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El cosmos que veía la nave era cada vez más extraño. La luz deforme distorsionaba la imagen de las estrellas, mientras que el efecto Doppler volvía azules las de delante y rojas las de atrás, hasta que muchas dejaron de brillar en las longitudes de onda que captaba el ojo humano.
Según la medida de la nave, la masa de los átomos que recogían sus campos se incrementaba con la creciente velocidad; las distancias que atravesaba se encogían como si el espacio se achatara bajo el impacto; el tiempo transcurría más deprisa, cada vez menos entre una pulsación atómica y la siguiente. La Piteas no alcanzaría la velocidad de la luz, pero cuanto más aceleraba, más extraña se volvía para el universo.
Yukiko era la única entre los ocho que buscaba una comunión trascendente. Se instalaba en la cámara de navegación, que no se usaría hasta que se acercara el final de la travesía, y miraba el exterior por las pantallas. Una imponencia vasta y turbadora rodeaba su coraza de silencio susurrante: negrura, fuegos anulares, estrías de esplendor.
Antes de que el espíritu pudiera indagar esa imponencia, debía hacerlo la mente. Yukiko estudiaba las ecuaciones de tensores tal como en un tiempo estudiaba los sutras, meditaba los koans de la ciencia hasta sentirse en comunión con todo lo existente, y en la visión halló paz.
No se entregó totalmente a ese ejercicio. De haber podido hacerlo, habría abandonado a sus camaradas y descuidado su deber. Ansiaba ayudar a Tu Shan, y a otros si lo deseaban, a alcanzar la serenidad que había más allá de la majestuosidad, una vez que ella se hubiera internado a suficiente hondura. No como Boddhisatva, ni como gurú, sólo como una amiga que deseaba compartir algo maravilloso.
Los ayudaría mucho en los siglos venideros.
Necesitarían todas sus fuerzas. Las penurias y peligros importaban poco, y a menudo serían satisfactorios, un regalo de esa realidad que en la Tierra se les había escabullido de las manos. Pero la soledad. Trescientos años entre un mensaje y la respuesta. ¿Cuánto más distante se habría vuelto la Tierra en trescientos años más?
Nunca los ocho habían estado tan aislados por tanto tiempo; y eso se prolongaría. No era mucho peor que el aislamiento que soportaban en la Tierra. (Y si llegaban naves enteras de colonos, si Feacia resultaba ser habitable, ¿qué tendrían en común con los Supervivientes?). Pero los afectaba más de lo que habían previsto. Forzados a mirar dentro de sí mismos, descubrían menos de lo que habían esperado.
Los horizontes y desafíos los enriquecerían. Pero quizá siempre les rondara la comprensión de que no eran verdaderos pioneros. Tampoco eran exactamente parías, sino fracasos, vestigios de una historia que ya no importaba, enviados en esa misión casi con indulgencia, en un acto de indiferente amabilidad.
Sin embargo, sus hijos podrían disfrutar del futuro que la Tierra había perdido. Yukiko se acarició el vientre. ¡Madre de naciones! Ese cuerpo no estaba condenado como el de otras mujeres, todavía hoy.
La tecnología podía mantenerte joven, pero no podía añadir un solo óvulo a aquellos con los que nacías. (Bien, claro que podría, si la gente lo deseara, pero no lo deseaba). Su cuerpo generaba huevos como generaba dientes, durante toda su vida sin límites. (No te burles de las máquinas. Ellas te salvarán de ver nuevamente la vejez de tus hijos. Crearán la variedad genética que permitirá a cuatro parejas poblar un planeta).
Sí, aún había esperanza. Ojalá nunca se disipara.
—Nave, infórmame sobre el vuelo —pidió Yukiko.
—Velocidad punto nueve-seis-cuatro C —cantó la voz—, densidad de materia ambiental media, uno punto cero cuatro protones, todos los parámetros de misión dentro de cero punto tres por ciento, guiando navegación por el cúmulo galáctico Virgo y siete cuásares en los límites del universo observable.
Estrellas en la lejanía,
vuelo de semillas de diente de león.
¿Qué, vuelve la primavera?