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—Navegar más allá del mundo…

La voz de Hanno se perdió en un murmullo. Piteas clavó los ojos en él. En la habitación austera y blanqueada donde estaban, el fenicio relucía como un destello de sol. Quizá se debía al brillo de los ojos y los dientes, o a la tez bronceada aún en invierno. Por lo demás, era un hombre común, esbelto y ágil pero de estatura media, con los rasgos aquilinos, el pelo y la pulcra barba negros como ala de cuervo. Vestía una túnica sencilla, sandalias de suela plana, un único anillo de oro.

—No hablarás en serio —espetó el griego.

Hanno despertó de su ensoñación, sacudió el cuerpo, rió.

—Oh, no. Un tropo, desde luego. Aunque convendrá asegurarnos de antemano de que muchos de tus hombres crean que vivimos en una esfera. Ya tendrán demasiados terrores e inquietudes sin temer una caída al abismo.

—Pareces un hombre culto —dijo lentamente Piteas.

—¿Por qué no? He viajado, pero también he estudiado. Y tú amigo, un hombre sabio, un filósofo, propones un viaje a lo desconocido. Por lo visto, tienes esperanzas de regresar. —Cogió una copa de la mesilla que había entre ambos y bebió un sorbo del vino templado que había traído un esclavo.

Piteas se movió inquieto en el taburete. El brasero de carbón caldeaba la habitación. Los pulmones de Piteas anhelaban aire fresco.

—No tan desconocido —aseguró—. Tu gente llega hasta esa distancia. Lykias dice que tú afirmas haber estado allí.

—Le dije la verdad —respondió Hanno con voz seria—. He viajado hacia allá más de una vez, por tierra y por mar. Pero hay muchos lugares agrestes, y muchas cosas están cambiando hoy en día, de modo, imprevisible, aunque habitualmente violento. A los cartagineses sólo les interesa el estaño y dan poca importancia a lo demás. Sólo llegan al extremo sur de las islas Británicas. El resto escapa a su conocimiento, y al de todo hombre civilizado.

—No obstante, deseas acompañarme.

Hanno estudió a su anfitrión antes de responder. Piteas también vestía con gran sencillez. Era alto para ser griego, flaco, de ojos grises, con rasgos marcados bajo la frente amplia. La cara bien rasurada mostraba arrugas profundas, y el pelo castaño y rizado estaba salpicado de canas en las sienes. Ambos se miraron con la intensidad que denotaba fervor, inocencia o tal vez ambas cosas.

—Creo que sí —admitió Hanno con cautela—. Tendremos que hablar más. Sin embargo, a mi manera, como tú a la tuya, deseo aprender todo lo posible acerca de esta tierra y su gente mientras estoy en ella. Cuando tu servidor Lykias recorrió la ciudad buscando posibles asesores, y me enteré, fui a verlo con agrado. —Sonrió de nuevo—. Además, necesito empleo. Esto arrojará buenas ganancias.

—No vamos como mercaderes —explicó Piteas—. Llevaremos mercancías, pero para cambiarlas por lo que necesitemos, no para enriquecernos. No obstante, se nos promete una paga excelente a nuestro regreso.

—¿Acaso la ciudad patrocina la empresa?

—Correcto. Un consorcio de mercaderes. Quieren saber qué posibilidades y riesgos entraña una ruta marítima hacia el septentrión, ahora que los galos vuelven peligrosa la ruta terrestre. No se trata sólo de estaño, ¿entiendes? Tal vez el estaño sea lo menos importante. Ámbar, pieles, esclavos, todo lo que esas comarcas ofrezcan.

—Los galos, vaya. —No era necesario añadir nada más. Habían bajado por las montañas para adueñarse del norte de Italia; muchísimo tiempo atrás resonaron los carros de guerra, destellaron las espadas, ardieron las casas, lobos y cuervos se dieron un festín por toda Europa. Hanno añadió—: Los conozco un poco. Eso sería una ayuda. Pero te recuerdo que esa ruta es mala. Además de ellos, están los cartagineses.

—Lo sé.

Hanno ladeó la cabeza.

—No obstante, organizas esta expedición.

—Para buscar el conocimiento —respondió Piteas en voz baja—. Por fortuna, dos de los patrocinadores son… más inteligentes que la mayoría. Valoran el entendimiento por sí mismo.

