5

Yukiko nunca estaba a solas con las estrellas.

Sí, podía tener soledad. Los poderes y la gente eran gráciles con los Supervivientes. Yukiko, pensaba a menudo que la gracilidad se había convertido en la principal virtud de la humanidad. Creaba una suerte de afecto impersonal. La abundancia de espacio era el único bien que era más escaso en el mundo. No obstante, cuando ella manifestó su deseo, le concedieron ese atolón. Por minúsculo que fuera, era un don caído del cielo.

Pero le negaban las estrellas. Algunas parpadeaban pálidamente en el anochecer, Sirio, Canopo, Alfa del Centauro, a veces otras, junto a Venus, Marte, Júpiter, Saturno. Como las constelaciones se perdían en la nacarada luminiscencia, Yukiko nunca sabía bien qué veía. Los satélites surcaban rápidamente el cielo. La luna brillaba brumosamente, y en su lado oscuro se distinguían chispas estables, la luz de los tecnocomplejos y Ciudad Triple. Los aviones formaban enjambres de luciérnagas. En ocasiones pasaba una nave espacial, un meteoro majestuoso, y se oían truenos de un horizonte al otro; pero eso era infrecuente, pues la mayoría de las operaciones eran realizadas por robots lejos de la Tierra.

Se había resignado a la pérdida. El control meteorológico, el mantenimiento de la atmósfera y las transferencias masivas de energía eran necesarios, pero causaban fluorescencia. Yukiko podía cubrir las paredes y el techo raso de su casa con un paisaje estelar tan imponente como si estuviera en el desierto de Arizona antes de Colon, o podía visitar un sensorio y conocer el espacio desnudo. Aun así, con ingratitud, cuando salía de su refugio lamentaba tener que evocar el cielo nocturno a partir de sus recuerdos.

El océano murmuraba, cubierto por una pátina de reflejos allí donde la acuacultura no tapaba las olas. Más allá brillaban luces botes, naves, una ciudad-barcaza. El oleaje blanco se encrespaba más allá de la laguna, que era un pozo de fulgor celestial. El ruido era sofocado, menos audible que el coral que le crujía bajo los pies. Inhaló esa fresca pureza. Cada día agradecía sin palabras a gigabillones de microorganismos por mantener limpio el planeta. No importaba que los hubieran diseñado y producido los seres humanos, o sus ordenadores, esos microorganismos tenían un karma maravilloso. Pasó junto al jardín, los árboles enanos, el bambú, las piedras, los senderos entrelazados. Una máquina trabajaba en silencio. Recién llegada de Australia, donde se había liado en otro amorío fugaz, no había retomado esa labor.

Bien, no tenía gran talento para eso. Si tan sólo Tu Shan…, pero a él no le agradaba este sitio.

La casa era una pequeña y sutil combinación de curvas en la oscuridad. Su pequeño mundo, pensaba Yukiko. Le brindaba todo lo que necesitaba y más. Se autorreparaba, y podría hacerlo mientras recibiera energía. En ocasiones Yukiko lamentaba no tener que usar un paño de limpieza.

Y una vez fui dama de la corte, pensó, frunciendo los labios con amargura.

Olvidó esos sentimientos. Había ido a sentarse junto al mar para vaciar la mente, abrir el alma y prepararse para usar la inteligencia. La escasa armonía que había obtenido era frágil.

Una pared se abrió. Dentro floreció la luz. La habitación estaba amueblada en un estilo ascético y antiguo. Yukiko se arrodilló en una estera de paja ante la terminal del ordenador e invocó al espíritu electrónico.

Una parte de esa inmensa racionalidad la identificó y habló con frases musicales y apropiadas.

—¿Cuál es tu deseo, señora?

No, no del todo apropiadas. «Deseo» era la trampa. Ella incluso había renunciado a su antiguo nombre de Gloria de la Mañana para ser —una vez más, al cabo de mil años— Pequeña Nieve, como signo de renunciamiento. Pero también eso había fallado.

—He meditado sobre lo que me dijiste acerca de la vida y la inteligencia entre los astros, y decidí aprender tanto como sea capaz. Enséñame.

