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Se reunieron en la realidad. No se puede abrazar una imagen. La fortuna los favoreció. Pudieron usar una casa de la reserva de control del lago Mapourika, en la isla Sur de lo que Hanno aún llamaba Nueva Zelanda.
El tiempo era tan acogedor como el lugar. Se reunieron alrededor de una mesa de picnic. Hanno recordó una reunión similar bajo otro cielo, mucho tiempo atrás. Aquí la hierba bajaba hacia aguas remansadas que reflejaban el bosque y las blancas montañas. Las fragancias del bosque crecían mientras se elevaba el sol. Desde el cielo llegaba el canto de los pájaros.
Los ocho compartían la serenidad de la mañana. El día anterior habían tronado las pasiones. En la cabecera de la mesa, Hanno dijo:
—Tal vez no sea necesario que hable. Parece que estamos de acuerdo. No obstante, es preciso conversar con calma antes de tomar una decisión.
»No tenemos un hogar en la Tierra. Hemos intentado adaptarnos, y la gente intentó ayudarnos, pero al fin afrontamos el hecho de que no podemos ni podremos nunca. Somos dinosaurios en la era de los mamíferos. Aliyat sacudió la cabeza.
—No, somos humanos —declaró amargamente—. Los últimos que quedan con vida.
—Yo no diría eso —replicó Macandal—. Ellos están cambiando con una celeridad que nos deja rezagados, pero yo no sería tan presuntuosa como para definir qué es humano.
—Irónico —suspiró Svoboda—. ¿Lo habríamos previsto? Un mundo donde al fin pudiéramos darnos a conocer sería necesariamente un mundo totalmente distinto de todo lo anterior.
—Autocomplaciente —dijo Peregrino—. Volcado en sí mismo.
—Tú también eres injusto —respondió Macandal—. Están sucediendo cosas increíbles. Simplemente, no son para nosotros. La creatividad, el descubrimiento, se han desplazado hacia… el espacio interior.
—Quizá —susurró Yukiko—. ¿Pero qué encuentran allí? Vacío. Falta de sentido.
—Desde tu punto de vista —replicó Patulcio—. Admito que yo también soy desdichado, por mis propias razones. Aun así, cuando los chinos dejaron de recorrer los mares, bajo los Ming, no dejaron de ser artistas.
—Pero ellos ya han navegado más —dijo Tu Shan—. Hoy los robots nos hablan de un sinfín de nuevos mundos entre los astros, y a nadie le importa.
—La Tierra es muy especial, como debimos suponer desde siempre —le recordó innecesariamente Hanno—. Por lo que sabemos, el planeta más cercano donde podrían vivir seres humanos en un ámbito natural está a casi cincuenta años-luz. ¿Para qué montar un enorme esfuerzo para enviar a un puñado de colonos tan lejos, tal vez hacia su condenación, cuando todos están satisfechos aquí?
—Para que de nuevo pudieran…, pudiéramos vivir nuestra vida en nuestro propio suelo —dijo Tu Shan.
—Una comunidad —intervino Patulcio.
—Si fracasamos, podemos buscar en otra parte —dijo Svoboda—. Cuando menos, allá seríamos humanos, actuando y arriesgándonos por nuestra cuenta.
Dirigió a Hanno una mirada desafiante. Los demás también se volvieron hacia él. Aunque hasta entonces Hanno no había mencionado sus intenciones, sus palabras no sorprendieron a nadie. Aun así, fueron como una espada desenvainada de golpe.
—Creo que puedo conseguir una nave.