3

Los edificios del rancho ya eran visibles. Tarrant pensó que parecía más pequeño y solitario en medio de esa inmensidad. Reconoció la casa de los dueños, una barraca y tres edificios más pequeños. Eran de tepe y habían sufrido pocos daños. El establo estaba reducido a cenizas y fragmentos carbonizados; la familia, sin duda, había invertido mucho dinero y esperanzas en hacerse llevar esa madera. Los indios habían empujado un par de carretas hacia las llamas. El gallinero estaba vacío y destrozado. Los cascos habían pisoteado árboles jóvenes destinados a crecer para ofrecer refugio contra el sol y el viento.

Los indios habían acampado cerca de un esquelético molino que bombeaba agua para un bebedero. Eso los ponía fuera del alcance de los rifles de la casa y quizás impedía que espiaran sus movimientos. Unos treinta tipis exhibían sus coloridos conos de cuero de búfalo en lo que había sido tierra de pastoreo. Ante una fogata central, mujeres con vestidos de piel de ante preparaban novillos descuartizados para comer. Eran pocas. Los bravos sumaban un centenar. Remoloneaban, dormitaban, jugaban a los dados, limpiaban los rifles o afilaban los cuchillos. Algunos estaban sentados con rostro adusto frente a viviendas dentro de las cuales sonaban lamentos; lloraban a sus parientes muertos. Unos pocos, montados, vigilaban los muchos caballos que pastaban a lo lejos. Esos caballos capaces de alimentarse con hierba invernal eran tan recios como sus amos.

Los recién llegados causaron alboroto en el campamento. La mayoría de la gente se acercó para curiosear. La estoica parquedad de los indios era un mito, a menos que estuvieran enfermos o agonizando. Entonces el guerrero se enorgullecía de no gritar aunque sus captores o las mujeres de sus captores le infligieran la tortura más prolongada y cruel. Era terrible caer en manos de semejantes personas.

Cuernos de Búfalo gritó, abriendo paso a través del gentío. Herrera saludó a los hombres que conocía. Las sonrisas y ademanes de bienvenida tranquilizaron a Tarrant. Si sabían cuidarse, quizá sobrevivieran. A fin de cuentas, la hospitalidad era sagrada para esta gente.

Cerca del molino de viento había un tipi con signos pintados que, según Herrera, eran poderosos. Un hombre demasiado digno para abandonar su puesto por mera curiosidad estaba fuera, los brazos cruzados. Los viajeros pararon los caballos. Tarrant comprendió que estaba frente a Quanah, jefe guerrero medio blanco de los Kwerhar-rehnuh. El nombre de esa banda significaba «Antílopes» una designación curiosa para los señores del Llano Estacado, los más feroces de esos comanches a quienes Estados Unidos aún debía conquistar.

Pintado con rayas de color amarillo y ocre que parecían relámpagos, usaba sólo un taparrabo y mocasines, con un cuchillo Bowie enfundado en el cinturón. Pero sus rasgos eran inequívocos. De la raza de la madre heredaba la nariz recta y la alta estatura del musculoso cuerpo. Sin embargo, era aún más moreno que la mayoría de ellos. Miraba a los extranjeros con la calma de un león.

Herrera lo saludó respetuosamente en la lengua de los nermernuh, el Pueblo. Quanah inclinó la cabeza.

—Bienvenidos —saludó, y en un español fluido, aunque con acento, pidió que desmontaran y entraran.

Tarrant se sintió muy aliviado. En Santa Fe había aprendido algo del lenguaje de signos de los indios de la pradera, pero lo usaba con torpeza, y Herrera le había dicho que, de todos modos, pocos comanches lo dominaban. El traficante le había explicado que quizá Quanah no se dignara hablar español con americanos. También chapurreaba el inglés, pero no se crearía dificultades innecesarias hablando en ese idioma.

—Muchas gracias, señor —dijo Tarrant en español, para establecer que él estaba al mando. Se preguntó si tendría que haber usado el honorífico «Don Quanah».

Herrera dejó las monturas a cargo de sus hijos y entró con el jefe, Tarrant y Rufus en el tipi. Dentro sólo había mantas de dormir; era un campamento de guerreros. La luz resultaba tenue después del resplandor de fuera, y el aire olía a cuero y humo. Los hombres se sentaron en círculo con las piernas cruzadas. Dos esposas se marcharon, apostándose en la entrada por si las necesitaban.

