3
El inspector de impuestos hojeó los papeles y frunció el ceño.
—Creo que deberíamos ver a su cliente en persona —insistió.
—Pero ya he dicho que el señor Tomek está de vacaciones en el extranjero —dijo Hanno con estudiada crispación—. Le he mostrado mi credencial de apoderado.
—Sí, sí. Sin embargo… Naturalmente, usted puede acompañarlo, señor Levine, si él desea la presencia de un abogado.
—¿Por qué? ¿Tiene usted razones para sospechar mala fe? Le aseguro que cada detalle de sus empresas está en orden. ¿Acaso no he respondido a todas las preguntas de usted en estas dos horas?
—Apenas hemos comenzado, señor Levine. Nunca he visto tamaña red de transacciones y acuerdos entrelazados.
—Investíguelos. Si encuentra usted algo ilegal me sorprenderá, pero estaré a su disposición. —Hanno recobró el aliento—. El señor Tomek es un anciano. Se ha ganado un largo descanso y los placeres que le permite la edad. No creo que usted tenga motivos legales para citarlo y, si lo intenta, elevaré una protesta formal apelando a las más altas jerarquías. —Lo cual implicaba: Tus superiores no te darán las gracias por esto.
Joven mercenario, decía la actitud del inspector, que al cabo agachó la cabeza cana. Por un instante, Hanno sintió piedad. Qué mal modo de pasar las pocas décadas valiosas que la naturaleza concedía, hostigando a la gente en sus empresas, barajando papeles, con apenas una sombra de la pasión que motivaba al entrometido de la aldea, al inquisidor religioso, al agente de la policía secreta estatal.
Hanno desechó esas ideas: Me está haciendo perder la tarde, y sí, sin duda los fastidios apenas comienzan.
—No hay rencores —dijo con estudiado tono conciliatorio—. Usted debe cumplir con su deber. Y nosotros cooperaremos. Pero… —una risa forzada—, le garantizo que no ganará ninguna comisión con esto.
El auditor sonrió amargamente.
—Admito que usted me ha dado todo lo necesario para efectuar una revisión preliminar. Comprenda que no acusamos a nadie. Sería fácil cometer errores honestos en este… enredo.
—El personal del señor Tomek es muy minucioso. Si usted ya no me necesita por hoy, le dejaré hacer su trabajo.
Debía estar más tranquilo, tanto por dentro como por fuera, pensó Hanno al marcharse. Sólo debía temer una pequeña molestia, ya que los asuntos de Charles Tomek eran defendibles de veras. Cada uno de los pasos por los cuales una suculenta renta de millones se transformaba en una renta imponible de cientos de miles era legal. Que el Servicio de Renta Interna empleara todo su arsenal. No sólo los gobiernos usaban ordenadores. Los seres humanos también. Y Washington aún no tenía impuesto de renta. Ése era uno de los motivos por los cuales Hanno se había mudado a Seattle. Por otra parte, no había desperdiciado la tarde. Temiendo eso, no había fijado otros compromisos; aún podía disfrutar de ese día de verano.
No obstante, la entrevista le molestaba. Sabía por qué. Me lo han estropeado, pensó. En un tiempo éste era un país libre. Oh, siempre supe que no podía durar, que también aquí las cosas debían volver a la norma: amos y esclavos, aunque usen otros nombres. Y hasta ahora gozamos de mayor felicidad de la que nunca hubo en la mayor parte del mundo. Pero, demonios, la democracia moderna cuenta con tecnología para controlarnos mucho más que César, Torquemada, Solimán o Luis XIV.
Suspiró en el ascensor, reprimiendo el deseo de fumar, aunque estaba solo. Al margen de las leyes que se multiplicaban como pulgas, debía consideración a los pulmones de los pobres y vulnerables mortales. Había reducido su imponibilidad tanto como podía. Un hombre que vivía en determinado país debía aportar una contribución legítima para el mantenimiento y la defensa. Todo lo demás era extorsión.
Peregrino no está de acuerdo, reflexionó Hanno. Habla de necesidades humanas, biosfera amenazada, misterios científicos, y dice que es romanticismo suponer que la empresa privada puede hacerse cargo de todo. Sin duda tiene cierta razón. ¿Pero dónde se traza el límite?
