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La lluvia arreciaba. Limpiaba el calor y la mugre, convertía el aire en una humareda gris y maloliente. El caracoleo de los relámpagos transformaba el color en mercurio, y el trueno sofocaba el ruido de los motores, las bocinas, el agua que goteaba de las ruedas. Un rayo apuñaló el Empire State Building y se diluyó en la telaraña de acero que había bajo la mampostería. Los coches y autobuses llevaban los faros encendidos a plena tarde. Aun en el centro había pocos peatones, y se encorvaban bajo los paraguas o corrían de las marquesinas a los toldos. No se conseguían taxis.
En las afueras, la calle de Laurace Macandal estaba desierta. Habitualmente era una calle ajetreada, llena de bullicio y luces incluso después del anochecer. Pequeños clubes nocturnos habían surgido entre los modestos inquilinatos del vecindario, y ella había reformado esa vieja mansión. A pesar de los malos tiempos, los blancos aún iban a Harlem a disfrutar del jazz, el baile, la comedia y esa despreocupación que atribuían a los negros. En ese momento todos se quedaban dentro esperando que mejorase el tiempo.
Laurace miró un reloj y llamó a una de las criadas.
—Escucha bien, Cindy. No has estado demasiado tiempo en el servicio, y hoy sucederá algo importante. No quiero que cometas errores.
—Sí, Mama-lo —dijo la muchacha con tono reverente.
Laurace meneó la cabeza.
—Eso, por ejemplo. Ya te he dicho que soy «Mama-lo» sólo en momentos sagrados.
—Perdón…, señora: —Las lágrimas enturbiaron los ojos de la muchacha. La mujer que hablaba con ella parecía joven pero antigua como el tiempo; alta, delgada, con un vestido marrón de austera elegancia, en la muñeca izquierda un brazalete con una serpiente de plata, en la garganta un medallón dorado donde un círculo y un triángulo entrelazados rodeaban un rubí; tez oscura, cara angosta, nariz arqueada, pelo lacio y rígido—. Siempre lo olvido.
Laurace sonrió y dio unas palmaditas a la mano de la criada.
—No temas, querida. —Su voz, que podía sonar como una trompeta, cantaba como un violín—. Eres joven y tienes mucho que aprender. Pero quiero que entiendas que mi visitante de hoy es especial. Por eso no habrá hombres por aquí excepto Joseph, y él se quedará cuidando el coche. Tú ayudarás en la cocina. No salgas de allí. No, no es que atiendas mal la mesa, y eres más bonita que Conchita, pero ella tiene más categoría. La categoría se debe ganar, no sólo mediante el servicio sino mediante la devoción y el estudio. Tu momento llegará, sin duda. Ante todo, Cindy, debes guardar silencio. No debes decir una palabra a nadie, nunca, acerca de quién es mi huésped ni de lo que llegues a ver u oír. ¿Entiendes?
—Sí, señora.
—Bien. Ahora vete, niña. Oh, y mejora tu inglés. Nunca irás a ninguna parte si no demuestras cultura. Si no tienes cultura. El maestro Thomas me dice que tampoco andas bien en aritmética. Si necesitas ayuda, pídela. La enseñanza no es sólo su trabajo, sino su vocación.
—Sí, señora.
Laurace inclinó la cabeza y cerró los grandes ojos como si escuchara algo.
—Tu buen ángel revolotea por aquí —dijo—. Ve en paz.
La muchacha se alejó, pulcra en su uniforme almidonado, radiante de repentina alegría.
A solas, Laurace se paseó por la sala, cogió objetos, los acarició y luego los dejó donde estaban. Había decorado esa sala al estilo Victoriano: paneles de roble, muebles pesados, alfombra y cortinas gruesas, vitrinas para curiosidades selectas, un anaquel de libros aún más selectos encima de los cuales descansaba el busto blanco de un hombre que había sido negro. Las bombillas eléctricas del candelabro de cristal eran opacas; la lluvia creaba una atmósfera crepuscular. El erecto era cautivante sin ser abiertamente extraño.
Cuando, por una ventana, vio llegar el coche, Laurace olvidó sus inquietudes y se enderezó. Todo dependería de la impresión que ella causara.
El chófer salió con un gran paraguas, fue hasta el flanco derecho y abrió la portezuela trasera. Escoltó a la pasajera hasta el porche, donde tocó la campanilla. Laurace no lo vio, pero lo supo al oírlo. También supo que las dos criadas recibían a la visitante, cogían el abrigo y la guiaban por el vestíbulo.
