10

Bonnur era alto, de hombros anchos y cintura delgada. Su barba era apenas un velo de seda sobre rasgos delicados, pero sus manos tenían una fortaleza viril. Tenía los ojos y los movimientos de una gacela. Aunque era cristiano, Zabdas lo recibió cordialmente antes de indicarle que buscara una cama entre los demás jóvenes que trabajaban y estudiaban allí.

Un año antes, el mercader había comprado un edificio más pequeño, contiguo a la casa. Contrató peones para levantar paredes y un techo que unieran ambas viviendas, luego derrumbó las separaciones para hacer una sola casa. Así tendría más oficinas, depósitos y alojamiento para el nuevo personal; sus negocios eran prósperos. Hacía poco había ordenado detener la construcción. Declaraba que era conveniente esperar a ver qué efecto tenía la actual conquista de Persia sobre el tráfico con la India. El anexo estaba pues sin muebles, desocupado, polvoriento y silencioso.

Cuando Zabdas la condujo allí, Aliyat se sorprendió de encontrar una habitación apartada, limpia y ordenada. Una sencilla pero gruesa alfombra de lana suavizaba el suelo. La alta ventana estaba flanqueada por colgaduras. En una mesa había una jarra de agua, tazas, papiro, tinta, plumas. Dos taburetes aguardaban, y Bonnur. Aunque ya se lo habían presentado, a Aliyat se le aceleró el pulso.

Él hizo una profunda reverencia.

—Poneos cómodos —dijo Zabdas con inusitada cordialidad—, poneos cómodos, queridos míos. Si hemos de actuar con cierta irregularidad, al menos disfrutemos de ello. —Dio una vuelta por la habitación, sin dejar de hablar—: Para que mi esposa te explique las cosas, Bonnur, y para que tú hagas preguntas, necesitáis libertad. No soy el sujeto insulso por quien me toma la gente. Sé que las costumbres y sutilezas de una ciudad no se pueden registrar en los libros ni analizar como una frase. Las miradas y risitas, los constreñimientos que sentiríais, si os pusierais a hablar delante de cualquier necio, os sujetarían la lengua y la mente. La tarea se volvería ardua, prolongada, tal vez imposible. Y por cierto, me considerarían un excéntrico por impulsaros a ella. Los hombres se preguntarían si no empiezo a delirar. Eso sería malo para el comercio.

»De ahí este retiro. En los momentos que yo considere oportunos, cuando tus servicios no se requieran en otra parte, Bonnur, te lo haré saber. Abandonarás la casa y entrarás en este sector por la puerta trasera, por la calleja del fondo. Y a ti te daré una señal, Aliyat. Vendrás directamente aquí. De hecho, a veces vendrás aquí para estar sola. Deseabas ayudarme; muy bien, puedes examinar los informes y cifras que te daré, sin molestias, y darme tu opinión. Esto lo sabrán todos. En otras ocasiones, sin que lo sepa nadie más, te encontrarás con Bonnur.

—¡Pero señor! —exclamó el joven, ruborizándose—. ¿La señora y yo y nadie más? Sin duda una criada, un eunuco o… o…

Zabdas meneó la cabeza.

—Tus objeciones te honran —replicó—. Sin embargo, un observador atentaría contra mi propósito, que es darte a conocer las condiciones de Tadmor al tiempo que se evitan burlas e insinuaciones. —Los miró a ambos—. Sin duda puedo confiar en un pariente y en mi primera esposa. —Con una fugaz sonrisa—: A fin de cuentas, ella tiene más edad de la habitual.

—¿Qué? —exclamó Bonnur—. ¡Señor, bromeas! El velo, la bata, no pueden ocultar…

—Es verdad —declaró Zabdas con voz sibilante—. Ella misma te lo dirá, junto con otras cosas menos llamativas.

La nave de un millón de años
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