Tal vez he andado demasiado y eso me ha creado prejuicios. Pero recuerdo, por ejemplo, esas gloriosas obras públicas que el gobierno emprendía en Egipto, siglo tras siglo, y cuánto beneficiaban al pueblo: pirámides, estatuas de Ramsés II, tributo en granos para Roma, la presa de Asuán. Recuerdo las tiendas que cerré, los nombres y mujeres sin empleo, desalentados por regulaciones y exigencias burocráticas.
Llegó al centro. Un viento fuerte y frío traía aromas de agua salada junto con la pestilencia de los automóviles. El cielo derramaba la luz del sol. Las multitudes trajinaban. Un músico callejero tocaba una melodía que, a juzgar por su semblante, le agradaba. El viento agitaba la falda de una deliciosa muchacha, un espectáculo tan magnífico como la vieja Gloria y su báculo encima de un edificio. Esa vitalidad reanimó a Hanno.
Por un minuto, pensó en cuestiones prácticas. Pronto tendría que librarse de Charles Tomek. Muerte y cremación en el exterior, viudo, sin hijos, el patrimonio legado a diversos individuos y ciertas fundaciones… Con el tiempo, el abogado favorito de Tomek también tendría que perderse de vista. Eso sería más sencillo; en Estados Unidos debía de haber cientos o miles de hombres con el nombre Joseph Levine. Y las identidades adicionales en otros cuatro países, desde director de revistas hasta jornalero, sí, todas requerían atención. Las que había creado como escapatorias, mero camuflaje, por si un día las necesitaba, aún debían de ser seguras. Otras estaban destinadas a la diversificación, para que él pudiera llevar a cabo sus empresas e inversiones sin llamar la atención más de la cuenta; y algunas de ellas, como Tannahill, estaban llamando la atención. ¿Cuánto tiempo podría continuar esa danza?
¿Cuánto tiempo deseaba continuarla? Entendía que su rencor contra el Estado moderno derivaba en gran medida de la invasión de la intimidad; y la intimidad, como la libertad, era una idea nueva y frágil. Demonios, él era un marino, quería una cubierta bajo los pies. Pero durante casi todo el siglo veinte sólo había podido operar, si mantenía el secreto, en oficinas, mediante el correo y el telégrafo y el teléfono y el ordenador, buscando ganancias de papel, en una situación no mucho mejor —salvo por sus yates, mujeres, fiestas, lujos, viajes y la búsqueda que le obsesionaba— que el pobre publicano, su enemigo.
¿Con qué finalidad? ¿Riqueza? Era el camino fenicio hacia el poder. ¿Pero cuánto poder podría utilizar? No había dinero capaz de anular una cabeza nuclear. A lo sumo, le conseguiría refugio para él y los suyos, y los medios para comenzar de nuevo una vez que se asentaran las cenizas. Para eso bastaban uno o dos millones de dólares. Entretanto, ¿por qué no cerrar sus empresas por diez años, hacer vacaciones mientras esa civilización durase? ¿Acaso no las merecía? ¿Pero querían eso sus camaradas? Esos tres eran tan vehementes, cada cual a su modo. Y, desde luego, en cualquier momento esa búsqueda renovada podía dar con otros. O quizá no sucediera nada.
El viento arreció. De pronto Hanno lo acompañó con una sonora carcajada, ignorando las miradas de asombro. Quizá su vida a través de la historia lo hubiera vuelto un poco paranoico, pero había aprendido que cada hora de libertad era un don precioso que se debía saborear plenamente y almacenar donde no pudieran irrumpir ladrones. Una bella tarde y una velada le habían caído en las manos. ¿Qué hacer con ellas?
¿Un trago en el bar de la Aguja Giratoria? La vista de las montañas y el agua era incomparable, y Dios sabía cuándo tendrían otro día claro. No. Esa entrevista lo había puesto de ánimo introspectivo. Necesitaba compañía. Natalia aún estaba en el trabajo, negándose orgullosa y sabiamente a permitir que él la mantuviera. Tu Shan y Asagao estaban en Idaho, Peregrino en las Olimpíadas, en uno de sus viajes con mochila. Podía entrar en Emmett Watson’s para disfrutar de una cerveza, unas ostras y el ambiente de camaradería… No, el peligro de toparse con un poetastro era muy grande. Bromas aparte, no sentía ganas de charlar con alguien a quien no vería de nuevo.
