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Había gente cordial en la región de Lost River, y además los granjeros chinos siempre habían prosperado en Idaho. Cuando los Tu arrendaron la propiedad que pertenecía a Tomek Enterprises, los vecinos les dieron la bienvenida. Eran gente interesante, de Taiwán, un pequeño terrateniente y la hija de un representante comercial japonés. Esos matrimonios eran mal vistos en Asia, aun tantos años después de la guerra. Además, habían tenido problemas con el gobierno del Kuomintang, nada terrible pero suficiente para sentirse limitados y acuciados. A través de la familia de ella conocieron al señor Tomek en persona, quien logró hacerlos emigrar a EE.UU. Al principio, apenas chapurreaban el inglés, pero pronto lo dominaron.
Aun así, nunca se adaptaron del todo. Manejaban bien los campos y rebaños. Mantenían la casa en excelente estado, y si había allí algunas cosas raras, era de esperar. Eran delicados, corteses, serviciales. Pero se mantenían al margen, no pertenecían a ninguna iglesia ni club social, entablaban relaciones sin abrirse a los demás, devolvían las visitas con buena comida y grata conversación, pero no les interesaba la vida social. Bien, a fin de cuentas eran orientales, y quizá la falta de hijos los volvía más sensibles.
Al cabo de seis años aún eran objeto de rumores. Se iban de vacaciones de vez en cuando, como la mayoría de la gente, pero apenas hablaban de ellas. Al fin regresaron con un par de niños de Chicago, chiquillos de barriadas pobres, problemáticos, uno de ellos negro. Los Tu explicaron que no era una adopción; simplemente, querían ver qué efectos tenía un hogar real en un ámbito saludable. Tenían cartas demostrando la aprobación de las autoridades.
Sus vecinos temían algo malo, la corrupción de sus propios hijos, quizá drogas. Edith Harmon, una dama de temperamento, decidió visitarlos cuando Shan estaba ausente para hablar con Asagao.
—Entiendo tus sentimientos, querida, y admiro tu bondad, pero hay un exceso de buenas intenciones hoy en día.
—¿Son mejores las malas intenciones? —preguntó Asagao con una sonrisa. Y continuó—: Le prometo que todo irá bien. Mi esposo y yo hemos criado niños antes.
—¿De veras?
—Da sentido a nuestra vida. Tal vez usted haya oído hablar del concepto budista de adquirir méritos. Permítame ofrecerle una taza de café.
Tuvieron éxito. Al principio hubo fricciones, sobre todo en la escuela. El niño se metió en un par de peleas, y una vez sorprendieron a la niña robando en una tienda. Sus padres adoptivos los enderezaron. Quizá Shan no fuera el hombre más listo del mundo, pero no era tonto, y tenía un poder de persuasión que no se debía sólo a la fuerza física. Asagao era callada y dulce pero incisiva, como descubrieron sus vecinos. Los niños trabajaban con ahínco en el rancho y pronto trabajaron con empeño en la escuela. Se volvieron populares. Al cabo de cuatro años se marcharon, adultos y aptos para emplearse en otra parte. La gente los echó de menos, y no puso objeciones cuando aparecieron nuevos adoptados. Por el contrario, la comunidad se enorgulleció.
Los Tu no iban a buscar niños. Contaban que se habían escandalizado ante lo que leían, lo que veían en televisión y lo que después presenciaron con sus propios ojos. Haciendo preguntas, llegaron a una institución pequeña, pero con sucursales en varias ciudades, que procuraba colocar niños. Se desarrolló una confianza mutua. La experiencia original demostró que eran capaces y sabían beneficiar a niños que sufrían grandes carencias. Después de eso, la organización seleccionaba y enviaba.
Shan y Asagao decidieron que a lo sumo podían manejar a tres niños, pero no si todos llegaban al mismo tiempo. Así que transcurrieron dos años hasta que acogieron al tercer miembro del segundo grupo. Era una neoyorquina de catorce años. La recibieron en el aeropuerto de Pocatello y la llevaron a la granja.
Juanita tenía mal genio, era nerviosa como un gato enjaulado, huraña, y a veces tenía berrinches y soltaba maldiciones que avergonzaban a los peones del rancho. Pero los Tu habían aprendido a ser pacientes y firmes. Los jóvenes que había allí también habían aprendido a funcionar como fuerza estabilizadora. La primera fuerza estabilizadora era la pareja, además de la bella comarca, el aire libre, el trabajo duro y la comida saludable. Era una ayuda que fuese verano, pues así Juanita no debía habérselas también con la escuela. Pronto se transformó en una damita.
