7

El bullicio los despertó. Tarrant y los Herrera se levantaron empuñando las armas. Había un tumulto entre los tipis.

—El ataque —dijo el traficante entre los alaridos y disparos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Tarrant—. ¿Otro ataque frontal, en medio de la noche? Una locura.

—No sé —dijo Herrera. El ruido alcanzó un rápido crescendo. Herrera mostró los dientes, un destello opaco bajo las estrellas—. Victoria. Están tomando la casa. ¿Adonde va? —exclamó cuando vio que Tarrant se agachaba para ponerse las botas—. Quédese aquí. Podrían matarlo.

—Tengo que ver si puedo hacer algo.

—No puede. Yo me quedo, no por miedo sino para no ver lo que vendrá a continuación.

—Me dijo que no le importaba —replicó Tarrant.

—No mucho —admitió Herrera—. Pero sería maligno regodearse, y no tengo ánimo para eso. No, mis hijos y yo rezaremos por ellos. —Le aferró la manga. Uno dormía con la ropa puesta en un lugar como ése—. Quédese. Usted me cae bien.

—Tendré cuidado —prometió Tarrant, y echó a andar.

Bordeó el campamento comanche. Cada vez se encendían más antorchas. Se mecían, dejando una estela de chispas en su apresurada marcha. Su luz opacaba el resplandor escarchado de millares de estrellas. No obstante, Tarrant tenía luz suficiente para ver por dónde andaba.

¿Dónde diablos estaba Rufus? Quizá roncando en la pradera junto a la botella vacía. Qué más daba. Por mucho que se dominara, un hombre blanco se arriesgaba cuando se mostraba a hombres rojos sedientos de sangre.

¿Por qué él, Hanno, Lugo, Cadoc, Jacques Lacy, William Sawyer, Jack Tarrant, mil alias distintos, actuaba así? Sabía que no podría salvar a los rancheros, ni se proponía intentarlo. Debían perecer como muchísimos más habían perecido antes y perecerían en el futuro, una y otra vez. La historia los tragaba y los escupía y pronto la mayoría se pudrían en el olvido, como si no hubieran existido jamás. Quizá los cristianos tenían razón y la humanidad era así, tal vez estaba en la naturaleza de las cosas.

Su intención era práctica. No había sobrevivido tanto tiempo ocultándose de lo terrible. Por el contrario, se mantenía alerta, para saber adonde saltar cuando llegaba la estocada. Esta noche observaría desde los bordes. Si los indios sentían el impulso de eliminarlos también a ellos, podría disuadirlos, con la ayuda de Peregrino y aun de Quanah, antes de que se descontrolaran. Por la mañana emprendería el regreso a Santa Fe.

El jefe se erguía cerca de la cabaña, un hacha de mango largo sobre el hombro. La luz de las antorchas le salpicaba la cara y el cuerpo pintarrajeados, la toca con cuernos; Quanah parecía una imagen trémula entrando y saliendo del infierno. Los bravos eran más borrosos, fragmentos de noche que se apiñaban, bailaban, bramaban, agitaban las lanzas como banderas. Las squaws estaban con ellos, empuñando cuchillos o estacas afiladas. La puerta era un bostezo.

Delante había un pequeño espacio vacío. Había tres muertos despatarrados en el umbral. El brazo izquierdo del blanco estaba astillado, alguien le había cortado el cuello sin detenerse a pensar en la diversión. Las puntas de las costillas sobresalían del boquete de la espalda del negro. Un tercero parecía mexicano, aunque tenía tantos tajos y magullones que costaba estar seguro; había caído peleando.

Esos tres eran bastardos con suerte. Dos squaws aferraban a un niño y una niña que chillaban encegados por el miedo. Un blanco alto estaba sentado, los hombros encorvados. La sangre le formaba un pegote en el pelo, le manchaba la ropa, goteaba en la tierra. Estaba aturdido. Dos guerreros sujetaban los brazos de una mujer joven que se contorsionaba, pateaba, maldecía e invocaba a su Dios.

