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Una pequeña procesión cruzó el puente del Cuerno y se acercó a la Puerta de Blaquerna. Eran cuatro rusos, dos normandos y un par de otra raza. Los rusos llevaban un pesado corre, colgado de dos varas. Los normandos eran de la Guardia Varangiana, con yelmo y cota de malla, hachas al hombro. Aunque era obvio que estaban ganando un dinero extra custodiando una carga valiosa, también era obvio que lo hacían con autorización oficial, y los centinelas dejaron pasar al grupo.
Continuaron por las calles que había al pie de la muralla de la ciudad. Las almenas y el cielo se alzaban sobre ellos. La mañana aún era joven y las sombras eran profundas, casi heladas después del resplandor del agua. Las mansiones de los ricos quedaron atrás y los hombres entraron en el más humilde y atareado distrito de Phanar.
—Esto es una necedad —gruñó Rufus en latín—. Incluso has vendido el barco, ¿verdad? Hiciste un mal negocio, por lo rápido que te deshiciste de todo.
—Transformándolo en oro, gemas, riqueza portátil —corrigió Cadoc alegremente, en la misma lengua. Aunque no había razones para desconfiar de la escolta, la cautela formaba parte de su espíritu—. Partiremos dentro de un par de semanas, ¿lo has olvidado?
—Pero entretanto…
—Entretanto estará a buen recaudo, en un sitio donde podemos sacarlo en cualquier momento del día o de la noche sin aviso previo. Has pasado mucho tiempo preocupándote cuando no te estabas embriagando, amigo. ¿Nunca me escuchas? Aliyat preparó esto.
—¿Qué dijo a los poderosos para que todo resultara tan fácil?
Cadoc sonrió.
—Que le insinué que yo haría un magnífico trato con ciertos poderosos…, un trato del que estos hombres sacarán buen provecho si me ayudan. Las mujeres también aprenden a vérselas con el mundo.
Rufus rezongó.
El edificio donde Petros Simonides, joyero, vivía y tenía su tienda, era modesto. Sin embargo, Cadoc sabía desde tiempo atrás qué negocios se efectuaban allí, además de las actividades visibles. A varios miembros de la corte imperial les resultaba útil que las autoridades hicieran la vista gorda. Petros recibió jovialmente a los visitantes. Un par de matones a quienes llamaba sobrinos, aunque no se le parecían en absoluto, los ayudaron a llevar el cofre al sótano y guardarlo detrás de un panel falso. Cadoc pagó y declinó la hospitalidad pretextando que tenía prisa. Regresó con sus hombres a la calle.
—Bien, Arnulf, Sviatopolk, a todos vosotros, gracias —dijo—. Ahora podéis ir donde os guste. Recordad que debéis guardar silencio. Eso no os impedirá beber por mi salud y buena fortuna. —Les entregó una generosa propina. Los marineros y soldados partieron satisfechos.
—¿No crees que el vino y la comida de Petros sean buenos?,—preguntó Rufus.
—Sin duda lo son —dijo Cadoc—, pero tengo prisa. Athenais ha reservado la tarde entera para mí, y primero quiero prepararme bien en los baños.
—¡Ja! Como todo este tiempo desde que la conociste. Nunca te había visto enamorado. Pareces un quinceañero.
—Me siento renacido —murmuró Cadoc. Miró más allá del ajetreo que lo rodeaba—. También tú te sentirás así, cuando encontremos a tu verdadera esposa.
—Con mi suerte, será una marrana.
Cadoc rió, palmeó a Rufus en la espalda y le deslizó un besante en la única palma.
—Ve a ahogar ese ánimo sombrío. Mejor aún, échalo fuera con una mujerzuela fogosa.
—Gracias. —Rufus no cambió el semblante—. Estos días estás muy generoso.
—Una extraña cualidad de la alegría pura —dijo Cadoc—. Uno desea compartirla. —Echó a andar, silbando. Rufus, con los hombros encorvados, lo siguió con la mirada.