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Durante el vuelo las comunicaciones verificaron que Peregrino fuera quien decía ser y tuviera permiso para visitar la reserva de control. El coche aterrizó en una zona de aparcamiento fuera de la ciudad, y Peregrino se apeó maletín en mano. Muchos objetos cotidianos, como la ropa, no se producían al instante allí. No era una comunidad de ermitaños, ni un grupo de excéntricos tratando de recrear un pasado que jamás había existido, sino una sociedad que seguía su propio camino y trataba de mantener el mundo a raya.

El lugar estaba cerca de la costa. El Servicio Meteorológico procuraba conservar el clima original del noroeste del Pacífico. Había gruesas nubes. La niebla de la bahía desdibujaba las rocas que se erguían sobre las olas, misteriosas como una pintura china. Un oscuro bosque de coniferas salpicado de helechos se erguía detrás de la aldea. Pero todo estaba vivo, en tonos grises, blancos, negros y verdes, opacos o chispeantes con gotas de lluvia. El oleaje estallaba y susurraba. Las focas ladraban roncamente, las gaviotas revoloteaban y descendían graznando. El aire frío y húmedo penetraba en la sangre por las fosas nasales.

Un hombre aguardaba. Vestido con camisa sencilla y pantalones de trabajo, era robusto, de tez parda. No había muchos blancos entre sus antepasados decidió Peregrino. ¿Qué habían sido entonces? ¿Makah? ¿Quinault? Qué más daba. Las tribus ya ni siquiera eran nombres.

—Hola, Peregrino —saludó el hombre con un respeto que ya era un anacronismo. Peregrino le estrechó la mano llena de callos y durezas—. Bienvenido, soy Charlie Davison. Peregrino había practicado el antiguo inglés americano antes de irse de Jalisco.

—Tanto gusto. No esperaba esto. Pensaba que yo mismo me daría a conocer.

—Bien, lo hablamos en el Consejo y decidimos que esto era mejor. Tú no eres simplemente otro jako. —Esta palabra debía describir, en la jerga local, a los pocos cientos de forasteros anuales a quienes se daba autorización para experimentar la vida agreste. La palabra parecía desdeñosa—. Ni un científico o agente oficial, ¿verdad?

—No.

—Vamos, te mostraré el hotel y luego te presentaré. —Echaron a andar. Pronto recorrían un camino sin pavimentar donde brillaban charcos—. Porque tú eres un superviviente.

Peregrino sonrió hurañamente.

—No quería dar publicidad a eso de inmediato.

—Efectuamos un chequeo de rutina antes de aceptar tu visita, como hacemos con todo el mundo. Vosotros ocho pasáis inadvertidos, pero en un tiempo fuisteis famosos. El ordenador nos dio tu historia. El rumor se propagó. Lamento decir esto, no es nada personal, pero aquí encontrarás a algunas personas que os guardan rencor.

Una sorpresa desagradable.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Los supervivientes podéis tener hijos cuando gustéis.

—Entiendo. —Peregrino meditó su respuesta. La grava crujía bajo sus pies—. Pero la envidia no es razonable. Somos fenómenos de la naturaleza. Una alocada combinación de genes, con algunas mutaciones improbables, que no se transmite a nuestros vástagos. Los seres humanos normales que no desean envejecer tienen que someterse al proceso. Bien, no podemos permitir que se reproduzcan libremente. Recordarás la explosión demográfica, la Gran Muerte. Y eso fue antes de la atanasia.

—Lo sé —replicó Davison—. ¿Quién no lo recuerda?

—Lo lamento, pero he conocido a algunos que no lo recuerdan. Consideran que es deprimente estudiar historia. Yo les señalo que al final tendrán la oportunidad de ser padres. Hay que compensar ciertas pérdidas accidentales, y tal vez haya que fundar colonias interplanetarias.

—Sí. La lista de espera para tener hijos era de varios siglos, la última vez que la consulté.

—Pero, en cuanto a los supervivientes, ¿alguna vez oíste hablar de una cláusula para abuelos? Al revelarnos al público, abrimos un tesoro de conocimientos para los estudiosos. Lo justo es justo. En realidad, rara vez tenemos hijos. —Rara vez conocemos parejas convincentes. Y los hijos que tuvimos pronto se volvieron demasiado extraños.

—Entiendo todo eso —dijo Davison—. Yo no tengo objeciones. Simplemente te aclaro que te conviene ser discreto. Por eso he venido a recibirte.

—Lo agradezco. —Peregrino no abandonó el tema—. Puedes recordar a quienes se oponen a mi estatus que ellos pueden engendrar niños legalmente, sin límite.

—Sí, por que están dispuestos a marchitarse y morir en cien años o menos.

—Así es el trato. Pueden desertar cuando deseen, hacerse restaurar la juventud si la han perdido, unirse a los inmortales. Sólo deben pagar ese pequeño y necesario precio.

—Claro, claro. ¿Crees que no lo sé? —Al cabo de varios pasos—: Ahora me toca a mí decir «lo lamento». No quise parecer enfadado. Para la mayoría de nosotros, eres muy bienvenido. ¡Qué historias tendrás para contar!

—Nada que no puedas hallar en el banco de datos, me temo —dijo Peregrino—. Se cansaron de interrogarnos y entrevistarnos hace muchos años.

Generaciones antes de tu nacimiento, Charlie, si tu linaje es meramente mortal. ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta, cincuenta? Veo canas en tu pelo y patas de gallo en tus ojos.

—No es lo mismo —respondió Davison—. Por Dios, estoy en compañía de un hombre que conoció a Toro Sentado. —En realidad, Peregrino no lo había conocido, pero lo dejó pasar—. Oírte contar esas cosas personalmente significará mucho. No lo olvides, nuestra idea es vivir naturalmente, como Dios quiso que fuera.