Un día Asagao le pidió que la acompañara a recoger bayas en un rincón oculto de las colinas, a más de una hora a caballo. Prepararon una merienda y anduvieron sin prisa. Cuando regresaban, la conversación giró sobre tímidos sueños juveniles. Asagao sabía cómo continuar la conversación sin presionar en exceso.
El día anterior una tormenta había disipado el calor. El aire estaba lleno de brisas arremolinadas y aromas suaves. La luz se alargaba desde el oeste, pero aún conservaba ese brillo que parecía acercar las montañas, y sin embargo, daba sensación de inmensidad. Blancas nubes flotaban en vertiginosas honduras azules. El valle rodaba en mil matices de verdor donde titilaba el agua de la irrigación, hasta los huertos y los edificios. Mirlos de alas rojas volaban y graznaban sobre los pastos, y junto a las cercas el ganado alzaba grandes ojos al ver pasar los caballos. El cuero crujía y los cascos repiqueteaban mientras ambas cabalgaban al trote.
—Me gustaría saber algo sobre su religión, señora Tu —dijo Juanita. Era una muchacha morena y delgada que cojeaba al andar. El padre y la madre le pegaban, hasta que Juanita clavó un cuchillo de cocina en el hombro del padre y huyó. Ya casi cabalgaba como un centauro, y ese año le harían cirugía correctiva. Entretanto, realizaba varias tareas en las que su defecto no era un problema—. Debe de ser maravillosa sí… —Juanita se sonrojó, miró al costado, bajó la voz—. Si tiene creyentes como usted y el señor Tu.
Asagao sonrió.
—Gracias, querida, aunque somos gente muy normal. Creo que será mejor que vuelvas a tu propia iglesia. Claro que te explicaremos con gusto lo que podamos. Todos nuestros niños manifiestan interés. Pero nuestro ideal no se puede explicar con palabras. Es muy extraño para este país. Quizá ni siquiera sea una religión para vosotros, sino un modo de vida, de tratar de armonizar con el universo.
Juanita la escrutó con los ojos.
—¿Como la Unidad?
—¿La qué?
—La Unidad. En la ciudad de donde vengo. Excepto que… no me aceptaron. Pregunté a un fulano que está en la organización, pero me dijo que es un bote salvavidas que ya está lleno. —Un suspiro—. Luego tuve suerte y me encontraron… ustedes. Creo que es mejor. Ustedes me prepararán para ir a vivir a cualquier parte. Con la Unidad, uno debe quedarse. Eso creo. Pero no sé mucho. Sus miembros hablan poco.
—Tu amigo habrá hablado, si te contó algo.
—Oh, circulan algunos rumores. Los vendedores de droga la odian, pero supongo que eso es sólo en Nueva York. Y, como decía, cuanto más alto se está, menos se habla. Manuel es muy joven. Creció en la Unidad, igual que sus padres, pero dicen que aún no está preparado. No sabe mucho, excepto que le dan vivienda y educación y los miembros se ayudan entre sí.
—Eso parece estar bien. He oído hablar de esas organizaciones.
—Oh, esto no es exactamente una cooperativa, y no es como los Ángeles Guardianes, excepto por lo que ellos llaman actitud de centinela… Es como una Iglesia, aunque tampoco es eso. Los miembros pueden creer en lo que quieran, pero tienen… ¿misas? ¿Retiros? Por eso me pregunté si esto era como la Unidad.
—No, somos sólo una familia. No sabríamos administrar algo más grande.
—Supongo que por eso la Unidad dejó de crecer —dijo reflexivamente Juanita—. Mama-lo no puede hacerse cargo de todo.
—¿Mama-lo? —El nombre que oí. Es una especie de suma sacerdotisa. Pero no es una Iglesia. Dicen que es muy poderosa. En la Unidad hacen lo que ella desea.
—Vaya. ¿Y cuánto tiempo ha durado eso?
—No sé. Mucho tiempo. Oí decir que la primera Mama-lo fue la madre de ésta, o la abuela. Una mujer negra, aunque me han dicho que una mujer blanca colabora con ella, siempre ha colaborado.
—Esto es fascinante —dijo Asagao—. Continúa.
