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Las costumbres tardan en morir, y a veces regresan de la tumba.
—¿Qué sabes de esa furcia, Lugo? —preguntó Rufus en un latín que no se había oído en siglos, ni siquiera entre los clérigos de Occidente.
Y hacía tiempo que Cadoc no usaba ese nombre.
—Practica más tus lenguas vivas —respondió en griego—. Afina tu vocabulario. La palabra que has usado no conviene a la cortesana más célebre y cara de Constantinopla.
—Una puta es una puta —dijo Rufus con terquedad, aunque adoptando la lengua moderna del Imperio—. La has investigado, has hablado con personas, les sonsacaste información desde que llegaste. Semanas. Y yo he de chuparme el dedo. —Se miró el muñón de la muñeca izquierda—. ¿Cuándo haremos algo?
—Quizá muy pronto —respondió Cadoc—. O quizá no. Depende de lo que logre averiguar sobre la bella Athenais. Y de muchas otras cosas, por cierto. No sólo es hora de que yo cambie de identidad, sino de que ambos cambiemos de ocupación. El comercio ruso se está arruinando deprisa.
—Sí, sí, lo has dicho a menudo. Lo he visto yo mismo. ¿Pero qué hay de esta mujer? No me has dicho nada sobre ella.
—Eso es porque la paciencia ante la decepción no es una de tus virtudes. —Cadoc caminó hasta la única ventana y miró hacia fuera El aire estival estaba impregnado de olores de humo, brea, estiércol y fragancias, ruido de ruedas, cascos, pies y voces. Desde esta habitación del tercer piso de una posada se veían tejados, calles, la muralla de la ciudad, la puerta y la bahía del Kontoskalion. Un bosque de mástiles se erguía sobre los muelles. Más allá centelleaba el mar de Mármara. Las naves se mecían en la extensión azul, desde botes vivanderos con forma de jofaina hasta un velero de carga y una galera militar. Costaba imaginar y sentir la sombra bajo la cual se extendía todo esto.
Cadoc entrelazó las manos detrás de la espalda.
—Sin embargo, conviene que te informe ahora. Hoy tengo esperanzas de llegar al fin del camino, o de descubrir que fue una pista falsa. Ha sido muy vaga, como era de esperar. Fulano me cuenta que alguna vez Mengano le contó algo. Con dificultad, porque se ha mudado, llego hasta Mengano para verificarlo, y por lo que él recuerda eso no es exactamente lo que contó a Fulano, sino que un tercero le dijo una vez… En fin.
»Básicamente, Alheñáis es el último nombre que ha adoptado esta dama. Eso no es sorprendente. Los cambios de nombre son habituales en su profesión; y desde luego prefiere ocultar sus orígenes, dado que no siempre fue la mimada de la ciudad. He confirmado que anteriormente trabajó como Zoe en uno de los mejores burdeles de Galacia; y estoy prácticamente seguro de que antes estuvo en este lado del Cuerno de Oro, en el barrio de Phanar, como una muchacha menos elegante que se llamaba Eudoxia. Al margen de eso, la información es escasa e imprecisa. Demasiadas personas han muerto o desaparecido.
»Pero la conducta ha sido siempre la misma: una mujer exteriormente afable pero muy elusiva que evita a los rufianes (al principio, en el peor de los casos, les pagaba lo que correspondía) y no gasta en fruslerías más de lo debido. En cambio, ahorra (sospecho que invierte) con miras a ascender otro peldaño en la escala. Ahora es independiente, incluso poderosa, con sus conexiones y las cosas que sin duda sabe. Y… —A pesar del monótono trabajo de investigación, a pesar de la voz calma, Cadoc sintió un cosquilleo en la espalda que le llegó hasta la coronilla y la punta de los dedos—. El rastro llega hasta por lo menos treinta años en el pasado, Rufus. Quizá tenga cincuenta años o más. Siempre se mantiene joven, siempre se mantiene hermosa.
—Sabía lo que buscabas —dijo el pelirrojo, bajando la voz—, pero había dejado de creer que lo encontrarías.
