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La tienda se encontraba a cierta altura sobre el gran valle de los Apalaches. Verdes bosques cubrían la comarca, ondeando en el viento. Cientos de astas de cientos de metros de altura se elevaban entre los árboles, cada cual con su corona. En la brumosa distancia, un inmenso parque sucedía a los bosques. Allí se erguían torres y edificios desperdigados. En sus formas antojadizas jugueteaba la iridiscencia.

Tu Shan sabía que esa región mágica era una ilusión. Había visto de cerca la variada y precisa forma de esos árboles. No vivían para dar hojas, flores y frutos, sino materiales que no podían crecer en una planta natural. El parque no albergaba fábricas, sino un tecnocomplejo donde se producía otro crecimiento: átomo por átomo bajo el control de moléculas gigantes, asistidas por máquinas y supervisadas por ordenadores, nacían máquinas y recipientes y otras cosas otrora fabricadas con manos y herramientas. Las astas eran antenas que recibían energía solar irradiada en forma de microondas desde estaciones colectoras de la Luna. Tu Shan miró la pálida medialuna que colgaba en el cielo azul y recordó que «arriba» también era una ilusión.

Tiempo atrás los hombres buscaban la iluminación para escapar del espejismo del mundo. Hoy sostenían que sólo existía el espejismo.

Tu Shan bajó por la prominencia rocosa donde había aterrizado el coche aéreo. La tienda era una agradable casa de estilo antiguo, paredes de madera y techo a dos aguas. Detrás se alzaban pinos que impregnaban el viento con su soleada fragancia.

Tu Shan sabía que no era una tienda. Sardón preparaba sus informes electrónicos en esa casa porque pasaba más tiempo allí que en otra parte. El Servicio Expreso llevaba los informes a clientes desperdigados por todo el mundo.

Bardon había visto el descenso del coche aéreo y esperaba en el porche.

—Hola —saludó—. Hace tiempo que no te veo. —Una pausa—. Goldurn, hace cinco años. Tal vez más. El tiempo vuela, ¿eh?

Tu Shan guardó silencio hasta acercarse al otro hombre. Quería estudiarlo. Bardon había cambiado. Seguía alto y flaco, pero en vez de camisa y pantalones usaba una túnica brillante; el peinado semejaba una cornamenta de carnero; la boca le relucía al sonreír. Sí, él también había decidido que no era atractivo dejarse crecer los dientes cada siglo, y se había hecho modificar las células de las mandíbulas para producir diamantes.

Bardon le estrechó la mano con la firmeza de siempre.

—¿Cómo estás, amigo? —preguntó con un dejo de acento montañés. Tal vez era una afectación. El pasado aún imponía su magia. Pero no imponía respeto. ¿Cómo se podía reverenciar la edad cuando todos eran perpetuamente jóvenes?

—Intenté ser granjero —dijo Tu Shan.

—¿Qué…? Oye, entra a beber un trago. Hombre, me alegra verte de nuevo.

Tu Shan notó que Bardon evitaba mirar la caja que él traía.

Reconoció la mayor parte de los muebles, pero el interior de la casa estaba más austero. No había ornamentos, ni rastro de mujer. Daba una sensación de vacío, pues Anse y June Bardon habían vivido juntos desde que él los conocía, pero Tu Shan no se atrevió a preguntar. Cogió una silla. Su anfitrión sirvió whisky —eso, al menos, era una constante— y se sentó frente a él.

—¿Granjero, has dicho? —preguntó Bardon—. ¿A qué te refieres?

—Buscaba… independencia. —Tu Shan escogió las palabras. Despreciaba la autocompasión—. No me siento cómodo en este mundo moderno. Gasté el sustento común, más algunos ahorros, y empeñé el resto para comprar unas hectáreas que nadie quería, en Yunnan. Y animales, y…

Bardon lo miró sorprendido.

—¿Volviste a una economía de subsistencia?

Tu Shan sonrió con timidez.

—No tanto. Sabía que eso era imposible. Me proponía trocar lo que no comía por cosas que necesitaba y no podía fabricar. Pensé que los productos caseros tendrían el valor de la novedad. Pero no fue así. La vida se volvió dura y amarga. Y el mundo me invadió. Al fin quisieron mis tierras para un albergue de recreo. No pregunté de qué tipo. Me conformé con venderlas por una pequeña ganancia.

Bardon meneó la cabeza.

—Tuviste suerte. Tendrías que haber hablado conmigo. Yo te habría advertido. Si esa moda de los alimentos caseros hubiera tenido éxito, la nanotecnología la habría imitado con precisión y no podrías competir con ella. Pero nunca hubieses tenido éxito. Los ordenadores inventan novedades de todo tipo más pronto de lo que tardamos en consumirlas, o en enterarnos de que existen.

—Bien, pasé casi toda mi vida en un mundo más simple que el vuestro —suspiró Tu Shan—. Cometí mi error, aprendí mi lección. Ahora tengo más cosas para ti. —Señaló la caja que tenía en el regazo—. Un elefante, un loto y los Ocho Inmortales, tallados en marfil. —Marfil cultivado en tanques, pero modelado a mano con herramientas tradicionales.

Bardon torció la cara, bebió un sorbo de whisky, suspiró.

—Lo lamento. Debiste permanecer en contacto. Dejé ese negocio hace tres años.

Tu Shan quedó atónito.

—Y creo que nadie más distribuye ese material —continuó Bardon—. Ha perdido valor. No porque puedan realizar copias perfectas, aunque por cierto pueden. La diferencia radicaba en certificar que era un original en un estilo histórico. Hasta que la gente dejó de interesarse.

Ante el silencio de Tu Shan, continuó:

—No son patanes. No creas que nos hemos transformado en una raza de zopencos. Pero si ya tienes algunos, ¿quién quiere pasarse el resto de la eternidad adquiriendo más? Especialmente cuando los ordenadores siguen generando nuevos conceptos artísticos.

—Entiendo —dijo Tu Shan con desánimo—. Nosotros, los supervivientes, hicimos y contamos todo lo que teníamos en nosotros… Bien, ¿qué estás haciendo ahora, Anse?

—Cosas diferentes —respondió Bardon, aliviado—. Como deberíais hacer tú y tus amigos.

—¿A qué te dedicas?

—Bien, estoy investigando. Aún no he encontrado una tarea prometedora, pero…, oh, tenemos la vida entera para desarrollarnos, ¿verdad? Me gustaría ir un tiempo a la Tierra de los Pioneros. —Bardon sonrió—. Deberías intentar algo parecido. Una red asiática, tal vez. Podrías aportar mucho, con tus conocimientos.

Tu Shan meneó la cabeza.

—Gracias, no.

—Oye, no es que te sumerjas en un sueño electrónico. Aportas información a la red, a todos los que están enlazados contigo. Sales con recuerdos, tal como si los hubieras vivido personalmente.

Una doble ilusión, pensó Tu Shan.

—¿Tienes miedo de no ganar dinero entretanto? —insistió Bardon—. No te preocupes. Me dijiste que habías recobrado las pérdidas de la granja. El sustento común será suficiente mientras estés en ese retiro. Además, sales renovado, lleno de nuevas ideas.

—Quizá tú —murmuró Tu Shan—, pero no resultaría conmigo.

Se miró las manos apoyadas en la caja, las grandes, inútiles manos.

La nave de un millón de años
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