22
Y Cristo apareció ante Aliyat, que estaba de rodillas. Su resplandor no era el que ella imaginaba, brillante como el mediodía del desierto; colmaba la oscura oquedad de la iglesia con una penumbra azul y el oro del ocaso. Ella casi oyó campanillas de una caravana que regresaba. La piedra irradiaba tibieza. Y el rostro de Cristo no era enjuto ni severo. En Occidente (¿se lo habían contado?) lo mostraban así, un hombre que había hollado caminos, compartido vino y miel, aceptado niños en el regazo. Sonrió cuando se inclinó sobre ella y le enjugó las lágrimas con la manga blanca.
Irguiéndose, dijo con ternura:
—Como has mantenido tu vigilia, a pesar del humo del Infierno soplando sobre ti, he oído la plegaria que no te atreviste a pronunciar. Por el resto de los tiempos, todo lo que perdiste te será devuelto, y el final será más bendito que el principio. —Alzó las manos llagadas—. Benditos los que lloran, pues ellos recibirán consuelo. Desapareció. El joven Barikai bajó del altar y la alzó en sus brazos.
—¡Amada! —exclamó antes que ella le cerrara la boca con un beso.
Salieron juntos. Tadmor dormitaba bajo la luna llena, que blanqueaba las torres y bañaba las losas. Un caballo aguardaba. La crin y la cola eran estrías de plata. Barikai montó en la silla. Tendió el brazo. Ella subió apoyándose en él.
Los cascos trepidaron un instante, luego el caballo dio un brinco y cabalgó por el aire. Soplaba viento. Tenues estrellas brillaban en el cielo violeta. El pelo suelto de Aliyat ondeaba formando un dosel para ella y Barikai. Ella estaba ebria con el olor de él, la fuerza que la sostenía, los ávidos labios.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
—A casa. —Barikai rió—. ¡Pero no enseguida!
Avanzaron deprisa por la curva del mundo, internándose en la mañana. El castillo de Barikai relucía en la cima de la montaña. El caballo se posó en un patio de mosaicos y flores donde borboteaba una fuente. Aliyat les prestó poca atención. Luego notó que no había visto si los criados que los recibían tenían cuerpo.
Les brindaron celebración, música, espectáculo, cuando los solicitaban. Por lo demás, Aliyat y Barikai permanecían a solas, infatigables hasta que caían abrazados en un sopor del que despertaban alegres.
Esa felicidad se volvió más apacible, el amor más perdurable, así que al fin fue un nuevo júbilo cuando él anunció:
—Ahora vamos a casa.
El caballo los llevó allí al amanecer. La servidumbre acababa de despertar y nadie los vio llegar. Fue como si nada hubiera ocurrido y nunca se hubieran marchado. Manu se dejó abrazar con sorpresa, luego con dignidad juvenil. La pequeña Hairan esperaba el abrazo.
Aliyat saboreó ese mundo cotidiano durante el resto del día y la noche, minuto a minuto, cada presencia y lugar, cada tarea y charla, cada pregunta y decisión, todo lo que poseía y la poseía. Cuando al fin una lámpara la guió al lecho con Barikai, estaba preparada para sus palabras:
—Creo que será mejor que duermas, que duermas de veras, esta noche y después.
—Abrázame hasta que llegue el sueño —pidió Aliyat.
Él la abrazó, besándola.
—No regreses demasiado pronto —le dijo él al oído—. No sería prudente.
—Lo sé… —dijo ella, alejándose.
Abriendo los ojos después de un tiempo sin tiempo, descubrió que estaba llorando. Tal vez había sido mala idea. Tal vez nunca debería regresar.
Vamos, pensó. Basta de esto. Prometiste a Corinne que la ayudarías con ese tapiz.
Desconectándose, abandonó la cabina donde estaba acostada pero se quedó un rato más en la cámara de sueños, ocupada. Era buena costumbre llevar maquillaje en una bolsa. Esas sesiones a veces tocaban puntos sensibles. Bien, había aprendido tiempo atrás a borrar las huellas.