—También yo. Hace siete siglos te encontré a ti, y luego a nadie más, a pesar de mis búsquedas. Sí, la esperanza se agota. Pero hoy, al fin… —Cadoc se estremeció, dio media vuelta y se echó a reír—. Pronto debo ir a verla. ¡No me atrevo a contarte cuánto cuestan unas horas allí!
—Cuídate —gruñó Rufus—. Una puta es una puta. Yo iré a buscarme una barata, ¿eh?
Impulsivamente, Cadoc metió la mano en la faltriquera y le dio un puñado de monedas de plata.
—Añade esto a tu capital y diviértete, viejo amigo. Es una lástima que el Hipódromo aún no esté abierto, aunque debes conocer varios odeones donde las representaciones son lo bastante procaces para tus momentos menos elevados. Pero no hables en exceso.
—Tú me enseñaste eso. Pásalo bien. Espero que sea la que buscas, amo. Yo usaré parte del dinero para comprarte un amuleto de la buena suerte. —Ésa parecía ser la única perspectiva que conmocionaba la estolidez de Rufus. Pero, pensó Cadoc, carece del ingenio para comprender qué significa hallar a otro inmortal: una mujer. Al menos, en lo inmediato; quizá lo entienda después.
Creo que yo mismo no lo entiendo aún.
Rufus salió. Cadoc cogió un manto bordado de la percha y se lo puso sobre el elegante sakkos de lino y la dalmática enjoyada. Iba calzado con zapatos curvos de la lejana Córdoba. Aun para una cita de una tarde, uno iba a ver a Alheñáis vestido con decoro.
Ya se había hecho cortar el pelo y rasurar la barba. Dominaba el griego y estaba familiarizado, tras muchos vagabundeos, con los pasajes de la ciudad, así que podía pasar por bizantino. Claro que no lo intentaría innecesariamente. El riesgo no valía la pena. Se suponía que los mercaderes rusos debían permanecer en el suburbio de San Mamo, en el lado gálata del Cuerno, cruzando el puente de la Puerta de Blaquerna de día y retornando al anochecer. Él aún estaba entre ellos. Había obtenido la autorización para alojarse aquí mediante el soborno y la labia. En realidad no era ruso, dijo a los oficiales, y estaba a punto de retirarse del oficio. Ambas declaraciones eran ciertas. Había descrito con persuasivas mentiras los nuevos pasos que pensaba dar, los cuales serían tan lucrativos para los magnates locales como para él mismo. En el curso de las generaciones, y dado un talento innato para ello, uno aprende a convencer. Así conquistó la libertad para continuar sus averiguaciones con máxima eficiencia. El ajetreo hacía palpitar y canturrear las calles. Siguió los empinados ascensos hasta la Mese, la avenida que corría de un extremo al otro de la ciudad, ramificándose. A la derecha vio la columna que sostenía la estatua ecuestre de Justiniano en el Foro de Constantino, y más allá atisbo las murallas del palacio imperial, la cámara del senado, los tribunales, el Hipódromo, las cúpulas de Hagia Sophia, los jardines y los brillantes edificios de la Acrópolis: glorias construidas por una generación transitoria tras otra.
Giró a la izquierda. El brillo lo envolvía y se derramaba desde las arcadas que bordeaban la avenida. Allí casi no se notaba la gente sencilla, obreros, porteadores, carreteros, granjeros, sacerdotes de las ordenes menores. Aun los buhoneros y actores ambulantes exhibían colores chillones mientras pregonaban las maravillas que ofrecían; incluso los esclavos lucían la librea de casas importantes. Un noble pasaba en su palanquín, jóvenes petimetres festejaban en una bodega, una tropa de guardias pasó con relucientes cotas de malla, un oficial de caballería y sus soldados con catafracta trotaron con arrogancia detrás de un fugitivo que gritaba apartando a la gente a codazos; ondeaban estandartes, capas y bufandas en el brioso viento marino. Nueva Roma parecía inmortalmente joven. La religión cedía ante el comercio y la diplomacia, y abundaban los extranjeros, desde los delicados sirios musulmanes, los torpes normandos católicos o gente de tierras aún más lejanas y extrañas. Cadoc se alegró de desaparecer en la marea humana.