Cuando la mujer entró en la sala, Laurace le salió al encuentro.
—Bienvenida, bienvenida —dijo, aterrándole ambas manos. Clara Rosario respondió con un ademán contenido y una sonrisa parca. Parecía fuera de lugar con su ropa de colores chillones. Aunque tenía pelo oscuro y rizado, tez tostada y labios carnosos, era de raza blanca, con ojos castaños, nariz recta, pómulos anchos. Laurace era siete centímetros más alta. No obstante, Clara se comportaba con aplomo, como era de esperar con esa figura.
—Gracias —replicó con cierta brusquedad. Mirando a su alrededor—: Vaya lugar tienes aquí.
—Estaremos a solas en mi cuarto —dijo Laurace—. Tiene un gabinete de licores. ¿O prefieres té o café? Ordenaré que lo traigan.
—No, gracias. Un trago me vendría bien. —Clara rió nerviosamente.
—Puedes quedarte a comer, ¿verdad? Te prometo una cena cordón bleu. Para entonces habremos terminado con nuestros… asuntos, y podremos relajarnos para disfrutarla.
—Bien, no demasiado tarde. Me esperan, ya sabes. Yo dirijo las cosas. Y puede haber problemas si no estoy. Los hombres están muy nerviosos hoy en día, preguntándose qué nuevo desastre habrá.
—Y no queremos que nadie se pregunte en qué andas —convino Laurace—. No te preocupes. Te irás a tiempo. —Cogió el brazo de Clara—. Por aquí, por favor.
Clara se puso tensa cuando cerraron la puerta. El pequeño cuarto, rodeado de ventanas con gruesas cortinas, era muy exótico. Había esteras de paja en el suelo y pieles de leopardo sobre las extrañas sillas. Dos máscaras africanas dominaban una pared. Entre éstas, en un estante, había un cráneo humano. Enfrente se extendía una piel de pitón de dos metros y medio. Del otro lado, en un altar de mármol con un paño blanco de bordes rojos, había un cuchillo, un cuenco de cristal con agua y un candelabro de bronce de siete brazos. En una mesa había una lámpara de pantalla gruesa, junto a cigarreras de plata, cerillas y un incensario cuyo humo dificultaba la respiración. El gabinete y la consola de radio que flanqueaban la entrada pasaban casi inadvertidos en su familiaridad, así como la mesilla con vasos, cubitera, agua de Seltz, jarra, ceniceros y fuentes con golosinas.
—No te alarmes —dijo Laurace—. Habrás visto guaridas de magos en el pasado.
Clara asintió y tragó saliva.
—Algunas veces. ¿Quieres decir que tú…?
—Bien, sí y no. Estas cosas no son para usar, sino para comunicar sacralidad, poder, misterio. Además, nadie se atrevería a abrir esa puerta sin mi permiso, en ninguna circunstancia. Podemos hablar con franqueza.
Clara se animó. No habría resistido a través de los siglos sin coraje, y su anfitriona sólo le ofrecía amistad, y siempre que ello fuera posible.
—Supongo que hemos seguido caminos muy diferentes.
—Es hora de que los unamos. ¿Deseas escuchar música? Puedo sintonizar dos buenas emisoras.
—No, hablemos. —Clara hizo una mueca—. No escucho música todo el tiempo, sabes. Regento un establecimiento prestigioso.
—Pobrecilla —dijo Laurace con tono dulce pero apenado—. No te resulta fácil, ¿verdad? ¿Alguna vez te fue mejor?
Clara irguió la cabeza.
—Me las apaño. ¿Qué me dices de ese trago?
Escogió un fuerte bourbon con agua, junto con un cigarrillo, y se acomodó en el sofá. Laurace sirvió una copa de Burdeos y se sentó frente a ella. Durante un rato sólo se oyó el ruido sordo de la tormenta.
—Bien —dijo al fin Clara, con tono desafiante—, ¿de qué vamos a hablar?
—Supongamos que empiezas tú —respondió Laurace con voz suave—. Por donde quieras. Éste es nuestro primer encuentro de verdad. Necesitaremos muchos más. Tenemos mucho que aprender, decidir, y hacer.
Clara tomó aliento.