Quanah no estaba dispuesto a fumar la pipa de la paz, pero Herrera había dicho que estaría bien invitarlo a cigarrillos. Tarrant los ofreció mientras hacía las presentaciones. Hábilmente zurdo, Rufus sacó una caja de cerillas del bolsillo, prendió una y encendió el tabaco. Que un hombre de aspecto tan formidable los sirviera honraba a ambos cabecillas.

—Hemos realizado un fatigoso viaje con el deseo de encontrarte —dijo Tarrant—. Pensábamos que los Antílopes estarían en su territorio, pero ya se habían marchado, así que tuvimos que preguntar a todos los que encontramos, y a la Tierra misma, adonde habían ido.

—Entonces no estás aquí para comerciar —dijo Quanah, mirando a Herrera.

—El señor Tarrant me contrató en Santa Fe para que lo guiara hasta aquí, cuando supo que podría hacerlo —respondió el traficante—. He traído rifles y municiones. Uno será un obsequio para ti. En cuanto al resto, bien, sin duda has capturado muchas cabezas de ganado.

Rufus resopló ruidosamente el aire. Era sabido que los rancheros de Nuevo México querían ganado y lo compraban sin hacer preguntas. Los comancheros lograban que pequeños destacamentos de indios arrearan las cabezas que habían capturado en Texas hasta ese mercado, a cambio de armas. Tarrant apoyó una mano en la rodilla del pelirrojo y masculló en latín, para aplacarlo:

—Cálmate, ya lo sabías.

—Acampa con nosotros —le invitó Quanah—. Creo que estaremos aquí hasta mañana por la mañana.

—¿Dejarás en paz a la gente de aquella casa? —preguntó Rufus con tono esperanzado.

Quanah frunció el ceño.

—No. Nos han matado guerreros. El enemigo jamás se jactará de habernos desafiado y haber quedado con vida. —Se encogió de hombros—. Además, necesitamos un descanso, ya que hemos viajado mucho, y así combatiremos mejor a los soldados más tarde.

Sí, comprendió Tarrant, no se trataba de una expedición de pillaje, sino de una campaña en una guerra. Sus averiguaciones indicaban que un chamán kiowa, Profeta Búho, había exhortado a un gran ataque conjunto que expulsaría para siempre al blanco de las llanuras; y el año anterior se habían cometido tantas atrocidades que el gobierno de Washington había cejado en sus esfuerzos por la paz. En otoño, Ranald Mackenzie había llevado a los soldados negros del Cuarto de Caballería hasta la región para combatir contra los Antílopes. Quanah encabezó una sagaz y combativa retirada —Mackenzie mismo recibió una herida de flecha—, hacia el Llano Estacado, hasta que el invierno obligó a los americanos a recular. Ahora Quanah regresaba.

La mirada severa se fijó en Tarrant.

—¿Qué quieres de nosotros?

—Yo también traigo obsequios, señor. —Ropa, mantas, joyas, bebida. Aunque no estaba involucrado en el conflicto, Tarrant no se resignaba a llevar armas, y Rufus no lo habría aceptado—. Mi amigo y yo somos de una tierra distante… California, junto a las aguas occidentales. Sin duda has oído hablar de ellas. —Y añadió deprisa, pues ese territorio pertenecía al enemigo—: No tenemos rencillas con nadie aquí. Las razas no están condenadas a conflictos de sangre. —Un riesgo que debía correr—: Tu madre perteneció a nuestro pueblo. Antes de partir, me enteré de lo que pude acerca de ella. Si tienes alguna pregunta, intentaré responderla.

Se impuso un silencio. El bullicio de fuera parecía lejano. Herrera parecía intranquilo, mientras que Quanah fumaba sin inmutarse.

—Los texanos nos las robaron, a ella y a mi pequeña hermana —dijo al fin el jefe—. Mi padre, Peta Nawkonee el jefe de guerra, la lloró hasta que recibió una herida en batalla, la cual se infectó y lo mató. He oído decir que ella y la muchacha han muerto.

—Tu hermana murió hace ocho años —replicó Tarrant—. Tu madre murió poco después. También ella sufría el pesar y la añoranza. Ahora descansan en paz, Quanah.

Había sido muy fácil averiguar la historia. Había causado sensación y aun hoy se recordaba. En 1836 un grupo de indios atacó Parker’s Fort, un asentamiento en el valle del Brazos. Abatieron a cinco hombres y los mutilaron a la manera india, preferiblemente antes de la muerte. Violaron a la abuela Parker después de que una lanza la clavó en el suelo. Dos mujeres de las varias que violaron sufrieron heridas igualmente graves. Se llevaron a otras dos, junto con tres criaturas. Entre ellos estaba Cynthia Anne Parker, de nueve años.