En el Foro de Teodosio cruzó hacia la esquina norte, ignorando a los vendedores que pregonaban sus mercancías y a los mendigos que pregonaban sus carencias. Se detuvo un instante allí donde el Acueducto de Valente se veía sobre los tejados. El paisaje se extendía hasta la muralla y las almenas, la Puerta de los Drungarios, el Cuerno de Oro lleno de naves, y más allá de esas aguas las colinas verdes, las blancas casas de Pera y Galacia. Las gaviotas formaban una nevisca viviente. Se puede distinguir un puerto rico por las gaviotas, pensó Cadoc. ¿Cuánto tiempo volarán y graznarán aquí en tal profusión?
Olvidó la tristeza y continuó viaje hacia el norte, colina abajo, hasta hallar la casa que buscaba. Por fuera era un discreto edificio de tres pisos, apretado entre sus vecinos, con una fachada de yeso rosado. Pero era suficiente para una mujer, sus sirvientes y los placeres que esa mujer presidía.
Había una aldaba de bronce con forma de venera. El corazón de Cadoc dio un brinco. ¿Acaso ella recordaba que este emblema cristiano y occidental de los romeros había pertenecido antaño a Ashtoreth? Lo tocó con dedos humedecidos por el sudor.
La puerta se abrió y se topó con un enorme negro con camisa y pantalones de estilo asiático: un varón entero, quizás un empleado y no un esclavo, capaz de echar a cualquiera que su patrona considerara objetable.
—Cristo sea contigo, kyrie. ¿Puedo preguntar qué deseas?
—Mi nombre es Cadoc ap Rhys. Alheñáis me aguarda. —El visitante entregó el pergamino de identificación que le habían dado cuando pagó el precio al agente. Esa mujer tenía primero que decidir si era suficientemente refinado, y aun así le había dicho que no tendría tiempo disponible en una semana. Cadoc entregó al portero un besante de oro: una extravagancia, quizá, pero le convenía causar buena impresión.
Por cierto le granjeó deferencia. Entre los gorjeos de una nube de muchachas bonitas y eunucos, atravesó una antecámara ricamente amueblada, cuyas paredes estaban adornadas con escenas discretamente eróticas, y subió por una suntuosa escalera hasta la cámara exterior de una habitación. Estaba revestida de terciopelo rojo, con una alfombra oriental con motivos florales. Las sillas flanqueaban una mesa de ébano incrustado donde había una jarra de vino, copas de vidrio tallado, bandejas con golosinas, dátiles y naranjas. Una luz opaca atravesaba las pequeñas ventanas, pero ardían velas en muchos candelabros. Un incensario de oro impregnaba el aire de un aroma dulzón. En una jaula de plata había una alondra.
En esa sala estaba, Athenais, quien dejó a un lado el arpa que estaba tocando.
—Bienvenido, kyrie Cadoc de muy lejos —dijo con voz suave y educada, tan musical como las cuerdas que tañía—. Dos veces bienvenido, pues traes noticias sobre maravillas, como una brisa fresca.
Él hizo una reverencia.
—Mi señora es demasiado gentil con un pobre viajero.
Entretanto, la evaluó con tanta atención como si fuera una enemiga. Ella estaba sentada en un diván, tendida contra el respaldo blanco y oro, con una bata que realzaba en vez de mostrar. Tenía la inteligencia de enfatizar su persona, no su riqueza, y su espíritu más que su persona. Su figura era magnífica en un voluptuoso estilo oriental, pero Cadoc juzgó que también era ágil y fuerte. El rostro era simplemente elegante: ancho, de nariz recta, labios carnosos, ojos castaños bajo cejas arqueadas, pelo negro azulado recogido sobre la tez bronceada. No había conseguido esa casa gracias a su aspecto, sino gracias al conocimiento, la astucia, la percepción, fruto de una larga experiencia.