Quedaba una sola posibilidad; y hacía tiempo que no visitaba el laboratorio de Giannotti. No podía haber ocurrido nada espectacular, de lo contrario se lo habrían notificado, pero siempre resultaba interesante recibir un informe personal.
Al tomar esa decisión, Hanno ya había llegado al aparcamiento donde esperaba el Buick registrado a nombre de Joe Levine. Pensó en ir directamente a su destino. Sin duda nadie lo seguiría. Pero podía ocurrir un accidente, y la inmortalidad transformaba la cautela en hábito. Más aún, se proponía terminar el día con Natalia, de modo que enfiló en medio del tráfico hacia el apartamento de Levine, cerca del Distrito Internacional. Tenía un aparcamiento propio. En el apartamento abrió una caja de caudales oculta y cambió los documentos de Levine por los de Robert Cauldwell. Un taxi lo llevó hasta un garaje público donde Cauldwell alquilaba una plaza. Entró en su Mitsubishi, y regresó a la calle.
Le gustaba mucho más esa máquina de zumbido ronroneante. Demonios, parecía que tan sólo ayer Detroit fabricaba los mejores coches que se podían comprar por ese precio.
Se dirigió a un simple edificio de ladrillos, un depósito reformado, en un sector de industria ligera entre el Lago Verde y el campus de la Universidad. Una placa de bronce anunciaba en la puerta: INSTITUTO RUFUS. A los curiosos se les informaba que el señor Rufus había sido un amigo del señor Cauldwell, un dueño de astilleros que subsidiaba este laboratorio para investigaciones científicas fundamentales. Con eso quedaban satisfechos. El trabajo que se efectuaba allí les interesaba mucho más, pues enfatizaba la citología molecular y el esfuerzo para descubrir por qué envejecían los seres vivientes.
Había sido un modo elegante de que Cauldwell se librara de sus propiedades y se retirase al anonimato. Dos identidades de magnate eran demasiadas ahora que el gobierno se inmiscuía tanto. Tomek ganaba más dinero y dejaba menos rastros. Además, esto podía ofrecer una esperanza… El director Samuel Giannotti estaba ante el banco del laboratorio. El personal era reducido pero selecto, la administración era mínima y manejable, y Giannotti podía dedicarse a sus estudios. Cuando llegó Hanno, el científico se tomó tiempo para concluir el experimento antes de escoltar al fundador hasta la oficina. Era una habitación llena de libros, tan desaliñada como ese personaje corpulento y calvo. Había una silla giratoria para cada uno. Giannotti tomó whisky de un mueble bar, hielo y soda de una nevera, y preparó tragos mientras Hanno encendía la pipa.
—Ojalá dejaras esa cosa pestilente —dijo Giannotti con voz cordial, sentándose en el crujiente asiento—. ¿Quién te la dio? ¿El rey Tutankamón?
—Él fue anterior a mi época —contestó Hanno—. ¿Te molesta? Sabía que habías dejado de fumar, pero no creía que adoptaras la actitud evangelizadora de muchos ex fumadores.
—No, en mi profesión uno se habitúa a los malos olores.
—Bien. ¿Cómo decía Chesterton?
—«Si hay algo peor que el moderno debilitamiento de la gran moral, es el moderno fortalecimiento de la pequeña moral». —Citó Giannotti, que era un devoto—. O, en el mismo ensayo: «El gran riesgo de nuestra sociedad es que todo su mecanismo se puede volver más fijo a medida que su espíritu se vuelve más inconstante». Aunque rara vez te preocupas en voz alta por la moral o el espíritu.
—Tampoco por la provisión de oxígeno…
—Obviamente.
—… ni por otras necesidades de la supervivencia. No me molestaría tanto que nos dirigiéramos hacia una nueva era puritana si el puritanismo se interesara en cosas importantes. —Hanno sacó una cerilla y encendió el tabaco.
—Bien, yo me preocupo por ti. Tu cuerpo se ha recobrado de traumatismos que habrían liquidado a cualquiera de nosotros, comunes mortales, pero eso no significa que tu inmortalidad sea absoluta. Una bala o una dosis de cianuro te despacharían igual que a mí. No estoy convencido de que tus células puedan soportar para siempre ese insulto químico.
—Los fumadores de pipa no inhalan, y para mí los cigarrillos son t ante de mieux. —Hanno enarcó las cejas—. Aun así…, ¿tienes razones científicas firmes para fundamentar lo que has dicho?
