3

Hairan el vinatero tuvo un nieto varón, para gran regocijo de su casa. La fiesta con que él y su padre agasajaron a parientes y amigos duró hasta tarde en la noche. Aliyat se retiró temprano a la parte trasera del edificio, donde tenía una habitación. Nadie lo tomó a mal; a fin de cuentas, aunque sus años le granjearan respeto, eran un peso.

No fue a descansar como todos suponían. Una vez a solas, irguió la espalda y dejó de arrastrar los pies. Ligera y ágil, salió por una puerta trasera. Las abultadas prendas negras que le disimulaban la figura ondeaban con su prisa. Llevaba la cabeza cubierta, como de costumbre, para ocultar la negrura de sus rizos. La familia y los sirvientes a menudo comentaban que su rostro y sus manos eran asombrosamente juveniles, pero ahora se cubrió con un velo.

Se cruzó con un esclavo que realizaba sus tareas, y él la reconoció pero se limitó a saludarla. No diría que la había visto. Él también era viejo, y sabía que uno debe soportar a los viejos si a veces se ponen un poco raros.

El aire de la noche era benignamente fresco. La calle era un corredor de sombras, pero los pies de Aliyat conocían cada piedra y la llevaron sin dificultad al peristilo. Desde allí caminó hacia el ágora. La luna llena alumbraba las azoteas. El fulgor ocultaba algunas estrellas, aunque más abajo titilaban en enjambres. Las columnas relucían de blancura. Las pisadas de Aliyat retumbaban en el silencio. Casi toda la gente dormía. Era arriesgado, pero no tanto. Bajo dominio persa, los guardias de la ciudad continuaban manteniendo la ley y el orden. Aliyat se ocultó detrás de una columna cuando vio pasar un escuadrón. Las puntas de las picas relucieron bajo la luz de la luna. Si la hubieran visto, habrían tratado de llevarla a su casa, a menos que la tomaran por una ramera, lo cual habría suscitado preguntas para las cuales no tenía respuesta.

«¿Por qué vagabundeas en la oscuridad?». Lo ignoraba, pero tenía que marcharse un rato o de lo contrario empezaría a gritar.

No era la primera vez.

En la calle de los Mercaderes viró hacia el sur. El grácil teatro se elevó a su derecha. A la izquierda se erguían el pórtico y la muralla que rodeaban el ágora, fantasmales bajo la luna. Aliyat había oído decir que eran sólo fragmentos de lo que habían sido antaño, antes de que hombres desesperados los destruyeran buscando material de fortificación cuando los romanos cerraban el cerco sobre Zenobia. Eso congeniaba con su estado de ánimo. Atravesó un portal y salió a la ancha plaza.

El recuerdo del ajetreo diurno la hacía parecer aún más vacía. Las estatuas de altos funcionarios, comandantes militares, senadores y, sí, caravaneros, la rodeaban como centinelas de una necrópolis. Aliyat caminó hasta el centro, bajo el claro de luna, y se detuvo. Sólo oía sus jadeos, las palpitaciones de su corazón.

—Miriamne, Madre de Dios, te… agradezco… —Las palabras murieron en sus labios. Eran tan huecas como el lugar donde se encontraba, y si las terminaba serían una parodia.

¿Por qué no sentía satisfacción ni gratitud? El hijo de su hijo había tenido un hijo. La vida de Barikai perduraba en ellos. Si Aliyat hubiera podido invocar la amada sombra de su esposo en la noche, sin duda él habría sonreído.

Tiritó. No podía evocar el recuerdo. El rostro de Barikai era apenas un borrón; tenía palabras para describirlo, pero ya no lo veía. Todo retrocedía en el pasado, sus amores morían y morían y morían, y Dios no le permitía seguirlos.

Debía alabarlo con canciones por estar lozana e íntegra, no tocada por los años. ¿Cuántos, postrados, arrugados, desdentados, medio ciegos, inflamados por el dolor, ansiaban la misericordia de la muerte? Mientras que ella… Pero el temor crecía año a año, las miradas furtivas, los murmullos, los signos furtivos para ahuyentar el mal. Hairan mismo veía en el espejo su pelo gris y su frente arrugada y se preguntaba qué pasaba con la madre; Aliyat sabía, lo sabía. Trataba de mantenerse aparte, para no despertar sospechas y comprendía que sus parientes participaban en una conspiración silenciosa para no mencionarla ante los extraños. Y así ella se convertía en la extraña, la que estaba siempre sola. ¿Cómo podía ser bisabuela cuando en sus entrañas ardía el deseo? ¿Era ésa la razón del castigo, o habría olvidado algún espantoso pecado de la niñez?

La luna avanzó en el cielo mientras giraban las estrellas. Lentamente, el cielo le transmitió su turbadora serenidad. Aliyat emprendió el regreso. No se rendiría. Aún no.

La nave de un millón de años
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