—A eso he venido.

Davison aminoró el paso y lo miró sorprendido.

—¿Qué? Suponíamos que tenías… curiosidad, como nuestros otros visitantes.

—Claro que sí. Pero no sólo eso. Supongo que será mejor que no mencionemos esto de inmediato. Sin embargo, creo que me instalaría aquí, si la gente me aceptara.

—¿Tú?

—Soy de vieja cepa, sabes. Conocí las tribus, las hermandades, los ritos, las creencias y tradiciones, cuando usábamos el ingenio y las manos para vivir de la tierra y pertenecer a la tierra. Oh, no soy un romántico. Recuerdo bien las desventajas y por cierto no me gustaría revivir a los bárbaros del caballo. Pero aun así, qué diablos, teníamos una comunión con el mundo que no existe ahora, excepto tal vez entre vosotros.

Estaban entrando en la aldea. Cabeceaban botes junto al muelle; los hombres pescaban para el mercado local. Detrás de las casas de madera había huertos y manzanos. Meros suplementos, se recordó Peregrino, igual que sus artesanías. Los habitantes gastan el sustento común y piden que les despachen mercancías, igual que los demás. Para ganar algo más, algunos cuidan estos bosques y aguas; o atienden a los turistas; o realizan tareas intelectuales en sus hogares, conectados con la red de comunicación. No han renunciado al mundo moderno.

Ahuyentó recuerdos de lo que había presenciado en otras partes del planeta, muertes lentas o rápidas, siempre angustiosas, que arrasaban con comunidades y modos de vida obsoletos, los pueblos desiertos, los campamentos vacíos, las tumbas abandonadas. En cambio, evocó el secreto de la resistencia de su pueblo.

En la calle había gentes de todas las razas, juntas en su fe, su anhelo y su temor. Una iglesia, el edificio más alto, se elevaba hacia las nubes; la cruz declaraba que la vida eterna no era de la carne sino del alma. Los niños eran el anhelo, la recompensa. ¿Cuándo y dónde más había visto Peregrino, por última vez, una manita aferrando la mano materna, una carita redonda y maravillada? Las cabezas canas parecían haber burlado la deshumanización.

Reconocían al recién llegado, pues el rumor se había propagado de veras. Nadie se le acercó. Saludaban a Davison con reserva. Y Peregrino sintió las miradas, oyó los cuchicheos. Pero la atmósfera no era hostil. Sin duda sólo una minoría le guardaba rencor por su privilegio, por insignificante que fuera. La mayoría parecía ansiosa de conocerlo, y simplemente eran demasiado corteses para presentarse de inmediato. (O bien, ya que eran pocos y muy unidos, habían convenido en que no lo harían). Los adolescentes pronto perdieron el aire huraño que los envolvía.

Eso intrigó a Peregrino, luego le resultó perturbador. Prestó más atención. Sólo había un puñado de gente mayor. Las cortinas bajas y los patios descuidados indicaban que las casas estaban vacías.

—Bien, trata de relajarte y pasarlo bien —aconsejó Davison—. Haz las excursiones. Conoce a los jakos. Son buena gente, pues los seleccionamos con mucho cuidado. ¿Quieres cenar mañana en mi casa? Mi esposa también está ansiosa de conocerte, los niños están deslumbrados, e invitaremos a dos o tres parejas que sin duda te agradarán.

—Eres muy amable.

—Oh, obtendré mis beneficios, y también Martha, y… —El hotel estaba delante, una inmensa estructura cuya anticuada veranda daba a la bahía y al mar. Davison anduvo más despacio y bajó la voz—. Escucha, no sólo queremos oír las historias. Queremos pedirte… detalles, los que no llegan a las noticias ni al banco de datos, los que nosotros mismos no vemos cuando salimos, porque no sabemos qué buscar.

Peregrino sintió un cosquilleo de inquietud.

—¿Quieres que explique cómo es esa vida para mí… para una persona que no se crió en esas costumbres?

—Sí, eso es, por favor. Sé que pido demasiado, pero…

—Lo intentaré —dijo Peregrino.

Tácitamente: Estás pensando seriamente en irte, Charlie, en renunciar a esta existencia, su credo y su propósito.

Sabía que el enclave se estaba reduciendo, que los hijos se marchaban al llegar a la mayoría de edad, que los reclutas eran cada vez más escasos. Sabía que la comunidad está tan condenada como la secta de los Shakers en su época. Pero los hombres maduros también se marchan, tan sigilosamente que el dato no figura en lo que estudié sobre vosotros. Esperaba un par de vidas mortales de paz, de pertenencia. Olvídalo, Peregrino.

Los huéspedes se apiñaban en el porche. Señalaban y charlaban. Peregrino se volvió para mirar. Apenas visibles en la bruma, tres siluetas gigantes se deslizaron por la entrada de la bahía.

—Ballenas —dijo Davison—. Se están multiplicando bien. Cada año localizamos más.

—Lo sé —dijo Peregrino—. Buenas ballenas. Recuerdo cuando las declararon extinguidas. Lloré.

Las recrearon en los laboratorios, las reintrodujeron en una naturaleza totalmente dominada. Este sitio no es agreste salvo por el hombre. Es una reserva de control, una pauta de comparación para uso del Servicio Ecológico. No quedan sitios agrestes en la Tierra, salvo en el corazón humano, y también allí el intelecto sabe cómo gobernar.

No debí haber venido aquí. Ahora tendré que quedarme un par de semanas, por cortesía, por este hombre y su familia; pero no debí cometer la tontería de venir.

Debí ser más fuerte y no exponerme a esta herida.

La nave de un millón de años
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