9

Un buen día llamó a Aliyat a su oficina.

Era una cámara desnuda y estrecha. Una ventana daba al patio interior, pero era demasiado alta para que se vieran el agua o las flores. Había un nicho vacío que otrora había albergado la figura de un santo. En el otro extremo, una tarima sostenía una mesa llena de cartas, documentos y materiales para escribir. Él estaba sentado detrás, en un banco. Aliyat entró. Él dejó a un lado una crujiente hoja de papiro y señaló el suelo. Ella se acuclilló sobre los mosaicos desnudos. Se hizo un silencio.

—¿Bien? —dijo Zabdas.

—¿Cuál es el deseo de mi señor? —le preguntó mientras mantenía los ojos bajos.

—¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—¿De qué debe defenderse tu esclava?

—¡No te burles de mí! —gritó Zabdas—. Estoy harto de tu insolencia. Ahora has abofeteado a mi esposa. Es demasiado.

Aliyat alzó los ojos y le sostuvo la mirada.

—Suponía que Furja vendría lloriqueando a verte. ¿Qué historia se ha inventado? Tráela y déjame oírla.

Él descargó un puñetazo en el escritorio.

—Yo arreglaré esto. Yo soy el amo. Trato de ser amable. Te doy la oportunidad de explicar por qué no debo azotarte.

Ella contuvo el aliento. Lo había sospechado desde el principio, y había tenido un par de horas para ordenar las ideas.

—Mi señor debe saber que su nueva esposa y yo somos proclives a reñir. —Criatura estúpida, servil, despreciable, siempre procurando obtener los favores del hombre y dominar el harén—. Lamento que sea así. Está mal. —Le disgustaba pero tenía que decirlo—. Me insultó de modo intolerable. Le pegué una vez, con la mano abierta, entre las costillas. Ella rompió a llorar y echó a correr… hacia ti, que tienes asuntos más importantes que atender.

—A menudo ha venido con quejas. La has fastidiado desde que entró en mi casa.

—No pido más que el respeto debido a tu primera esposa, mi señor. —No me transformaré en una esclava, una perra, una cosa.

—¿Cuál fue ese insulto? —preguntó Zabdas.

—Es una infamia. ¿Debo ponerlo en mis labios?

—Descríbelo.

—Ella gritó que yo conservaba mi aspecto y mi fortaleza por… medios cuya descripción no se puede repetir en compañía decente.

—¿Estás segura? Las mujeres tienen memoria frágil.

—Supongo que si la llamaras para preguntarle, ella lo negaría. No es su primera mentira.

—La palabra de una contra la de otra —suspiró Zabdas—. ¿Qué debe creer un hombre? ¿Cuándo hallará paz para realizar su trabajo? ¡Mujeres!

—Creo que también los hombres perderían los estribos si estuvieran siempre encerrados sin nada que hacer —dijo Aliyat, pues tenía poco que perder.

—Si he decidido no… molestarte, ha sido por consideración a tu edad.

—¿Y la tuya, señor? —se atrevió a murmurar Aliyat.

Zabdas palideció. Las manchas pardas de la piel se volvieron muy visibles.

—¡Furja no me encuentra deficiente!

No todas las noches del mes, pensó Aliyat. Y, con repentina y sorprendente piedad: teme que su inquietud ante mí lo prive de la virilidad; y en verdad es probable que ese temor surta tal efecto, se dijo.

Pero se estaban acercando a un terreno peligroso. Ella retrocedió:

—Ruego el perdón de mi señor. Sin duda parte de la culpa es mía, de su servidora. Simplemente deseaba explicarle por qué hay riñas en su harén. Si Furja me demuestra cortesía, haré lo mismo.

Zabdas se frotó la barbilla y miró a lo lejos. Aliyat tuvo la turbadora sensación de que él había estado aguardando esta oportunidad. Al fin la miró y dijo con voz tensa:

—La vida era diferente para ti cuando eras joven. A los viejos les cuesta cambiar. Al mismo tiempo, el vigor que conservas te impide resignarte. ¿Estoy en lo cierto?

Ella tragó saliva.

—Mi señor dice la verdad —respondió, sorprendida de que él demostrara alguna comprensión.

—Y he oído que ayudabas a tu primer esposo en sus negocios —continuó.

Ella sólo pudo asentir.

—Bien, he pensado mucho en ti, Aliyat —dijo Zabdas con más prisa—. Mi deber ante Dios es brindarte bienestar, y eso incluye el de tu espíritu. Si el tiempo, se ha vuelto vacío para ti, si nuestra hija no es suficiente… bien, quizá podamos encontrar algo más.

El corazón de Aliyat dio un vuelco. La sangre le martilleó las sienes. De nuevo Zabdas miró a lo lejos.

—Lo que tengo en mente es irregular —dijo con cautela—. No viola la Ley, por supuesto, pero causaría habladurías. Estoy dispuesto a correr este riesgo por ti, pero debes cumplir tu parte. Debes actuar con suma discreción.

—¡Lo que ordene mi señor!

—Será un comienzo, una prueba. Si haces bien tu labor, quién sabe cómo seguiremos. Pero escucha… —agitó el índice—. En Emesa hay un joven, un pariente lejano mío, que ansia iniciarse en el negocio. Su padre quedará complacido si lo invito aquí y le instruyo. Pero yo no tengo tiempo para enseñarle los pormenores, las reglas y costumbres y tradiciones propias de Tadmor, así como los problemas prácticos…, especialmente cuando se trata de embarques, de tratar con caravaneros. Podría designar a uno de mis hombres para que lo instruya, pero no puedo prescindir de nadie. Sin embargo, supongo que tú lo recordarás. Desde luego, la discreción es esencial.

Aliyat se postró.

—¡Confía en mí, mi señor! —sollozó.

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