—Bien —dijo deprisa—. ¿Cómo me encontraste? Cuando apareciste en mi apartamento y me dijiste que también eras inmortal… —No había provocado histeria, pero Laurace había comprendido que era mejor irse. Luego habían entablado tres cautas conversaciones telefónicas, hasta entonces—. Al principio pensé que estabas loca, ¿sabes? Pero parecías normal, ¿y cómo lo habría averiguado una loca? Luego me pregunté si querías chantajearme, pero eso tampoco tenía sentido. Sólo…, bien, ¿cómo sabes qué soy, y cómo puedo saber que tú eres lo que dices? —Alzó el vaso bruscamente y bebió un buen trago—. No quiero ofenderte pero, bueno…, debo estar más segura.
—Es natural que seas cautelosa —dijo Laurace—. ¿Crees que yo no lo soy? Hemos tenido que serlo, para no morir. Pero mira a tu alrededor ¿Esto pertenecería a un delincuente?
—No… A menos que el profeta de un culto… Pero nunca había oído hablar de ti, y me extraña, pues debes de ser muy rica.
—No lo soy. Ni lo es la organización que dirijo. Aunque debo mantener una apariencia de… solidez. No obstante, en cuanto a tu pregunta…
Laurace bebió un sorbo de vino. Continuó con voz lenta, casi soñadora:
—No sé cuándo nací. Si existía alguna documentación, no averigüé dónde hallarla, y debe de haberse perdido. ¿A quién le importaba una esclava negra? Por lo que recuerdo y lo que deduje cuando empecé a estudiar, debo de tener doscientos años. No es mucho, comparado con tu edad. ¿Mil cuatrocientos, dijiste? Pero desde luego me preguntaba, cada vez con mayor desesperación, si estaba sola en el mundo.
»Los que son como nosotras también deben ocultarse. Los hombres pueden adoptar diversos oficios y formas de vida. Las mujeres tienen menos oportunidades. Cuando al fin conté con medios para investigar, era lógico comenzar por el oficio que una mujer casi estaría forzada a ejercer.
—La prostitución —dijo crudamente Clara.
—Ya te he dicho que no juzgo. Hacemos lo que debemos para sobrevivir. Una persona como tú tenía que dejar un rastro, un rastro a menudo discontinuo pero posible de seguir, con tiempo y paciencia. A fin de cuentas, no esperaría que nadie se tomara la molestia. Archivos periodísticos, registros policiales y de los tribunales, documentos impositivos y demás en sitios donde la prostitución era legal, fotografías viejas…, cosas así, compiladas, escogidas, comparadas. Algunos de mis agentes fueron detectives privados, algunos han sido… seguidores míos. Nadie sabe para qué deseaba yo esta información. Poco a poco, a partir de un sinfín de fragmentos, algunas partes encajaron. Una mujer a quien le iba bien en Chicago en los años noventa, hasta que se metió en problemas, curiosamente similar a alguien que apareció luego en Nueva York, y luego alguien de Nueva Orleáns, y después de nuevo en Nueva York.
Clara hizo un gesto cortante.
—No sigas —interrumpió—. Capto la idea. Debí haberlo recordado. Ya ocurrió antes.
—¿Qué?
—En Constantinopla… Estambul… Oh, debió de ser hace novecientos años. Un hombre me descubrió de la misma manera. Laurace iba a levantarse pero se contuvo.
—¿Otro inmortal? —exclamó—. ¿Un hombre? ¿Qué fue de él?
—No lo sé. —Con beligerancia—: No me gustó que me encontraran entonces, y no sé si me gusta ahora. Eres mujer, y supongo que eso cambia las cosas, pero tienes que convencerme, ¿sabes?
—Un hombre —susurró Laurace—. ¿Quién era? ¿Cómo era?
—Eran dos. Él tenía un socio. Eran mercaderes en Rusia. Yo no quería ir con ellos, así que me los quité de encima y nunca los volví a ver. Tal vez estén muertos. No hablemos de eso aún.
Las envolvió el silencio de la lluvia.
—Qué vida tan espantosa has tenido —dijo al fin Laurace.
Clara esbozó una sonrisa.
—Oh, tengo aguante. Mis períodos de descanso, cuando vivo bien gracias a lo que he ganado y ahorrado, y las ocasiones en que me casé por dinero, han bastado para darme ganas de seguir viviendo.
—Dijiste que has sido casi siempre una madame desde que viniste a Estados Unidos… ¿No te resulta mejor de lo que… eras antes?
—No siempre.