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Cuando los persas ocuparon Tadmor, primero impusieron un oneroso tributo. Luego no fueron malos señores, no peores que los romanos, pensaba Aliyat en secreto. Los zoroastrianos, que consideraban sagrado el fuego, dejaban que todos adorasen de acuerdo con sus creencias, e incluso evitaron que los cristianos ortodoxos, los cristianos nestorianos y los judíos se molestaran entre sí. Entretanto, el firme control de los territorios que conquistaron permitió reiniciar el comercio, incluso con su propio país. Al cabo de doce años, la gente oyó que avanzaban aún más, que tomaban Jerusalén y luego Egipto. Aliyat se preguntaba si continuarían hasta la vieja Roma, pero, por lo que había oído decir sobre Italia, esa tierra arrasada, dividida entre jefes lombardos, el Papa católico y restos de guarniciones imperiales, supuso que no valía la pena.
Llegaron rumores de que un nuevo emperador, Heraclio, reinaba en Constantinopla, y se decía que era enérgico y capaz. Sin embargo, tenía problemas. Apenas había logrado impedir que los salvajes avaros tomaran la capital. En Tadmor esos acontecimientos parecían remotos e irreales. Aliyat era casi la única mujer de allí que siquiera tenía noticias de ellos. Uno debía solucionar su vida privada. Para ella, además, los años y los días se confundían. El nacimiento de un nieto, la muerte de un amigo, afloraban a la realidad y luego se erguían en la memoria como cerros solitarios espiando una larga caravana.
Así estaban las cosas en el momento en que llegaron a su fin.
Aliyat enfiló hacia el ágora con una corpulenta criada. Partieron temprano por la mañana, para terminar los regateos y hacer las compras antes de que el calor del día indujera a la gente a descansar. Barikai murmuró una despedida que ella apenas pudo oír. Últimamente él estaba débil, con espasmos en el pecho y resuellos; él, que había sido tan fuerte. Ni las plegarias ni los médicos servían de mucho.
Aliyat y Mará caminaron por la sinuosa calle hasta el peristilo y continuaron avanzando. La gran doble hilera de columnas relucía triunfalmente entre los arcos de ambos extremos, estallando en una florescencia allí donde los capiteles desafiaban el cielo. Desde un reborde de cada hilera, la estatua de un ciudadano célebre miraba hacia abajo, siglos de historia en actitud solemne. Debajo, las calles estaban atestadas de tiendas, oficinas comerciales, capillas, burdeles, seres humanos. Los olores eran punzantes: humo, sudor, estiércol, perfume, aroma de especias, aceites y frutos. El ruido era tumulto de pisadas, cascos, ruedas crujientes, martillazos, cánticos, gritos, discursos, en general en el arameo de ese país pero también en griego, persa, árabe y lenguas de tierras aún más distantes. Giraban los colores, una manta, una túnica, un velo, un tocado, un pendón ondeando sobre una lanza, un adorno, un amuleto. Un vendedor de alfombras estaba sentado entre los ricos matices de sus mercancías. Un vinatero mantenía en alto su vasija de cuero. Un calderero trabajaba el metal. Un carro de bueyes avanzaba entre las multitudes, cargado con dátiles del desierto. Un camello gruñía y se bamboleaba bajo los fardos, más allá de la vista de Aliyat. Un grupo de jinetes persas trotaba detrás de un heraldo que ordenaba a la multitud que despejara el camino; las armaduras centelleaban, los penachos ondeaban. Una litera trasladaba a un rico comerciante, y otra a una acicalada cortesana, y ambos miraban con indolente insolencia. Un sacerdote cristiano dejó pasar a un austero mago y se persignó. Arrieros que traían ovejas de las áridas estepas caminaban boquiabiertos entre tentaciones que quizá los dejaran sin un céntimo antes de regresar a sus tiendas. Una flauta gorjeaba, un tamboril repiqueteaba, alguien cantaba con voz aguda y trémula.
Ésta era su ciudad, Aliyat lo sabía, ésta era su gente, y sin embargo, estaba cada vez más lejos de ellos.
—¡Señora! ¡Señora!
Aliyat se detuvo y miró alrededor. Nebozabad se abría paso a codazos, y la gente lo maldecía agitando los puños. Él continuó sin prestar atención hasta llegar a ella. Aliyat le miró el semblante y sintió un nudo en el estómago.
—Señora, esperaba poder alcanzarte —jadeó el joven—. Yo estaba con mi amo, tu esposo, cuando él sufrió un ataque. Dijo tu nombre. Mandé buscar un médico y vine a avisarte.
—Vamos —dijo Aliyat.
Él la guió abriéndole paso a gritos. Bajo un cielo brillante y despiadado regresaron a la casa.
—Espera —ordenó Aliyat ante la puerta del dormitorio y entró sola.
No tenía por qué haber lastimado a Nebozabad dejándolo en el corredor. No había reflexionado. Dentro había varios esclavos, apartados conmocionados e impotentes. Pero también estaba el hijo varón que les quedaba. Hairan, inclinado sobre la cama, se aferraba al que estaba tendido en ella.
—Padre —suplicaba—, padre, ¿puedes oírme?
Barikai tenía los ojos echados hacía atrás, un blanco insidioso contra el azul que trepaba por debajo de la piel. Le salía espuma por los labios. La respiración era violenta, ronca, entrecortada. Las cortinas de abalorios de las ventanas trataban de oscurecer el espectáculo. Para Aliyat sólo creaban un crepúsculo donde lo veía con mayor crudeza.
Hairan alzó los ojos, la barba humedecida por las lágrimas.
—Temo que está agonizando, madre.
—Lo sé. —Aliyat se arrodilló, apartó las manos del hijo, tendió los brazos sobre Barikai y apoyó la mejilla en el pecho de su esposo. Oyó y sintió cómo se le escapaba la vida.
Levantándose, le cerró los ojos y trató de enjugarle la cara. En ese momento, llegó el médico.
—Yo me encargaré de eso, señora —ofreció.
Ella negó con la cabeza.
—Yo lo prepararé —dijo—. Es mi derecho.
—No temas, madre —tartamudeó Hairan—. Cuidaré de ti, tendrás una vejez apacible… —Las palabras murieron. Él la miró fijamente, al igual que el médico y los esclavos. Barikai, caravanero, no había llegado a los setenta años, pero los aparentaba, con el pelo blanco, el rostro consumido, los músculos marchitos sobre los huesos. La viuda, en cambio, parecía una mujer de veinte primaveras.