—Es un asunto complejo y caótico, señora. Por lo que nos indican nuestros robots exploradores, la vida es rara, y sólo se conocen tres especies inequívocamente conscientes, y todas se hallan tecnológicamente en un equivalente de la era paleolítica humana. Otras tres son controvertidas. Su conducta puede ser muy complejamente instintiva, o se puede originar en mentes demasiado disímiles de las terrícolas para que las reconozcamos como tales. Sea como fuere, estas criaturas poseen sólo implementos sencillos. Por otra parte, la Red ha detectado fuentes de radiación anómalas a gran distancia, lo cual puede significar civilizaciones de alta energía análogas a la nuestra. Según como se interpreten los datos, quizá sumen hasta setecientas cincuenta y dos. Se estima que la más cercana está a cuatrocientos setenta y cinco parsecs. Además, la Red recibe señales que son casi ciertamente informativas desde veintitrés fuentes, identificadas con cuerpos o regiones astrofísicamente inusuales. Dudamos de que estas señales estén dirigidas específicamente a nosotros. No sabemos si quienes las emiten están en contacto directo entre sí. Tenemos indicios de que usan códigos definidos. Hasta ahora los datos son insuficientes salvo para sugerencias tentativas y fragmentarias sobre el posible significado.

—¡Lo sé! Todos lo saben. Ya me lo has dicho, y aun entonces era innecesario.

Yukiko luchó contra su enfado. La máquina tenía la potencia de una divinidad, podía efectuar un millón de años de razonamientos humanos en un día, pero no tenía derecho a ser paternalista. No era su intención. Habitualmente repetía porque muchos humanos necesitaban la repetición. Yukiko se calmó, dejó que la emoción brotara y muriera como una ola.

—Por lo que entiendo —dijo con serenidad—, los mensajes no son sobre matemática ni física. —No parecen serlo, y no parece plausible que haya civilizaciones que gasten tiempo y bandas de transmisión intercambiando conocimientos que todas deben poseer. Quizá se refieran a otras ciencias, como la biología. Sin embargo, eso implica que nuestra comprensión de la física es incompleta, que aún no hemos delineado todas las posibilidades bioquímicas del universo. No tenemos pruebas para semejante suposición.

—Lo sé —repitió Yukiko, con paciencia—. Y he oído el argumento de que no puede tratarse de política ni nada semejante, pues los períodos de transmisión se miden en siglos. ¿Comparan historias, artes, filosofías?

—Es factible.

—Eso creo. Tiene sentido. —A menos que la vida orgánica se extinga. ¿Pero las mentes de las máquinas no se sentirán intrigadas por el absoluto?—. Quiero dominar tu… análisis. Sé que no puedo efectuar ningún aporte original. Pero déjame seguir tu razonamiento. Dame medios para pensar sobre lo que has aprendido y estás aprendiendo.

—Eso se puede hacer, dentro de ciertos límites —dijo la voz suave—. Se requeriría mucho tiempo y esfuerzo de tu parte. ¿Te importa explicar tus razones?

Yukiko no pudo evitar que le temblara la voz:

—Esos seres deben estar mucho más avanzados que nosotros…

—No es probable, señora. Por lo que hoy sabemos, y nuestros razonamientos son sólidos, la naturaleza fija límites a las posibilidades tecnológicas; y hemos determinado cuáles son esos límites.

—No hablo de ingeniería, sino de entendimiento, iluminación. —Había perdido la paz interior. Le temblaba el pulso—. No entiendes de qué estoy hablando. ¿Alguien lo entendería hoy, algún ser humano? —Excepto Tu Shan, y quizá, si lo intentara, el resto de nuestra hermandad. Venimos de tiempos en que estas preguntas eran reales para la gente.

—Tu propósito es claro —dijo la voz electrónica—. Tu concepto no es absurdo. La mecánica cuántica falla en tales niveles de complejidad. Matemáticamente hablando se impone el caos, y uno debe realizar observaciones empíricas.

—¡Sí, sí! ¡Debemos aprender el idioma y escucharlos!

¿La inexorable conclusión ocultaba un lamento? El sistema podía potenciar las reacciones del usuario.

—Señora, la información de que disponemos es inadecuada. La matemática no deja duda. A menos que el carácter de lo que recibimos cambie de manera fundamental, nunca podremos interpretarlo en ese nivel de sutileza. Si eso es lo que te interesa, te advierto que perderás el tiempo estudiando este material.

Yukiko no se había atrevido a abrigar muchas esperanzas, pero esto la deprimía.

—En cambio, espera —aconsejó el sistema—. Recuerda que nuestros robots exploradores viajan virtualmente a la velocidad de la luz. Dentro de un milenio llegarán a las fuentes más cercanas para observar e interactuar. Quizá, mil quinientos años después, tengamos noticias de ellos y empecemos a aprender de veras. Eres inmortal, señora. Espera.

Yukiko sofocó las lágrimas. No soy santa. No puedo soportar tanto tiempo una existencia sin sentido.

La nave de un millón de años
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