—No —admitió Giannotti—. Aún no.
—¿Qué has descubierto últimamente?
Giannotti bebió un sorbo.
—Tuvimos noticias sobre un trabajo interesante en Gran Bretaña. Fairweathen de Oxford. Parece que el ritmo al cual el ADN celular pierde grupos de metilo está correlacionado con la longevidad, al menos en los animales que se han estudiado. Jaime Escobar se dispone a investigar esta cuestión. Yo examinaré células tuyas desde ese punto de vista, con especial referencia a la glícosilación de proteínas. Con discreción, desde luego. Necesito material fresco de vosotros cuatro, sangre, piel, muestra de tejido muscular para una biopsia, para iniciar nuevos cultivos con ese propósito.
—Cuando quieras, Sam. ¿Pero qué significa esto, con exactitud? —Querrás decir: «¿Qué puede significar esto, vagamente?». Hasta ahora sabemos poco. Bien, trataré de sintetizarlo, pero tendré que repetir cosas que ya he dicho.
—Está bien. Soy totalmente lego. Mis hábitos de pensamiento básicos se formaron a principios de la Edad de Hierro. En cuestiones científicas, no me viene mal una repetición.
Giannotti se inclinó hacia delante, apasionado por su investigación.
—Los británicos no están seguros. Quizá la desmetilación se deba al daño acumulativo sufrido por el ADN, quizá la enzima metilasa se vuelva menos activa con el curso del tiempo, quizá sea otra cosa. En cualquier caso, ello puede derivar en el deterioro de mecanismos que antes impedían la expresión de otros genes, aunque por ahora esto es sólo una sugerencia. Tal vez esos genes queden en libertad para producir proteínas que tienen efectos deletéreos sobre otros procesos celulares.
—Los pesos y contrapesos se desmoronan —murmuró Hanno a través de una densa nube de humo azul.
—Probablemente, pero esa afirmación es tan vaga y general que resulta inútil. Es casi una tautología. —Giannotti suspiró—. Pero no creas que aquí tenemos mucho más que una pieza del rompecabezas, si la tenemos siquiera. Y es un rompecabezas en tres dimensiones, o cuatro, o n, en un espacio no necesariamente euclidiano. Por ejemplo, tu regeneración de partes tan complejas como los dientes implica algo más que estar libre de la senectud. Implica retención de la juventud, incluso características fetales, no en la mera anatomía sino tal vez en el nivel molecular. Y tu fantástico sistema de inmunidad debe de estar conectado de algún modo.
—Sí —asintió Hanno—. El envejecimiento no es una sola cosa. Es un complejo de diversas… enfermedades, todas con síntomas similares, como la gripe o el cáncer.
—No creo que sea así —replicó Giannotti. Habían conversado varias veces sobre el tema, pero el fenicio tenía razón en insistir. Debía de haber obtenido un apabullante conocimiento sobre sí mismo, pensaba a veces Giannotti—. Parece haber un factor común, en el caso de cada organismo mortal con más de una célula, y quizá también en los unicelulares, aun en los procariotes y virus… pero no sabemos cuál. Quizá el fenómeno de la desmetilación nos dé una pista. En todo caso, ésta es mi opinión. Admito que mis fundamentos son más o menos filosóficos. Siendo biológicamente fundamental, la muerte tendría que figurar en la trama de la evolución, virtualmente desde el comienzo.
—Ajá. Una ventaja para la especie, o mejor dicho, la línea de descendientes. Eliminar las viejas generaciones, crear espacio para el cambio genético, permitir el desarrollo de tipos más eficaces. Sin muerte, aún seríamos trozos de gelatina en el mar.
—Tal vez haya algo más. —Giannotti meneó la cabeza—. Pero no puede ser todo. No explica que los humanos sobrevivan a los ratones por un orden de magnitud, por ejemplo. Ni las especies que viven indefinidamente, como el Pinus aristata. —Sonrió con fatiga—. No, lo más probable es que la vida se haya adaptado al hecho, aprovechándolo del mejor modo posible, de que tarde o temprano, de un modo u otro, la entropía bajará el telón de sus maravillosos juegos malabares químicos. No sé si tu especie representa el próximo paso en la evolución, un conjunto de mutaciones que crearon un sistema con mecanismos de seguridad.
