «He descubierto qué significa fuerza inmortal», ronroneó ella al fin, abrazada a Cadoc.

Cadoc bostezó. Dormiría bien. Si tan sólo pudiera tenerla al lado… Pero los sirvientes ya habían notado que ella sentía predilección por ese extranjero. Era mejor no llamar la atención. Los chismes podían llegar a oídos inconvenientes.

¡Pero pronto, pronto!

De golpe se ahondó la oscuridad. Había tomado por una calleja, cerca del puerto y de su posada. A ambos costados se erguían altas paredes de ladrillo, dejando arriba un retazo de cielo. Anduvo más despacio, para no tropezar con nada. El silencio también era profundo. ¿Pisadas a sus espaldas? Recordó que varias veces había entrevisto la misma figura encapuchada. ¿Era mera coincidencia que siguieran el mismo rumbo?

Un destello de luz, un farol en un callejón le cegó por un instante.

—¡Es él! —oyó. Tres hombres salieron del callejón y resplandeció una espada.

Cadoc dio un salto atrás. Los hombres se desplegaron, derecha, izquierda, frente. Lo tenían arrinconado contra una pared.

Desenvainó el cuchillo. Dos de los atacantes portaban armas similares. No gastó saliva en gritos de protesta ni en pedir auxilio. Si no podía salvarse solo, era hombre muerto. Se desabrochó la túnica con la mano izquierda.

El espadachín se lanzó al ataque. El farol, que había quedado en la boca del callejón, lo transformaba en una sombra, pero Cadoc le vio un destello de luz en la cadera. Tenía una cota de malla. El acero susurró. Cadoc se movió a un costado. Arrojó la túnica contra la cara invisible, arrancándole una maldición y desviando el arma. Cadoc saltó a la derecha. Esperaba esquivar al que estaba allí, pero el sujeto era hábil y le cerró el paso. Lo atacó con la daga. Cadoc habría recibido la puñalada en el vientre si no hubiera contado con su vigor de inmortal. Detuvo el golpe con el cuchillo y retrocedió.

Los ladrillos le mordieron la espalda. Estaba acorralado, pero se defendió. Los dos hombres con dagas recularon. El espadachín se dispuso a atacar de nuevo.

Se oyeron sandalias sobre adoquines. La luz centelleó sobre una barba cobriza. El garfio de Rufus se hundió en la garganta del espadachín. Rufus movió el garfio salvajemente. El hombre soltó la espada, se agarró al garfio, cayó de rodillas. Soltó un graznido a través de la sangre.

Cadoc se agachó, cogió la espada y se irguió. No manejaba muy bien ese arma, pero había tratado de dominar todas las artes de la lucha a través de los siglos. Uno de los contrincantes se apartó. Cadoc giró a tiempo para detener al segundo, que estaba a sus espaldas. La hoja dio contra un brazo, haciendo crujir el hueso. El hombre gritó, trastabilló y huyó.

Gruñendo, Rufus extrajo el garfio y fue en busca del otro atacante, que también desapareció en la noche. Rufus se detuvo y dio media vuelta.

—¿Estás herido? —jadeó.

—No. —Cadoc también estaba sin aliento. Le martilleaba el corazón. Pero tenía la mente fría y despejada como hielo flotando en el mar de Thule. Miró al hombre con cota de malla, quien se contorsionaba entre gemidos y perdía mucha sangre—. Vámonos… antes de que… alguien venga. —Tiró la espada delatora.

—¿A la posada?

—No. —Cadoc echó a trotar. Recobró el aliento, se le apaciguó el pulso—. Éstos me conocían. Por lo tanto, sabían dónde esperar y deben de saber dónde me alojo. Quien los haya enviado querrá intentarlo de nuevo.

—Pensé que sería buena idea seguirte. Dejaste un buen tesoro en casa de ese cerdo de Phanar.

—No debería enorgullecerme de mi inteligencia —dijo el consternado Cadoc—. Tú has demostrado mucha más que yo.

—Bah, estás enamorado y eso es peor que estar ebrio. ¿Adonde vamos? Supongo que las calles principales son seguras. Quizá podamos despertar a otro posadero. Yo tengo suficiente dinero, si tú no tienes.

Cadoc meneó la cabeza. Habían salido a una avenida, desnuda y opaca bajo la luna.

—No. Vagaremos hasta el amanecer, luego nos mezclaremos con gente que salga de la ciudad. Éstos no eran vulgares matones, ni siquiera asesinos a sueldo. Armadura, espada…, por lo menos uno de ellos era un soldado imperial.

La nave de un millón de años
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