12
A veces la monotonía de los días se quebraba, cuando Zabdas daba a Aliyat materiales para estudiar y preparar informes. En ese cuarto apartado, ella trataba de comprender lo que leía, pero las palabras se le escapaban reptando como gusanos. Dos veces se encontró allí con Bonnur. La segunda vez se quitó el velo desde el principio, y llevaba una bata de tela ligera.
—El calor es agobiante —le dijo—, y soy sólo una abuela, no, una bisabuela.
No avanzaron demasiado. A menudo se hacía un silencio entre ambos.
Los días pasaron muy lentamente, y ella perdió la cuenta. ¿Qué importaba el número? Cada cual era igual al anterior, salvo por riñas y molestias y, de noche, sueños. ¿Satanás inducía algunos de ellos? En tal caso, le estaba agradecida.
Luego Zabdas la llamó a su oficina.
—Tus consejos se han vuelto inservibles —gruñó—. ¿Al fin empiezas a chochear?
Ella contuvo la furia.
—Lamento, mi señor, que últimamente no se me haya ocurrido ninguna idea. Trataré de mejorar.
—¿De qué vale? Ya no sirves para nada. Furja, en cambio, entibia mi cama, y sin duda pronto dará fruto. —Zabdas agitó la mano con desdén—. Bien lárgate. Ve a esperar a Bonnur. Te lo mandaré. Tal vez al menos puedas persuadirlo de enmendar sus hábitos soñadores. Por todos los santos… Por las barbas del Profeta, lamento mis promesas a ambos.
Aliyat atravesó la parte vacía de la casa apretando los puños. En el cuarto de reuniones caminó de un lado a otro. Era una jaula. Se detuvo ante la ventana y miró a través del enrejado. Desde allí veía el antiguo templo de Bel. El sol furibundo desteñía la piedra caliza. Los capiteles de bronce de las columnas del pórtico ardían. El calor hacía temblar los bajorrelieves del santuario. Durante mucho tiempo había estado en desuso, vacío como ella. Ahora lo estaban restaurando. Había oído de cuarta o quinta mano que los árabes planeaban transformarlo en fortaleza.
¿Pero esas potestades estaban totalmente muertas? Bel de la tormenta, Jarhibol del sol, Aglibol de la luna, Ashtoreth de la concepción y el nacimiento, de terrible belleza, la que había descendido al infierno para recobrar a su amante: invisibles, caminaban por la tierra sin ser vistos; gritaban desde el cielo sin ser oídos; el mar que Aliyat nunca había conocido le tronaba en el pecho.
Una pisada, un chasquido de abalorios. Se dio media vuelta. Bonnur se paró en seco. Brillaba de sudor. Aliyat sintió el olor en el calor y el silencio, olor de hombre. Estaba húmeda con su propia transpiración; se le pegaba el vestido.
Se desató el velo y lo arrojó al suelo.
—Mi señora —dijo él con voz sofocada—, oh, mi señora.
Aliyat avanzó. Sus caderas se meneaban con vida propia. Jadeaba.
—¿Qué quieres de mí, Bonnur?
Los ojos de gacela se movían de izquierda a derecha, arrinconados.
Bonnur retrocedió un paso, alzó las manos para defenderse.
—No —suplicó.
—¿No qué? —rió ella. Se plantó ante Bonnur y él tuvo que encararse a su mirada—. Tenemos cosas que hacer, tú y yo.
Si es sabio, estará de acuerdo. Se sentará y me preguntará cuál es el mejor modo de regatear con un caravanero. No le dejaré ser sabio.