—El conocimiento suele rendir frutos inesperados. —Hanno sonrió—. Perdóname. Soy un tosco fenicio. Tú eres hombre de importancia pública. He oído que has heredado dinero, pero que ante todo eres filósofo. Necesitas un navegante en el mar, un guía e intérprete en la costa. Creo que soy la persona indicada.

—¿Qué estás haciendo en Massalia? —preguntó Piteas con voz cortante—. ¿Por qué estás dispuesto a colaborar en algo que no favorece a Cartago?

Hanno se puso serio.

—No soy un traidor, pues no soy cartaginés. Claro que he vivido en Cartago, entre muchos otros lugares. Pero no me entusiasma. Son demasiado puritanos, muy poco influidos por las gracias de Grecia o Persia. Y sus sacrificios humanos… —Se encogió de hombros con una mueca—. Es necio juzgar los actos de la gente. De cualquier modo, insistirán en cometerlos. En cuanto a mí, soy de la Antigua Fenicia, del Oriente. Alejandro destruyó Tiro, y a su muerte las guerras civiles arruinaron esa parte del mundo. Yo busco mi fortuna donde puedo. Soy trotamundos por naturaleza.

—Tendré que conocerte mejor —dijo Piteas, con tono más franco del habitual. ¿Ya se sentía cómodo con ese forastero?

—Por cierto —añadió Hanno, de nuevo jovial—. He pensado cómo demostrarte mis habilidades. En poco tiempo. Comprenderás que es preciso embarcarse pronto, ¿verdad? Preferiblemente al comienzo de la temporada de navegación.

—¿Por los cartagineses?

Hanno asintió con la cabeza.

—Esa nueva guerra en Sicilia los mantendrá ocupados un tiempo. Agátocles de Siracusa es un enemigo más difícil de lo que creen los sufetas cartagineses. No me extrañaría que llevara la lucha a las costas de Cartago.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Piteas, sorprendido.

—He aprendido a prestar atención, y he estado allí hace poco. También en Cartago. Tú sabes que Cartago desalienta todo tráfico extranjero más allí de las Columnas de Heracles, a menudo con métodos que llamaríamos piratería si los emplearan sectores privados. Bien, los sufetas hablan ahora de un bloqueo. Sospecho que si ganan esta guerra, o si a menos logran un empate, quedarán sin recursos durante un tiempo. Pero al final lo harán. Tu expedición tardará por lo menos un par de años, quizá tres, posiblemente más. Cuanto antes zarpes, antes regresarás, siempre que regreses… y note toparás con una patrulla cartaginesa. Después de semejante odisea, sería una lástima terminar en el fondo del mar o en una subasta.

—Tendremos una escolta de navíos de guerra,

Hanno meneó la cabeza.

—Oh, no. Todo buque inferior a una quinquerreme sería inútil, y ese largo casco no sobreviviría en el Atlántico Norte. Amigo, no has visto olas ni tormentas si no has estado allí. Además, ¿cómo llevarás alimentos y agua para tantos remeros? Son voraces como el fuego, y reaprovisionarse no será fácil. Mi tocayo pudo explorar las costas africanas en galeras, pero él se dirigía al sur. Necesitarás buen velamen. Déjame aconsejarte qué naves comprar.

—Alardeas de muchas habilidades —masculló Piteas.

—Bueno, he asistido a muchas escuelas —replicó Hanno.

Hablaron una hora más, y acordaron reunirse de nuevo al día siguiente. Piteas acompañó afuera a su visitante. Se detuvieron un instante en la puerta.

La casa se erguía en un risco sobre la bahía. Al este, allende las murallas de la ciudad, las colinas relucían en el poniente. Las calles de la antigua colonia griega eran ríos de sombra. Voces, pisadas y ruedas enmudecían en el aire quieto y cortante. Sobre las aguas del oeste el sol trazaba un puente contra el cual se perfilaban los mástiles del puerto. Las gaviotas que revoloteaban en el cielo azul recibían el fulgor dorado en las alas.

—Una vista encantadora —murmuró Piteas—. Esta costa ha de ser la más bella del mundo.

Hanno entreabrió los labios como para hablar de otras costas que conocía, pero en cambio dijo:

—Entonces tratemos de que regreses aquí. No será fácil.

La nave de un millón de años
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