3

—Ven conmigo al peristilo —dijo Lugo.

—Oh, encantada —canturreó Cordelia, casi bailando.

Era un atardecer sereno y despejado. La luna, casi llena, brillaba sobre el tejado este en un cielo azul violáceo. Hacia el oeste, el cielo se oscurecía y despuntaban estrellas trémulas. El claro de luna moteaba los canteros, tiritaba sobre el agua de un estanque, bañaba de plata el rostro joven y los senos de Cordelia.

Permanecieron unos pocos minutos tomados de la mano.

—Hoy has estado atareado —dijo ella al fin—. Cuando regresaste temprano, pensé… Desde luego, tenias trabajo que hacer.

—Por desgracia, sí —respondió Lugo—. Pero estas horas nos pertenecen.

Se apoyó en él. Su melena castaña conservaba la fragancia del sol.

—Los cristianos deben agradecer lo que tienen. —Cordelia rió—. Es fácil ser cristiana esta noche.

—¿Cómo se han portado hoy los niños? —preguntó él. Su hijo Julius, que ya no se tambaleaba sino que brincaba por todas partes, y empezaba a hablar; y la pequeña Dora, dormida en su cuna, las manitas entrelazadas.

—Bien, muy bien —dijo Cordelia, algo sorprendida.

—Los veo tan poco.

—Te interesas por ellos. Pocos padres se interesan tanto como tú. —Cordelia le apretó la mano—. Quiero darte muchos hijos. —Y añadió con picardía: —Podemos empezar enseguida.

—Yo… he intentado ser amable.

Ella oyó cómo arrastraba las palabras, soltó a Lugo, y lo miró con alarma.

—¿Qué pasa, querido?

Él se obligó a aferrarle los hombros, a mirarla a la cara. El claro de luna la hacía desgarradoramente bella.

—Entre nosotros, nada —respondió. Sólo que tú envejecerás y morirás. Y ha ocurrido tantas, tantas veces. No puedo contar las muertes. No hay medida para el dolor; pero creo que no ha disminuido; simplemente he aprendido a convivir con él, como un mortal aprende a convivir con una herida incurable. Creí que tendríamos treinta, quizá cuarenta años antes de mi partida. Habría sido maravilloso—. Pero debo realizar un viaje inesperado.

—¿Algo que te dijo ese hombre, Marco? —Lugo asintió. Cordelia hizo una mueca de disgusto—. No me agrada. Perdóname, pero no me agrada. Es tosco y estúpido.

—En efecto —convino Lugo. Le había parecido conveniente que Rufus compartiera la cena con ellos. El encierro en la Sala Baja, con la única compañía de sus temores y esperanzas animales, habría desbaratado la poca compostura que le quedaba y la necesitaría para el porvenir—. Aún así, me trajo información importante.

—¿Puedes decirme de qué se trata? —Cordelia se esforzó para que no pareciera una súplica.

—Lo lamento, no. Tampoco puedo decir adónde me dirijo ni cuánto tardaré en regresar.

Ella le cogió ambas manos. Se le habían enfriado los dedos.

—Los bárbaros. Piratas. Bacaudae.

—El viaje tiene sus peligros —admitió él—. He pasado buena parte del día haciendo arreglos para ti. Por si acaso, querida, por si acaso. —La besó. Los trémulos labios de Cordelia tenían un tenue gusto a sal—. Debes saber que éste es un asunto que puede interesar o no a Aureliano, pero en caso afirmativo se debe investigar de inmediato, y él está en Italia. Se lo he dicho a su amanuense Corbilo, y él te dará mi paga para tus necesidades. También te he dejado una suma sustancial en la iglesia. El sacerdote Antonino la ha guardado y me entregó un recibo que te daré. Y eres heredera de esta propiedad. Tú y los niños estaréis bien. —Siempre que Roma resista.

Ella se arrojó a sus brazos y se acurrucó. Él le acarició el pelo, la espalda, arrugando el vestido, transformando la caricia en abrazo.

—Calma, calma —la arrulló—, esto es sólo una previsión. No temas. No correré grandes riesgos. —Eso creía—. Regresaré. —Eso no era cierto y decirlo era doloroso como una llamarada.

Bien, sin duda ella se casaría de nuevo, cuando lo dieran por muerto. Lo vieron por última vez en la costa ordovicia, cuando atacaron los escoceses…

Ella se apartó, se abrazó el cuerpo, tragó saliva, sonrió trémulamente.

—Claro que S-S-sí —respondió—. R-r-rezaré por ti todo el tiempo. Y tenemos esta noche.

Hasta poco antes del alba, cuando zarpaba el Nereida. Había comprado pasajes para él y para Rufus. La mayor parte de Britania continuaba segura, pero los bárbaros causaban suficientes estragos como para que nadie cuestionada a un par de hombres que aparecían en Aquae Sulis o Augusta Londinium contando que habían huido. Dinero en mano, podrían comenzar de nuevo; y Lugo había enterrado una buena provisión de monedas fuertes en la isla, varias generaciones atrás.

—Si tan sólo pudieras quedarte —dijo Cordelia sin querer.

—Si pudiera.

Pero Rufus estaba marcado en Burdigala.

Rufus, el patán, el inmortal, quien sin duda perecería sin un hombre inteligente que lo cuidara. Y no debía morir. Por torpe que fuera, la suya era la única ayuda con que Lugo podría contar cuando se reuniera su raza.

Cordelia notó con qué dolor decía su esposo esas palabras.

—No lloraré —declaró—. Tenemos esta noche. Y muchas, muchas más cuando regreses. Te esperare, te esperaré por siempre jamás.

No, pensó Lugo, no lo harás. No tendrá sentido, una vez que consideres que eres viuda, aún joven pero con el tiempo pisándote los talones.

Tampoco podrías haber esperado por siempre jamás.

Busco a aquella que nunca tendrá que abandonarme.

La nave de un millón de años
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