24

Otra Navidad se acercaba en la cronología de a bordo. Era inútil preguntar si también era Navidad en la Tierra. Doblemente inútil, dadas las fuerzas físicas que reinaban aquí y el olvido que reinaba allá. Hanno encontró a Svoboda colgando adornos en la sala común. Las ramas de pino salidas de los nanoprocesadores eran frescas y fragantes, enjoyadas con bayas de acebo. Parecían tan melancólicas como los villancicos daneses de los altavoces.

Svoboda se puso tensa al verlo. Él se detuvo a cierta distancia.

—Hola —saludó.

—Cómo estás —dijo ella.

Él sonrió. Ella no dejó de mirarlo.

—¿Qué clase de fiesta planeáis para este año? —preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—Sin motivos temáticos.

—Oh, me mantendré alejado. Pero no podemos continuar así mucho tiempo. Perderemos habilidades, entre ellas la del trabajo en equipo. Debemos iniciar simulaciones y practicarlas de nuevo.

—Como ordene el capitán. Pero ya sabrás que Peregrino y yo, al menos, lo estamos haciendo. Pronto incluiremos a otros.

Hanno se enfrentó con firmeza a esa mirada azul.

—Sí, claro que lo sé. Bien. Por vosotros dos, sobre todo. Un paisaje fantasma es mejor que ninguno, ¿eh?

Svoboda se mordió el labio.

—Podríamos haber tenido uno real.

—Lo tendrás, cuando lleguemos a Tritos. Tú querías realmente ir allí. ¿Por qué no lo aguardas con ansiedad?

—Sabes por qué. El precio para mis camaradas. —Svoboda apretó el puño y masculló—: Claro que podemos sobreponernos. He sobrevivido a muchos malos esposos, décadas espantosas, tiranos, guerras, todos los estragos que los hombres podían causar. También sobreviviré a esto. Nosotros sobreviviremos.

—Yo entre vosotros —dijo Hanno, y continuó su camino.

No iba a ninguna parte en especial. A menudo merodeaba durante la noche de a bordo por sectores que nadie más recorría. Un cuerpo inmortal necesitaba escaso ejercicio para mantenerse en forma, pero él afinaba regularmente sus aptitudes y desarrollaba otras. Proyectaba libros y espectáculos, escuchaba música, resolvía problemas en los ordenadores. Con frecuencia, como en el pasado cuando los estímulos se opacaban y el pensamiento se embrollaba, desconectaba la mente y dejaba transcurrir horas o días. Pero eso era tan seductor y adictivo como la cámara de sueños que él evitaba. Hanno esperaba que él y su tripulación racionaran el uso de las ilusiones.

Esta vez el impulso lo dominó en su cabina. Se encerró (aunque nadie parecía dispuesto a visitarlo) y se instaló ante la terminal.

—Activar… —La orden sonó tan seca en el silencio que Hanno titubeó antes de continuar. Tamborileó con los dedos en el escritorio—. Personas históricas.

—¿A quién deseas? —preguntaron los instrumentos.

Hanno arqueó la boca.

—Querrás decir qué deseo.

¿Qué espectro parlante tridimensional, a todo color, con cambios de expresión y libertad de movimientos? Siddharta, Sócrates, Hillel, Cristo, Esquilo, Virgilio, Tu Fu, Firdousi, Shakespeare, Goethe, Mark Twain, Lucrecio, Avicena, Maimónides, Descartes, Pascal, Hume, Pericles, el rey Alfredo, Jefferson, Hatshepsut, Safo, Murasaki, Rabi’a, Margarita I, Juana de Arco, Isabel I, Sacajawea, Jane Austen, Florence Nightingale, Marie Curie, Isak Dinesen. O, si uno deseaba, los grandes monstruos y las diablesas.

La máquina podía tomar todo lo que la historia, la arqueología y la psicología sabían de una persona y del mundo de esa persona, hasta el último detalle, con probabilidades asignadas a cada incertidumbre y conjetura; podía modelar, con sutiles y potentes manipulaciones abstractas, el individuo que esta matriz habría producido y que habría modificado dicha matriz precisamente de las maneras que se conocían; podía escribir el programa, activarlo y presentar a esa criatura humana. La imagen del cuerpo era una mera construcción, tan fácil de generar como cualquier otra; pero mientras funcionaba el programa, la mente existía, sentía, pensaba, reaccionaba, consciente de lo que era pero sin sentirse molesta por ello, habitualmente entusiasta, interesada, ansiosa de conversar.

—Los viejos mitos y pesadillas se han vuelto realidad —dijo una vez Svoboda—, mientras la vieja realidad se nos escabulle. En la Tierra resucitan a los muertos, pero todos están vivos a medias.

—Eso no es del todo cierto, en ninguno de ambos sentidos —había respondido Hanno—. Sigue mi consejo, pues lo sé por experiencia. No invoques a nadie que hayas conocido. Nunca están del todo bien. A menudo son grotescamente erróneos.

A menos que la memoria fallara después de siglos. O a menos que el pasado fuera tan incierto, tan sometido a variables cuánticas, como todo lo demás en el universo de la Física.

Sentado a solas, Hanno frunció el ceño al recordar una ocasión en que pidió consejo al doble electrónico del cardenal Richelieu, y también al recordar cuan juntos estaban entonces Svoboda y él.

—No quiero una compañía individual —le dijo a la máquina—. Ni una personalidad sintética. Dame… varios exploradores antiguos. Una reunión, una conferencia… ¿Puedes hacerlo?

—Por supuesto. Es una interacción no estándar que requiere cierta preparación creativa. Un minuto, por favor. —Sesenta mil millones de nanosegundos.

La primera de las caras era fuerte y serena.

—No sé bien qué decir —comenzó a decir Hanno tímidamente—. ¿Conoces cuál es nuestra situación? Bien, ¿qué necesito? ¿Qué crees que debería hacer?

—Tendrías que haber pensado más en tu gente —respondió Fridtjof Nansen. El ordenador traducía—. Pero entiendo que es demasiado tarde para alterar de nuevo el curso. Ten paciencia.

—Resiste —dijo Ernest Shackleton. El hielo le relucía en la barba—. No te rindas jamás.

—Piensa en los demás —exhortó Nansen—. Sí, tú estás al mando, y así debe ser; pero piensa cómo lo perciben ellos.

—Comparte tu visión —añadió Marc Aurel Stein—. Yo morí satisfecho porque fui donde había deseado ir durante sesenta años. Ayúdalos a desear lo mismo.

—¡Ja! ¿Por qué se resisten? —rugió Peter Freuchen—. ¡Por Dios, qué aventura! ¡Llámame de nuevo cuando llegues allí, muchacho!

—Dadme vuestro consejo —suplicó Hanno—. He descubierto que no soy ningún Boecio, para consolarme con la filosofía. Quizás haya cometido un tremendo error. Dadme vuestra fuerza.

—Sólo hallarás fuerza en ti mismo —declaró Henry Stanley—. No en fantasmas como nosotros.

—¡Pero no sois fantasmas! Os han hecho a partir de lo que fue real…

—Si algo de lo que hicimos sobrevive hasta hoy, deberíamos estar orgullosos —dijo Nansen—. Vamos, démosle utilidad. Tratemos de brindar buenos consejos.

Willem Barents tiritó.

—¿Para un viaje tan extraño, que quizá termine en una muerte solitaria? Encomienda tu alma a Dios, Hanno. No hay nada más.

—No, les debemos algo más —dijo Nansen—. Son humanos. Mientras los hombres y mujeres continúen viajando, serán humanos.

La nave de un millón de años
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