—Pero no lo crees, ¿verdad? —preguntó Hanno—. Nuestros hijos no son como nosotros.
—No, no lo son —dijo Giannotti con una mueca fugaz—. Sin embargo, eso puede llegar. La evolución es experimental. Aunque esto suene antropomórfico —añadió—. A veces cuesta no serlo.
Hanno chasqueó la lengua.
—Cuando dices esas cosas, me cuesta admitir que seas católico y creyente.
—Esferas separadas —respondió Giannotti—. Pregunta a cualquier teólogo competente. Ojalá lo hicieras, pobre ateo solitario, —y añadió—: Lo cierto es que el mundo material y el mundo espiritual no son idénticos.
—Y sobreviviremos a las galaxias, tú y yo y todos —había dicho una vez hacia el alba, cuando habían bebido más de la cuenta—. Puedes tener una vida corporal de diez mil años, o un millón, o mil millones, pero no importarán mucho más que los tres días que tuvo un bebé prematuro. Quizá menos; el bebé murió inocente… Pero éste es un problema fascinante, y tiene potencialidades ilimitadas para todo el mundo, si podemos resolverlo. Tu existencia no puede ser un mero accidente estocástico.
Hanno no discutió, aunque prefería sus chanzas cotidianas, o las charlas directas acerca del trabajo. Al cabo de años de conocerlo, había descubierto que Giannotti era uno de los pocos a quienes podía confiar su secreto; y en este caso era posible que contribuyera a terminar con la necesidad de guardar tal secreto. Si Sam Giannotti soportaba la idea de que ciertas vidas se prolongaban durante milenios, sin contarlo ni siquiera a la esposa, a causa de una fe cuyos elementos eran tan antiguos, por lo que Hanno recordaba, como la Tiro de Hiram, que así fuera.
—Pero no importa —continuó el científico—. Lo que deseo, ahora y siempre, es lo mismo. Que me liberes de mi promesa y me permitas darme a conocer, mejor dicho, que dé a conocer lo que eres.
—Lo lamento —dijo Hanno—. ¿Debo repetirte mis razones?
—Olvida esa suspicacia, por favor. No sé cuántas veces te lo he dicho: la Edad Media ha quedado atrás. Nadie te quemará por brujo. Muestra al mundo las pruebas que me mostraste a mí.
—He aprendido a no cometer actos irrevocables.
—¿Cómo hacerte entender? Estoy encadenado. No puedo decir la verdad ni siquiera a mi personal. Giramos en círculos… Si tú revelas lo que eres, Bob, descubrir el mecanismo de la inmortalidad se transformará en máxima prioridad para la raza humana. Se invertirán en ello todos los recursos. Te aseguro que saber que es posible equivale a media batalla ganada. Podrían descubrirlo dentro de diez años. ¿No comprendes que entretanto, con semejante perspectiva para todos, se extinguirían la guerra, la carrera armamentista, el terrorismo y el despotismo? ¿Cuántas muertes innecesarias puedes soportar en tu conciencia?
—Insisto, dudo que el resultado sea tan bucólico —replicó Hanno—. Aunque tres mil años de experiencia importen poco, indican lo contrario. Una revelación repentina como ésa causaría mucho alboroto.
No era preciso repetirle cómo controlaba ese veto. Si era necesario, eliminaría las pruebas que había usado para convencer a Giannotti. Peregrino, Tu Shan y Asagao estaban habituados a seguirlo, pues era el mayor. Si uno de ellos se rebelaba —y se revelaba—, no contaría con pruebas como las que había reunido Hanno. Al cabo de cuarenta o cincuenta años de observación, la gente tomaría sus afirmaciones en serio, ¿pero por qué un inmortal pasaría tanto tiempo bajo custodia? Richelieu había tenido razón, tres siglos y medio atrás. Los riesgos eran excesivos. Si tu cuerpo permanecía joven, conservabas el fuerte afán de vivir de un animal joven.
Giannotti se hundió en la silla.
—Qué diablos, no revivamos una vieja discusión —masculló. En voz más alta—: Te pido que olvides el pesimismo y el cinismo y recapacites. Cuando todos puedan tener tu longevidad, ya no tendrás razones para ocultarte.
—Claro —convino Hanno—. ¿Por qué crees que fundé este lugar? Pero dejemos que el cambio llegue gradualmente, con aviso previo. Deja que mis amigos, el mundo y yo tengamos tiempo para prepararnos. Entretanto, como has dicho, es una vieja discusión.
