3

Fiera, que había sido Raphael, sonrió muy lentamente.

—Oh sí —ronroneó—, me agrada ser mujer.

—¿Lo serás siempre? —preguntó Aliyat. Y por dentro: ¿Él siempre había querido esto, en el fondo? ¿Aun cuando hacíamos el amor?

Un lamento: ¡Eras tan buen amante, Raphael! Fuerte, dulce, experto. ¿Comprendiste cuánto me hirió cuando dijiste que te harías modificar?

Fiera meneó la bella cabeza. Las trenzas violáceas ondearon sobre los hombros.

—Creo que no. El tiempo suficiente para explorarlo. Después… veremos. Para entonces esperan haber perfeccionado las modificaciones no humanas. —Fiera se acarició con los dedos—. Mitad nutria, o delfín, o serpiente… Pero eso es para después, mucho después. Supongo que primero volveré a ser una especie de hombre.

—¡Una especie! —exclamó Aliyat.

Fiera enarcó las cejas.

—Estás desconcertada, ¿eh? Pobrecilla, ¿por eso no he tenido noticias tuyas en tanto tiempo?

—No, yo, bien… —Aliyat apartó los ojos de esa imagen de apariencia sólida—. Yo estaba… —Se obligó a mirar esos ojos dorados—. Pensé que ya no tenías interés en mí.

—Pero te dije que sí. Créeme, fui sincero. Todavía te quiero. De lo contrario, ¿por qué habría tomado la iniciativa? —Extendió las manos—. Aliyat, querida, ven a mí. O déjame ir a ti.

—¿Para qué… ahora?

La voz de Fiera se volvió más áspera.

—Lo averiguaremos, ¿eh? No me digas que estás escandalizada. ¿O yo me equivocaba? Creí que eras la más desprejuiciada de los Sobrevivientes.

Aliyat tragó saliva.

—No es eso. No soy inhibida. Es sólo… No, no es «sólo». Lo has cambiado todo. Nada será como antes.

—Claro que no. Ésa es la idea. —Fiera rió—. Supongamos que te transformas en varón. Eso sería interesante. No original, pero especial. Estimulante.

—¡No!

Fiera calló un minuto. Al fin habló con vehemencia.

—Eres como los demás de tu especie, a fin de cuentas. O quizá peor. Creo que la mayoría de ellos intentan enfrentarse a las cosas. Tú, en cambio aceptas. De pronto comprendo que eso fue lo que me engañó. Nunca protestaste contra el mundo. Convenías en que debía evolucionar. Pero bajo la superficie seguías siendo lo que eres, una primitiva, un vestigio de la era de la mortalidad.

Aliyat calló sus protestas. Se desplomó. El asiento cambió sensualmente de forma, pero Aliyat no le prestó atención.

Fiera sonrió de nuevo, esta vez con dulzura.

—Pero no estás condenada a eso. Todo el organismo es flexible, el cerebro incluido. Te puedes hacer alterar la psique.

—Largo y costoso. En realidad, no podría costearme una sola modificación sexual. —Simple, pensó Aliyat. Recuerdo cuando lo disimulaban con cirugía e inyecciones hormonales. Hoy logran que los órganos, las glándulas, los músculos, los huesos, todo se transforme en otra cosa. Si yo me transformara en hombre, ¿cómo pensaría?

—¿Aún no has entendido la economía moderna? Todos los bienes y la mayoría de los servicios, todos los servicios que pueda prestar una máquina, son tan abundantes como el aire que respiramos. O podrían serlo, si hubiera una razón. El sustento común es simplemente el medio más fácil de rastrear a la agente, coordinar sus actividades. Y de asignar los recursos limitados; las tierras, por ejemplo. Si de veras necesitas liberarte de tu sufrimiento, se pueden hacer arreglos. Yo te ayudaré con ellos. —La imagen extendió de nuevo los brazos—. Déjame hacerlo, querida.

Aliyat se enderezó. Las lágrimas que tragó le quemaron la garganta.

—«Querida»… ¿Qué quieres decir con eso?

La sorprendida Fiera titubeó antes de responderle.

—Siento afecto por ti. Quiero disfrutar de tu compañía, deseo tu bienestar.

—El amor de estos tiempos —asintió Aliyat—. Afecto basado en el placer.

Fiera se mordió el labio.

—Allí estás, empantanada en un pasado en que la familia era la unidad de procreación, producción y defensa, y sus miembros debían buscar medios para no sentirse atrapados. No puedes imaginar la moderna gama de emociones. Rehúsas intentar. —Fiera se encogió de hombros—. Es raro, considerando la vida que llevabas entonces. Pero supongo que elaboraste una añoranza inconsciente por la seguridad…, lo que llamaban seguridad en esas sociedades de pesadilla.