La risa de Athenais campanilleó.
—¡Ningún hombre pobre entra aquí! Ven, siéntate, toma algo. Conozcámonos. Había oído que ella nunca se apresuraba a entrar en el dormitorio, a menos que los clientes insistieran, y a éstos rara vez los recibía de nuevo. La conversación y la seducción formaban parte de un deleite que, según la fama, tenía una culminación incomparable.
—He visto maravillas, sí —declaró Cadoc—, pero hoy veo la mejor de todas. —Permitió que un sirviente le quitara la prenda de abrigo y se sentó junto a ella. Una muchacha se arrodilló para llenarles las copas. Ante un ademán de Alheñáis, todos los sirvientes se marcharon.
Ella parpadeó antes de continuar:
—Algunos hombres de Britannia son más refinados de lo que sugieren los rumores —murmuró—. ¿Vienes directamente de allá? —Él observó la agudeza de esa mirada tímida y supo que también ella lo estaba evaluando. Si quería una mujer que tuviera algo más que una boca, eso es lo que ella ofrecía.
Por lo tanto…
Le tembló el pulso. La miró, bebió un sorbo del exquisito vino y sonrió con un aplomo que era fruto de los siglos.
—No —dijo—, hace tiempo que no estoy en Britannia, o Inglaterra y Gales, como hoy la llaman. Aunque le dije a tu criada que ése era mi país cuando ella me preguntó, en realidad no soy de allá. Ni de ninguna otra parte, de hecho, en mi última visita oí rumores sobre ti que me hicieron regresar tan pronto como pude.
Ella iba a responder, se interrumpió y lo escrutó con mirada felina demasiado hábil para exclamar: «¡Zalamero!».
Él sonrió calculadamente.
—Debo decir que tus… visitantes… incluyen a algunos con diversas peculiaridades. Los gratificas o no según tu inclinación. Has de haber luchado duramente para ganar esta independencia. Pues bien, ¿complacerás mi capricho? Es del todo inofensivo. Sólo deseo hablar contigo un corto rato. Me gustaría contarte una historia. Quizá te resulte divertida. Eso es todo. ¿Me permites?
Ella no logró ocultar su tensión.
—He oído muchas historias, kyrie. Continúa.
Él se recostó y habló con soltura mirando hacia delante, observándola por el rabillo del ojo.
—Es la clase de historia que inventan los marineros durante las noches de vigilia o en las tabernas de la costa. Alude a un marino, aunque después hizo muchas otras cosas. Se creía un hombre común de su pueblo. Eso creían todos los demás. Pero poco a poco, año a año, notó algo muy raro en él. No enfermaba ni envejecía. Su esposa se hizo vieja y murió, sus hijos encanecieron, los hijos de ellos engendraron y criaron hijos y también fueron presa del tiempo, pero en este hombre nada cambió desde la tercera década de su vida. ¿No es notable?
Notó con satisfacción que la había atrapado. Athenais lo miraba con intensidad.
—Al principio parecía una bendición de los dioses. Pero el hombre no demostraba otros poderes, ni realizó actos especiales. Aunque hizo costosos sacrificios y luego, al borde de la desesperación, consultó a costosos magos, no obtuvo ninguna revelación, ni recibió ningún solaz cuando sus seres amados morían. Entretanto, el lento crecimiento del asombro entre su gente se transformó, con igual lentitud, en envidia, en temor, en odio. ¿Qué había hecho para merecer esa condena, o qué había vendido para recibir ese don? ¿Qué era él? ¿Hechicero, demonio, cadáver ambulante, qué? Apenas logró evadir los atentados contra su vida. Al fin las autoridades decidieron investigarlo y condenarlo a muerte. Sabía que podían herirlo, aunque se recobrase deprisa, y estaba seguro de que las peores heridas le resultarían tan fatales como a los demás. A pesar de su soledad, era un joven que amaba la vida y deseaba disfrutarla.
