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Elevándose de las tinieblas, el robot regresó, sumiendo nuevamente a Hanno en su yo-máquina. De pronto estuvo de vuelta en el mundo que su yo humano miraba desde lejos.

Las nubes se elevaban como montañas, con negras cavernas llenas de relámpagos. Vientos huracanados y rugientes barrían los flancos ondulantes y entrecruzados por estrías pardas y amarillas. Los tormentosos picos, blancos contra un azul imperial, ardían al recibir la luz del sol.

Poco a poco el robot se elevó, el aire perdió densidad, los enlaces se fortalecieron. Hanno sentía la velocidad en los huesos, el chorro de las toberas como sangre y músculo. Ardía, bramaba, gritaba en las tormentas que zarandeaban el robot, combatía la monstruosa gravedad. El cielo se puso rojo, luego negro, cuajado de estrellas. Hanno veía con ojos abiertos todos los colores de la luz, de radio a gamma. Saboreó y olió combinaciones químicas cambiantes hasta que se diluyeron y la radiación aumentó. El sonido también murió: cuando se encendió el motor iónico, fue apenas un murmullo, menos perceptible que los flujos matemáticos con los cuales el robot se guiaba hacia la nave.

Hanno era también un hombre que flotaba en el silencio. A distancia de órbita sincrónica, debía mover la cabeza para mirar de un borde al otro de Júpiter. Medio planeta rey estaba iluminado. Una trama intrincada marcaba las fronteras de cinturones y zonas, creando un efecto de pálida serenidad. Engañosa, como bien sabía Hanno. Acababa de estar allí.

En cierto modo. No se podía realizar una buena transmisión desde la atmósfera inferior. Nunca experimentaría el mundo oceánico de abajo. Miraría reconstrucciones y proyecciones de lo que el robot captaba con sentidos robóticos, a menos que se hiciera vaciar los datos en el cerebro; y eso no sería la exploración, sólo la memoria de una máquina.

La gente de la Tierra se preguntaba por qué se creaba tantos problemas y corría tantos riesgos por un logro tan pequeño, sin valor científico. Hanno se abstenía de discutir y respondía simplemente que deseaba hacerlo. Las autoridades exigían las precauciones adecuadas, pues un accidente con una de esas naves podía causar más estragos que la mayoría de las guerras antiguas, y le daban su autorización. A fin de cuentas, era el hombre más viejo que existía. Era natural que tuviera impulsos arcaicos.

Nunca le oían decir: «Programa de prueba».

El robot se acercó. Hanno interrumpió el contacto y se desconectó de la unidad de neuroinducción. Las maniobras de amarre serían tediosas y confusas para un intelecto humano.

Las masas se desplazaban correctamente, pero era esencial el acople preciso para no turbar la danza de campos electromagnéticos que rodeaban la nave. Si vacilaba un segundo, la radiación ambiental terminaría con una vida iniciada a principios de la Edad de Hierro.

Como siempre, quedó aturdido durante un rato. El robot captaba muchos más datos que un ser de carne y hueso. La asociación de Hanno con el ordenador había sido leve pero intensa. Privado de ese vínculo, se sentía obtuso.

La añoranza se aplacó. Hanno volvió a ser un hombre desempeñando el singular papel de un hombre. En la Tierra pocos lo entendían. Creían entenderlo, y en cierto modo tenían razón, pero no pensaban como él.

Hizo sus preparativos. Cuando la nave dijo «Todo despejado», Hanno ya estaba listo. Obedeciendo las órdenes de Hanno, la nave calculó los vectores de un curso óptimo para la próxima meta. A popa, la materia chocaba con la antimateria y la energía llameaba. Hanno recobró el peso. Júpiter atravesó el visor hasta que la pantalla delantera sólo mostró estrellas.

Bajo un impulso de una gravedad, el tiempo entre los planetas se medía en días. Hanno no tenía libertad total. Ciertas regiones, como las inmediaciones del Sol, eran letales aun con los escudos. Algunas le estaban prohibidas, y con razón. Podía admirar la vastedad de la Red a través de los sistemas ópticos, pero si se acercaba más de la cuenta crearía problemas de funcionamiento, distorsionando la información que la Red bebía del universo. Remotos seres de esta galaxia dejaban allí huellas sutiles y enigmáticas.

No importaba. Hanno no era un pasajero pasivo. Dentro de los amplios límites de la ley y su aptitud, la nave podía hacer lo que él ordenara. Reciclando moléculas en patrones ya probados o ingeniosamente nuevos, satisfacía necesidades, brindaba comodidades, regalaba algunos lujos. Casi toda la cultura de la especie humana estaba en el banco de datos, accesible para el uso o el placer. Eso incluía mentes que él podía invocar cuando deseaba conversar.

Evitaba los cuerpos vivientes, al margen del suyo propio. A fin de cuentas, era un programa de prueba, con la nave mantenida al mínimo. Esperaba que su excursión por el sistema solar durase un par de años, quizá tres si lo fascinaba de veras. Era apenas un parpadeo.

No obstante, ya empezaba a sentir impaciencia.

La nave de un millón de años
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