Aliyat recordó habérselo explicado a Raphael.

—¿Cuan egoístas eran tus sentimientos por mí? —preguntó Fiera.

Aliyat se enfadó.

—No te adules —exclamó—. Admito que estaba infatuada, pero sabía que eso terminaría. Esperaba que se transformara en algo duradero, no exclusivo pero sí real. Bien, he aprendido la lección.

—¡Yo también tenía esa esperanza! —exclamó Fiera.

Se hundió en su propio asiento. Una vez más guardó un reflexivo silencio. Aliyat miró hacia otra parte, buscando protección. Ocupaba una sola habitación en el cuarto subnivel de las Fuentes la tecnología nunca sintetizaría el espacio. Rara vez se sentía sofocada, pues a una orden las paredes creaban instalaciones y le brindaban los paisajes que deseaba. Ese día, en vez de un panorama contemporáneo, había optado por la Constantinopla medieval. Quizá se trataba de una injustificada nostalgia, quizá de un intento de recobrar la autoestima; había sido asesora de los creadores del simulacro. Hagia Sophia se erguía sobre una humanidad apiñada y atareada. Varios olores —humo, sudor, estiércol, comida asada, brea, mar— impregnaban el aire; una brisa salobre soplaba desde el Cuerno. Al recibir la llamada de Fiera, Aliyat había interrumpido el sonido pero había conservado la visión. Casi oía ruedas, cascos, pies, voces roncas, jirones de música plañidera. Esos fantasmas estaban tan vivos como el fantasma que tenía enfrente.

—Creo que sé por qué te atraje —dijo al fin Fiera—. Y qué te retuvo, después de la atracción inicial. Yo estaba interesada en ti. Vosotros ocho causasteis sensación cuando os revelasteis en público, pero la mayoría de la gente de hoy nació después de eso. Simplemente sigues aquí, manteniéndote con el sustento común o ciertas tareas especiales. Y cada vez hay menos demanda, ¿verdad? Pero yo…, a mí me intrigabas un poco. No sé por qué.

Aliyat notó que Fiera reprimía el dolor antes de continuar.

—Seré franca. Para mí estabas acabada. No hallaba nada más para descubrir. Pero yo también estaba acabada. Tenía que cambiar. Era mi modo de escapar del tedio y la futilidad. Ahora podemos ser nuevos el uno para el otro. Sólo por un tiempo, hasta que me habitúe a percibirte con la mente y los sentidos de una mujer. A menos que también cambies. No puedo decirte cómo. A lo sumo puedo ofrecer un par de sugerencias. La opción debe ser tuya.

»Si rehúsas, si persistes en tu existencia estrecha con tu alma fósil, estarás cada vez mas aislada, encontrarás cada vez menos sentido en todo, y al final escogerás la muerte, que no es tan solitaria. Aliyat se llenó los pulmones con ese aire antiguo.

—He vivido así mucho tiempo —dijo—. No voy a renunciar.

—Me alegra oírlo. Lo esperaba de ti. Pero piensa, querida, piensa. Entretanto, será mejor que me vaya.

—Sí-dijo Aliyat. La imagen se esfumó.

Al cabo de unos minutos Aliyat se levantó. Se paseó por la habitación, que acogía deliciosamente sus pisadas. Bizancio la rodeaba.

—Anula esa escena —ordenó. Fue reemplazada por una lámina azul—. Servicio de entrega. —Un panel apareció, preparado para abrir un orificio.

¿Qué quiero? ¿Una píldora de la felicidad? Elementos químicos a medida, inofensivos, alegría instantánea, cabeza despejada, tal vez más despejada que ahora. En los viejos y malos tiempos nos embriagábamos o nos drogábamos, maltratábamos nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Ahora la ciencia ha descubierto cómo funcionan las sensaciones, y todos están cuerdos las veinticuatro horas del día.

Todos los que deciden estarlo.

Hanno, Peregrino, Shan, Patulcio, ¿dónde estáis? O (al margen del sexo, que es un consuelo anticuado, ¿verdad?), Corinne, Asagao, Svoboda, o como os llaméis, pues los nombres son tan fáciles de cambiar como las vestimentas, ¿dónde estáis? ¿Quién de vosotros puede acudir a mí? ¿A quién de vosotros puedo acudir? Teníamos nuestra hermandad cuando nos reunimos, éramos los únicos inmortales y el centro de nuestro universo, mientras el tiempo soplaba como viento, pero desde que nos revelamos al público nos hemos distanciado, nos encontramos rara vez y por casualidad, nos saludamos, intentamos hablar y sentimos alivio al despedirnos. ¿Dónde están mis hermanos, mis hermanas, mis amores?

La nave de un millón de años
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