Finalmente se rescató a las mujeres y a las criaturas pagando rescate. Aunque ésta no era la primera vez que los comanches tomaban mujeres como esclavas, la historia de lo que habían sufrido esas dos sintetizaba el destino de centenares; y los Texas Rangers cabalgaban con el deseo de venganza en el corazón.

Cynthia Anne tuvo mejor suerte. La adoptaron y criaron como hija de los nermernuh. Olvidó el inglés y su primera infancia, se convirtió en Antílope y al fin en madre. Por lo que se sabía, su matrimonio había sido feliz; Peta Nawkonee amaba a su esposa y no quiso a ninguna mujer después de ella. La perdió en 1860, cuando Sul Ross encabezó una expedición de los Rangers en represalia por una incursión y atacó el campamento comanche. Los hombres habían salido a cazar. Los Rangers dispararon a las mujeres y los niños que no lograron escapar, y a un esclavo mexicano a quien Ross confundió con el jefe. Justo a tiempo, un hombre vio, a través de la suciedad y la grasa, que el pelo de una squaw era rubio.

Ni el clan Parker ni el estado de Texas escatimaron esfuerzos, pero fueron vanos. Ella era Naduah, quien sólo echaba de menos al Pueblo y la pradera. Una y otra vez intentó escapar, y sus parientes tuvieron que custodiarla. Cuando la enfermedad la privó de su hija, aulló, se abrió cortes en las carnes, se sumió en el silencio y se mató de hambre.

En las praderas, su hijo menor pereció miserablemente. La enfermedad siempre acechaba a los indios: tuberculosis, artritis, parásitos, oftalmía, la sífilis y la viruela que traían los europeos, una letanía incesante de males. Pero su hijo mayor prosperó, reunió un grupo de guerreros y llegó a jefe de los Antílopes. Rehusó firmar el tratado de la Cabaña de Medicinas, que llevaría a las tribus a una reserva. En cambio, sembró el terror en la frontera. Era Quanah.

—¿Has visto sus tumbas? —preguntó con voz firme.

—No —dijo Tarrant—, pero si deseas puedo visitarlas para decirles que las amas.

Quanah fumó un rato más. Al menos no llamó embustero al blanco.

—¿Por qué me buscas? —preguntó al fin.

El pulso de Tarrant se aceleró.

—No te busco a ti, jefe, aunque grande es tu fama. He recibido noticias sobre alguien que te acompaña. Si he oído bien, es oriundo del norte y ha viajado mucho y mucho tiempo, más tiempo del que nadie recuerda, aunque no envejece. El suyo ha de ser un extraño poder. En tu campamento, los nermer-nuh que se quedaron nos informaron que venía con esta partida. Mi deseo es hablar con él.

—¿Por qué? —La pregunta directa, tan poco india, revelaba tensión bajo la superficie de hierro de Quanah.

—Creo que se alegrará de hablar conmigo.

Rufus chupó el cigarrillo con fuerza. El garfio le temblaba sobre el regazo. Quanah impartió una orden a las squaws. Una de ellas se fue. Quanah se volvió hacia Tarrant.

—He mandado a buscar a Dertsahnawyeh, Peregrino —dijo, añadiendo la traducción española de ese nombre. Y continuó—: ¿Esperas que él te enseñe su medicina?

—He venido para averiguar qué es.

—Creo que no podría decírtelo aunque lo deseara, y no creo que lo desee.

Herrera miró de soslayo a Tarrant.

—Usted sólo me dijo que deseaba averiguar qué había detrás de esos rumores —dijo—. Es peligroso entrometerse en cuestiones de los guerreros.

—Sí, me considero un científico —replicó Tarrant y dirigiéndose a Quanah—: Un hombre que busca la verdad oculta detrás de las cosas. ¿Por qué brillan el sol y las estrellas? ¿Cómo llegaron a existir la Tierra y la vida? ¿Qué ocurrió realmente en el pasado?

—Lo sé —replicó el jefe—. Así los blancos han hallado modos de hacer muchas cosas terribles, y el ferrocarril corre por donde pastaba el búfalo. —Una pausa—. Bien, supongo que Dertsahnawyeh sabe cuidarse solo —y añadió con crudeza—: En cuanto a mí debo pensar cómo capturar esa casa.

No había mas que decir.

Una sombra oscureció la entrada al tiempo que un hombre entraba en el tipi. Aunque iba vestido como el resto, no llevaba pintura de guerra. Tampoco era un nativo de estas tierras, sino alto, esbelto, de tez más clara. Cuando vio quienes estaban con Quanah, dijo suavemente en inglés:

—¿Qué quieres de mí?

La nave de un millón de años
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