Un hombre se apartó del gentío. Una antorcha lo alumbró un instante y Tarrant logró reconocer a Wahaawmaw. Se había colgado el rifle para tener las manos libres. Empuñaba un cuchillo en la derecha. Soltó una risotada, cogió el vestido de la mujer con la izquierda, lo rasgó. La tela se abrió. Hubo un resplandor blanco, y una repentina hilera de gotas de sangre. Sus captores la tendieron de espaldas. Wahaawmaw se llevó la mano al taparrabo. El prisionero se movió, graznó, trató de levantarse. Un bravo le asestó un culatazo en el estómago y el hombre se arqueó vomitando.

Resonó un gruñido de oso pardo. Desde atrás de la cabina embistió Rufus, Colt en mano, agitando el garfio. Dos indios rodaron con la cara destrozada Rufus enfiló hacia la mujer. Los hombres que la sujetaban se levantaron. Rufus disparó a uno en la frente. Al otro le arrancó un ojo con el garfio, y el hombre retrocedió chillando. Pateó la entrepierna de Wahaawmaw. El guerrero se tambaleó y cayó contorsionándose junto al blanco. Trató de ahogar un grito, pero no pudo contenerlo.

La llama de las antorchas devolvía a la barba de Rufus su color genuino. Se plantó con las piernas a ambos lados de la mujer, balanceándose, ebrio como una cuba pero con el Colt amartillado.

—De acuerdo, cerdos mugrientos —tronó—, llenaré de plomo al primero que se mueva. Ella se irá en libertad, y…

Wahaawmaw se incorporó y rodó. Rufus no llegó a verlo. Tenía demasiado que observar.

—¡Cuidado! —gritó Tarrant sin poder contenerse. Los alaridos de los indios le ahogaron la voz. Wahaawmaw se descolgó el rifle y disparó desde el suelo.

Rufus se tambaleó, soltó la pistola. Wahaawmaw disparó de nuevo. Rufus se derrumbó. Su cuerpo cayó sobre la mujer y la aplastó contra el suelo.

Tarrant se abrió paso a codazos. Llegó al claro y cayó de rodillas junto a Rufus.

—O sodalis, amice perennis…

Borbotones de sangre manchaban la boca y la barba roja. Rufus jadeaba… Por un instante pareció sonreír, aunque Tarrant no podía ver bien bajo el fluctuante resplandor de las antorchas o la luz de las estrellas. Abrazó ese corpachón de donde se escapaba la vida.

Sólo entonces notó que se había hecho el silencio. Miró hacia arriba. Quanah se erguía sobre él, el hacha tendida como un techo o un escudo de piel de búfalo. ¿Había ordenado silencio a su gente? La multitud era un borrón, lejos de él y los muertos, los heridos, los cautivos. Aquí y allá una llamarada alumbraba una cara o arrancaba un destello a un par de ojos.

Tarrant apartó a Rufus de la mujer. Ella se movió, abrió los ojos, gimió.

—Calma —murmuró Tarrant. Ella se incorporó, avanzó a gatas hacia el marido. Las squaws habían soltado a los niños, que ya estaban junto a ella. Él había recobrado el conocimiento. Al menos, pudo sentarse erguido y abrazar a los suyos.

Los guerreros heridos por Rufus se habían reunido con la multitud, excepto el muerto y Wahaawmaw quien se había levantado pero se apoyaba en el rifle, temblando, aferrándose la dolorida entrepierna Tarrant también se levantó. Quanah bajó el hacha. Ambos se miraron.

—Esto es malo —dijo al fin el jefe—. Muy malo.

Un capitán de Fenicia sabía aprovechar cada oportunidad, por mala que fuera la situación.

—Sí —respondió Tarrant—. Uno de tus hombres ha matado a uno de tus huéspedes.

—Él, tu hombre, irrumpió entre los nuestros causando muerte.