De noche compartían la sobremesa. Los padres adoptivos y los niños hablaban, jugaban o leían. A veces miraban la televisión, pero sólo por consentimiento mutuo, sometido a la aprobación de los adultos. Si alguien deseaba estar solo, podía retirarse a su cuarto con un libro o realizar una tarea en el pequeño taller. De modo que era tarde cuando Tu Shan y Asagao salieron de la casa. Se alejaron mucho y por mucho rato. No obstante, hablaban en chino. Aún se sentían más cómodos con el dialecto chino con que se habían comunicado durante siglos.
La noche era fresca y serena. En la tierra sombría, las oscuras copas de los árboles se elevaban bajo los exóticos astros del oeste montañés. Un buho ululó varias veces antes de echar a volar como un fantasma.
—Podrían ser de nuestra especie —dijo Asagao con voz trémula—. Algo construido lentamente, a través de las generaciones, centrando en uno o dos individuos que se dicen madre e hija pero conservan el misterio y trabajan con el mismo estilo. Nosotros fuimos jefes, con un título u otro, de diversas aldeas; nuestros negocios en las ciudades eran secundarios. Hanno transformó sus negocios en poder, protección y disfraz. He aquí un tercer camino. Entre los pobres, los desarraigados, los desheredados. Brindarles liderazgo, asesoramiento, propósito, esperanza. A cambio, ellos te dan su pequeño reino, y allí vives a buen recaudo durante varias vidas mortales.
—Es posible —dijo Tu Shan, con la lentitud que lo caracterizaba cuando reflexionaba—. O quizá no. Escribiremos a Hanno. Él investigará.
—¿O deberíamos hacerlo nosotros?
—¿Qué? —Tu Shan se detuvo sorprendido—. Él sabe cómo. Tú y yo somos campesinos.
—¿No mantendrá ocultas a esas inmortales, tal como hizo con Peregrino y nosotros, tal como hubiera hecho con ese turco si el hombre no se hubiera alejado por propia voluntad?
—Bien, ha explicado por qué.
—¿Cómo saber que tiene razón? —le preguntó Asagao—. Tú sabes que yo he estudiado. He hablado con ese científico, Giannotti, cada vez que nos ha examinado. ¿De veras necesitamos estas máscaras? En Asia no siempre fue necesario. Nunca lo fue para Peregrino, entre sus indios salvajes. ¿Es necesario en Estados Unidos de hoy? Los tiempos han cambiado. Si nos diéramos a conocer, podría significar la inmortalidad para todos dentro de unos años.
—Quizá no. ¿Y qué nos haría entonces la gente?
—Lo sé, lo sé. Sin embargo… ¿Por qué dar por sentado que Hanno tiene razón? ¿Por qué no decidir por nuestra cuenta si él es el más sabio porque es el más viejo, o sus actitudes se han vuelto rígidas y está cometiendo un tremendo error, sólo por innecesario temor y… mero egoísmo?
—Mmm…
—En el peor de los casos, moriremos. —Asagao alzó la cara hacia las estrellas—. Moriremos como todos, pero hemos vivido muchísimos años. Yo no tengo miedo. ¿Tú?
—No. —Tu Shan rió—. Me desagrada la idea, lo admito. —Y añadió con seriedad—: Tenemos que hablarle de la Unidad. Hanno tiene medios y conocimientos para averiguar. Nosotros no.
Asagao asintió.
—Es verdad. —Y al cabo de un momento—: Pero una vez que sepamos si son como nosotros o no…
—Debemos muchas cosas a Hanno. —El ingreso en el país, gracias a la influencia de Tomek sobre un diputado. Ayuda para familiarizarse con la nueva cultura. La granja, una vez que comprendieron que las ciudades norteamericanas no eran para ellos.
—Así es. Creo que también estamos en deuda con la humanidad. Y con nosotros mismos. La libertad de opción es también nuestro derecho.
—Veamos qué ocurre —propuso Tu Shan.
Siguieron caminando en silencio. Una estrella fugaz despuntó en el oeste y cruzó las constelaciones más bajas.
—Mira —dijo Tu Shan—. Un satélite. Sin duda, ésta es una época de maravillas.
—Creo que es Mir —respondió ella.
—¿Qué…? Ah, sí. El ruso.
—La estación espacial. En realidad única estación espacial. Y Estados Unidos, desde el Challenger… —Asagao no tuvo necesidad de decir más. Habían vivido tanto tiempo juntos que a menudo se adivinaban los pensamientos. Las dinastías florecen y caen, así como los imperios, las naciones, los pueblos y los destinos.