»Durante cientos de años ambuló por la faz de la Tierra. A menudo se dejó abrumar por la añoranza y se instaló en alguna parte, se casó, crió una familia, vivió como los mortales. Pero siempre debía perderlos, y al cabo de un tiempo desaparecer. En los intervalos, es decir casi siempre, buscaba oficios donde los hombres van y vienen inadvertidos. El de marino era uno de ellos, y lo ejerció en muchas partes del mundo. Siempre buscaba a otros iguales a él. ¿Era único en toda la creación? ¿O simplemente su especie era muy rara? Aquellos a quienes el infortunio o la malicia no destruían al principio sin duda aprendían a permanecer ocultos, como él. Pero si era así, ¿cómo los encontraría, o cómo lo encontrarían a él?
»Y si ésta era una suerte cruel y frágil, cuanto peor debía de ser para una mujer. ¿Qué podía hacer? Sin duda sólo las más fuertes y sagaces sobrevivían. ¿Cómo?
»¿Interesa ese enigma a mi señora?
Bebió vino, buscando un poco de serenidad. Ella miraba el vacío. El silencio se prolongó.
Al fin ella inhaló, lo miró a los ojos y dijo lentamente.
—Una historia muy curiosa, kyrie Cadoc.
—Una mera historia, desde luego, una fantasía para entretenerte. No me interesa que me encierren por loco.
—Comprendo. —Una sonrisa le cruzó el semblante—. Por favor, continúa. ¿Ese inmortal encontró alguna vez a otros?
—Eso queda por contarse, señora.
—Entiendo —asintió ella—. Pero háblame más de él. Todavía es una sombra para mí. ¿Dónde nació y cuándo?
—Imaginemos que fue en la antigua Tiro. Era un niño cuando el rey Hiram ayudó al rey Salomón a construir el templo de Jerusalén.
—¡Hace mucho tiempo! —jadeó ella.
—Dos mil años, creo. Él perdió la cuenta, y luego intentó consultar los documentos, que eran fragmentarios y contradictorios. No importa.
—¿Conoció al… Salvador? —susurró ella.
Él suspiró y meneó la cabeza.
—No, en ese momento estaba en otra parte. Vio ir y venir muchos dioses. Y reyes, naciones, historias. Por fuerza vivió entre ellos, con nombres adecuados, mientras ellos duraban y hasta que perecían. Nombres que se volvieron borrosos, como los años. Fue Hanno, Ithobaal, Snefru, Phaon, Shlomo, Rashid, Gobor, Flavio Lugo y muchos más de los que puede recordar.
Ella se irguió en el diván, como dispuesta a brincar, ya hacia él o para huir de él.
—¿Estará Cadoc entre esos nombres? —preguntó con voz gutural.
Él se mantuvo sentado, se reclinó, pero la miró a los ojos.
—Tal vez, así como una dama pudo haberse llamado Zoe, y antes Eudoxia, y antes…, nombres que quizás aún se puedan descubrir.
Ella se estremeció.
—¿Qué quieres de mí?
Él dejó la copa, sonrió, extendió las manos con las palmas para arriba y le dijo con voz muy suave:
—Lo que quieras ofrecer. Tal vez nada. ¿Cómo puedo obligarte, en el remoto caso de que ése fuera mi deseo? Si te desagradan los lunáticos inofensivos, no tienes que volver a verme ni oír hablar de mí.
—¿Qué… estás… dispuesto a ofrecer?
—Una fe compartida y duradera. Ayuda, consejo, protección, el final de la soledad. He aprendido mucho sobre la supervivencia, y prospero casi siempre, y tengo mis ahorros para los malos tiempos. En este momento dispongo de una modesta fortuna. Más importante aún, soy leal a mis amigos y prefiero ser el amante de una mujer y no su amo. Quién sabe. Tal vez los hijos de dos inmortales también lo sean.
Ella lo estudió unos instantes.
—Pero siempre te guardas algo, ¿verdad?
—Un hábito fenicio, fortalecido por una vida de desarraigo. Podría abandonarlo.
—Nunca fue mi estilo —jadeó ella, acercándose.