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Los nanoprocesadores tomaban cualquier material y lo transformaban átomo por átomo en cualquier otra cosa para la que tuvieran un programa. El reciclaje suministraba aire, agua, alimentos. Podían producir una comida excelente y completa, y a menudo según gustos individuales. Sin embargo, Macandal tomaba sólo los ingredientes básicos y, aparte de la bebida, preparaba cena para todos. Era una cocinera de talento, disfrutaba de la tarea y entendía que era un servicio, algo que daba sentido a su vida. No había farsa; las máquinas carecían del toque personal que necesitaba esa arcaica tripulación.
Por supuesto, lo hacían en las celebraciones. El calendario de la nave incluía muchos festivos, días sacros y ceremonias nacionales que la Tierra había olvidado, aniversarios íntimos, ocasiones especiales relacionadas con el viaje. Cada año de travesía se contaba entre ellas. Lo medían por tiempo de a bordo, desde luego. Cuanto más rápidamente volaba la Piteas, más breves eran los períodos en relación con la rueda galáctica.
—Se está bebiendo demasiado —le comentó Macandal a Yukiko en la tercera de esas veladas.
Después de cenar, los ocho habían pasado del comedor a la espaciosa sala común. Habían puesto los paneles de simulacro, ocultando los murales. No había escenas de la Tierra, pues habían descubierto que podían ensombrecer el ánimo de un grupo ebrio. Patrones luminosos fluctuaban, refulgían y chispeaban en una penumbra azul violácea. No obstante, Hanno y Patulcio, copa en mano, evocaban el siglo veinte, el muy distinto siglo veinte que cada cual había vivido. Peregrino y Svoboda revivían el vals, evolucionando abrazados al son de un Strauss que sólo ellos oían por los auriculares; sus ojos también excluían el mundo. Tu Shan y Aliyat danzaban, gritando y batiendo palmas, al son de una melodía más agitada.
Arrodillándose como antaño, Yukiko bebió el sorbo de sake que se permitía. Sonrió.
—Es bueno ver jovialidad —dijo.
—Sí, sentía tensión en el aire —replicó Macandal—. Y no se ha disipado.
—… el pobre Sam Giannotti. Se empeñó tanto en meterme en la cabeza la física moderna —contó Hanno con voz gangosa—. Demonios, apenas logré comprender la física clásica. Pero al fin escribí una canción.
El sudor oscurecía las axilas de la túnica de Tu Shan y brillaba en los hombros y la espalda desnuda de Aliyat.
—Deberías unirte a la diversión —dijo Macandal.
Hanno cantó con voz desafinada:
Los cuerpos negros despiden radiación,
y deben hacerlo continuamente.
Los cuerpos negros despiden radiación,
pero siguen la teoría de Planck.
¡Devolvedme, devolvedme,
esa vieja continuidad!
¡Devolvedme, devolvedme,
oh devolvedme a Clerk Maxwell!
Yukiko sonrió de nuevo.
—Yo lo estoy pasando bien —dijo—. ¿Pero por qué no vas? Nunca fuiste una persona pasiva, como yo.
—Ja, no bromees. A tu manera, eres tan activa como cualquiera que yo haya conocido.