Giannotti rió como un hombre que se quita un peso de encima.
—De acuerdo. Negocios y chismes. Cuéntame qué hay de nuevo.
En buena compañía, el tiempo corre.
Eran más de las seis cuando Hanno frenó ante la casa de Cauldwell.
El austero edificio de Queen Anne Hill tenía una vista magnífica. La disfrutó durante un minuto. Las lejanas montañas titilaban bajo el sol poniente, irreales como un sueño o el país de nunca jamás. Al sur, bajo la esbelta silueta de la Aguja Giratoria, la luz transformó la bahía de Elliot en plata derretida y bañó de oro las copas de los árboles. Más allá, el Rainier se elevaba al cielo, roca azul y pureza blanca. El aire era más fresco. Los ruidos del tráfico apenas eran un susurro, y un petirrojo gorjeaba melodiosamente. Sí, pensó, era un planeta encantador, un tesoro de Aladino. Lástima que los humanos lo estropearan. No obstante, planeaba quedarse allí.
Entró a regañadientes. Natalia Thurlow estaba allí, y la puerta no tenía puesto el pestillo. Ella miraba las noticias de la televisión. Una cara de mandíbula ancha y nariz ganchuda llenó la pantalla. La voz era suave y sonora:
—…Unirme a vuestra noble causa. Es la causa de los hombres y mujeres de buena voluntad en todas partes. Este despilfarro de inauditas riquezas en armas y destrucción masiva, mientras los seres humanos padecen hambre y carencias, debe terminar, y terminar pronto. Me comprometo… —La cámara retrocedió mostrando una sala atestada. En el escenario, banderas americanas y soviéticas flanqueaban a Edmund Moriarty. La bandera de las Naciones Unidas ondeaba detrás, y un banderín anunciaba COMITÉ DE CIUDADANOS COMPROMETIDOS CON LA PAZ.
—¡Por Judas! —rezongó Hanno—. ¿Quieres que vomite en nuestra preciosa alfombra nueva?
Natalia apagó el televisor y lo recibió con un abrazó y un beso. Él respondió cálidamente. Era una rubia esbelta de poco más de treinta años que sabía complacerlo, entre otras cosas, por ser una mujer independiente.
Soltándolo, le acarició el pelo revuelto.
—Vaya, has olvidado muy pronto tu mal humor —rió—. No tan deprisa, por favor. La cena no esperará más que el tiempo justo para un trago. Te esperaba más temprano. —Habitualmente cocinaba ella. Hanno se las arreglaba bien, pero a Natalia le relajaba cocinar después de trabajar todo el día en software de ordenador. Natalia ladeó la cabeza—. Desde luego, después…
—Bueno, sólo quiero una cerveza. He bebido un par de tragos en el laboratorio, con Sam.
—Pensé que planeabas una tarde menos divertida.
—Así es, pero me libré del Servicio de Extorsión interna antes de lo que temía. —Había mencionado la entrevista, aunque no la identidad del afectado. Fue a la cocina. Ella ya se había servido jerez. Hanno se sentó junto a Natalia con un vaso de Ballard Bitter, y notó que estaba enfadada.
—Bob —dijo Natalia, me agradaría que dejaras de hacer bromas insidiosas sobre el gobierno. Claro que tiene sus defectos, incluida la prepotencia, pero es nuestro.
—«Gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo». Sí. El problema es que las tres clases de pueblo no son la misma.
—Te he oído hablar sobre el tema, por si lo has olvidado. Si entiendes que ésa es la naturaleza del gobierno, ¿por qué refunfuñas contra éste? Es lo único que se interpone entre nosotros y algo peor.
—No si el senador Moriarty se sale con la suya.
—Oye, tienes derecho a decir que está equivocado, pero no a llamarlo traidor, tal como insinúas. Habla en nombre de millones de estadounidenses decentes.
—Eso creen ellos. Su verdadero electorado está constituido por industrias que votan por sus protecciones tarifarias y subsidios, vagos que votan por sus limosnas, intelectuales que votan por sus eslóganes. En cuanto a su flamante pacifismo, es la moda actual. Antes, los de su calaña siempre nos metían en guerras en el extranjero, excepto que no debíamos ganar ninguna que se librara contra los comunistas. Ahora junta votos adicionales, que quizá lo lleven un día a la Casa Blanca, diciéndonos que la violencia nunca soluciona nada. Si tan sólo los padres de la ciudad de Cartago pudieran hablarle.