Svoboda pasaba por el corredor.
—Hola —dijo Aliyat. Iba a seguir, pero la otra mujer le cogió la manga.
—Un momento, por favor —dijo Svoboda.
—Claro. —Aliyat miró hacia otro lado, pero Svoboda no captó la insinuación.
—No lo tomes a mal, pero debo decírtelo. Deberías entrar ahí con menos frecuencia.
—Todos lo dicen —replicó Aliyat con enfado—. ¿Por qué no ibas tú a decir lo mismo? Sé lo que hago. —Bien, no soy terapeuta, pero…
—Pero temes que me esté encerrando en mí misma y un día no pueda salir. —Aliyat cobró aliento. De pronto sintió ganas de hablar—. Escucha, querida. En el pasado estuviste en situaciones en que debías alejarte de ti misma.
Svoboda palideció.
—Sí.
—Yo también, mucho mas que tú. Las conozco muy bien, créeme. La caja de sueños es mejor escapatoria que el alcohol, la droga o… —Aliyat sonrió—, cerrar los ojos y pensar en Inglaterra.
—¡Pero esto no es lo mismo!
—No, no exactamente. Aun así… Escucha. Hoy me enfurecí tanto que si no hubiese podido invocar un mundo íntimo, habría tenido que gritar, romper cosas y tener un ataque. ¿Habría sido bueno para la moral de la tripulación?
—¿De qué se trata?
—Hanno. ¿Qué otra cosa? Nos cruzamos por casualidad y me abordó para decirme…, bien, ya te lo imaginas. Repitió tu sermón acerca de la caja de sueños. E intentó decir, muy evasivamente… No importa.
Svoboda sonrió brevemente.
—Déjame adivinar. Insinuó que eres una amenaza para las relaciones a bordo.
—Sí. Le gustaría juntarse conmigo. Ya lo creo. Hace meses que no folla, ¿verdad? Le sugerí qué podía hacer, y me marché. Pero estaba enfurecida.
—Una reacción excesiva. Precisamente tú. Estrés…
—Supongo. —Sorprendida de que la rabia y el dolor se hubieran aplacado, Aliyat dijo—: Mira, no soy adicta a los sueños. De veras. Todos los usan de vez en cuando. ¿Por qué no compartes uno conmigo alguna vez? Me agradaría. Un sueño interactivo tiene más posibilidades que permitir que el ordenador te meta en la cabeza lo que piensa que pediste.
Svoboda asintió.
—Es verdad, pero…
—Pero temes que yo me entere de cosas que prefieres ocultar. Es eso, ¿eh? —Aliyat se encogió de hombros—. No me ofende. Pero no me des la lata, ¿de acuerdo?
—¿Por qué te molestó el intento de Hanno? —preguntó Svoboda—. Es natural. No tenías por qué enfadarte por eso.
—¿Después de lo que nos hizo? ¿Aún sientes debilidad por él? —Svoboda miró hacia otra parte.
—No debería, lo sé. On se veut…
—¿Qué?
—Nada, nada. Un recuerdo perdido.
—De él.
Svoboda se enfrentó al desafío. Quizá, pensó Aliyat, ella quiere ser amigable conmigo; entiende que tiene que serlo.
—Sí. Sin importancia. Unos versos que vimos una vez. Era… a finales del siglo veinte, pocos años después de que los siete decidimos ocultarnos, mientras Patulcio mantenía su propio camuflaje. Hanno y yo viajábamos de incógnito por Francia. Nos alojamos una noche en una vieja posada, sí, ya era vieja entonces, y en el libro de huéspedes encontramos algo que alguien había escrito tiempo atrás. Lo he recordado ahora, eso es todo.
—¿Qué era? —preguntó Aliyat.
Svoboda miró hacia otra parte. Susurró las melancólicas palabras.
On se veut On s’enlace On s’en lasse On s’en veut. Antes de que Aliyat pudiera responder, Svoboda se despidió con una señal de la cabeza y se marchó corredor abajo.