Ella dejó de lado su irritación y replicó con una sonrisa socarrona:
—Conque plagiando a Heinlein, ¿eh?
Hanno admiraba la destreza con que Natalia neutralizaba una discusión, que abundaban últimamente. Se relajó riendo.
—Tienes razón, soy un tonto al desperdiciar un buen trago hablando de política, sobre todo en compañía de una mujer tan sexy.
Por dentro pensó: Aunque tal vez ese sujeto haya caído en mis garras. Mañana obtendré una grabación de la sesión. Si fue como sospecho…, bien, el próximo número de The Chart Room está a punto de salir. Apenas tendré tiempo para sacar el editorial de Tannahill e insertar otro que escribiré con gran Schadenfreude.
Natalia apoyó una mano encima de la de él.
—Tú también eres bastante sexy, para tu información. Terriblemente reaccionario…, pero si se supiera cómo eres en la cama, tendría que ahuyentar a las mujeres con un sillelagh.
Dejó de sonreír.
Guardó silencio antes de murmurar:
—No, retiro la primera parte. Creo que te ensañas con los gobiernos porque has visto a las víctimas de sus torpezas y sus crueldades. Sería distinto si tuvieras un cargo. Bajo esa costra severa, eres delicado y considerado.
—Y demasiado listo para codiciar el poder —interpoló Hanno.
—Y además no eres tan viejo. No en lo que cuenta, al menos.
—Sesenta y siete, la última vez que eché cuentas. —Según el certificado de nacimiento de Robert Cauldwell—. Podría ser tu padre, o tu abuelo si mi hijo y yo hubiéramos sido algo precoces. —Podría ser cien veces tu bisabuelo. Quizá lo sea.
Notó que ella le examinaba, pero no la miró.
—Cuando te observo —dijo Natalia—, veo una persona que parece más joven que yo. Es inquietante.
—Ya te lo he dicho, antepasados persistentes. —Un frasco de tintura capilar, para fingir que complacía una pequeña vanidad—. También te he dicho que empieces a buscar un modelo más reciente. Honestamente, no quiero que se haga tarde para ti.
—Veremos. —Una sola vez en tres años ella había sugerido el matrimonio. Con una identidad más joven, Hanno tal vez habría aceptado. En esas circunstancias, no podía explicarle que sería una mala pasada para ella.
Por un instante, pensó que si daba a conocer lo que era y la estimación de Giannotti era atinada, Natalia podría convertirse en inmortal. Quizá también la rejuvenecieran; con tal dominio de la bioquímica, eso resultaría fácil. Pero aunque ella le agradaba, hacia siglos que Hanno no se permitía enamorarse de veras; y no estaba preparado para exponer al mundo a consecuencias incalculables. No esa noche, al menos.
—¿Quién es tu amigo danés? —preguntó ella con jovialidad.
Hanno parpadeó.
—¿Qué?
—En la correspondencia de hoy. Fuera de eso, nada especial… Oye, ¿es tan importante?
La cabeza le martilleaba.
—Veremos. Excúsame un minuto.
No había pensado en el correo. Estaba en la esquina de una mesa. Cuando cogió el sobre con sello de Copenhague, vio el nombre impreso, la dirección de un hotel y, escrito a mano, «Heknut Becker».
Su agente de Francfort, que recibía las respuestas a un anuncio publicado en el norte de Europa y estudiaba a las personas que pudieran encajar en los requerimientos. Desde luego, Becker creía que el laboratorio Rufus deseaba establecer contacto con miembros de familias longevas; si eran jóvenes pero revelaban inteligencia, como la que se podía manifestar con cierto conocimiento de la historia, eran ideales…
Hanno procuró dominar el temblor de la boca y las manos. Abrió la carta. Estaba escrita en un inglés pomposo, pero no había razón para que Natalia no la leyera. Ella conocía el proyecto, consideraba que el enfoque era poco científico, pero lo toleraba junto con el resto de sus excentricidades. De hecho, convenía fingir franqueza con ella, para ocultar la excitación que sentía por dentro.
—Parece que tengo que hacer un pequeño viaje —le dijo.