—Tenía derecho a hablar, a ser oído en tu consejo. Cuando tus nermernuh le cerraron el paso, quizá con intención de atacarlo, actuó en defensa propia. Estaba bajo tu protección, Quanah. En el peor de los casos, pudiste hacerlo capturar por detrás, con tantos hombres a tu mando. Creo que lo habrías hecho de haber tenido la oportunidad, pues todos te llaman hombre de honor. Pero esa criatura le disparó primero.

Wahaawmaw gruñó con furia. Tarrant no sabía cuánto habría entendido. El argumento era débil, casi ridículo. Quanah podía desecharlo de inmediato. Sin embargo…

Peregrino se adelantó. Era unos cinco centímetros más alto que el jefe. Llevaba un manojo de hierbas medicinales y una vara de la que colgaban tres colas de búfalo, cosas que debía de haber traído desde el tipi. La multitud cuchicheaba, las antorchas chisporroteaban. Dertsahnawyeh, el que no moría, tenía poder para inspirar reverencia en el corazón más fiero.

—Quédate donde estás, Jack Tarrant —dijo en voz baja—, mientras Quanah y yo hablamos.

El jefe asintió. Impartió órdenes. Wahaawmaw protestó pero obedeció perdiéndose entre la multitud. Varios guerreros se acercaron, rifle en mano, para vigilar a los blancos. Quanah y Peregrino se perdieron en la noche.

Tarrant se acercó a los prisioneros y se agachó.

—Escuchad —dijo en voz baja—, tal vez logremos liberaros. Callad, no digáis nada. Los indios han recibido una sorpresa que los ha aplacado un poco, pero no hagáis nada para recordarles que desean destruiros.

—Entendido —dijo el hombre, con claridad aunque no con firmeza—. Pase lo que pase, os debemos nuestras plegarias, a ti y a tu socio.

—Él acudió como un caballero del rey Arturo —logró susurrar la mujer.

Acudió como un idiota borracho, pensó Tarrant. Podría haberlo disuadido si lo hubiera sabido. Lo habría hecho. Oh, Rufus, viejo amigo, siempre odiaste estar solo, y ahora lo estás para siempre.

El hombre tendió la mano.

—Tom Langford —dijo—. Mi esposa Susan. Nancy. Jimmy… James —corrigió pues a pesar del polvo, las lágrimas y una magulladura, el niño había mirado al padre reprochándole el diminutivo. Tarrant quiso reír.

Se contuvo, se presentó y concluyó:

—Será mejor que no hablemos más. Además, los indios esperan que yo atienda a mi muerto.

Rufus estaba a tres metros de los Langford. Podría haber estado a tres mil kilómetros. Tarrant no podía lavarlo, pero enderezó el cuerpo, le cerró los ojos, sujetó la mandíbula con un pañuelo. Le sacó el cuchillo y se abrió tajos en la cara, los brazos y el pecho. La sangre brotaba y goteaba, nada serio pero suficiente para impresionar a los curiosos. Así lloraban ellos a los muertos, no el hombre blanco. Sin duda, el muerto era muy importante, y merecía ser vengado con cañones y sables a menos que apaciguaran a sus amigos. Al mismo tiempo, el amigo que estaba aquí no lloraba por él, y eso también era turbador. Poco a poco, los nermernuh regresaron a la placidez del campamento.

Bien, Rufus tuviste mil quinientos años, y disfrutaste cada uno de tus días. Tuviste mujeres, luchas, canciones, festines, borracheras y aventuras, trabajaste con tesón cuando hubo que hacerlo y fuiste una magnífica protección cuando la necesité, y un buen esposo y padre, con tu estilo rezongón, cada vez que sentaste cabeza por un tiempo. Pude haber prescindido de tus estúpidas bromas y cuando estábamos solos tanto tiempo tu conversación era tan aburrida que dolía, y si a veces salvaste mi vida, yo también me la jugué para sacarte a menudo del atolladero y… mi mundo ha perdido mucho sabor esta noche, Rufus. Mucho amor.

Un alba falsa enfrió el este, Quanah y Peregrino fueron borrosos hasta que llegaron de vuelta a la cabaña. Tarrant se levantó. Los guardias se apartaron con respeto. Desde el suelo los agotados Langford miraban con ojos inflamados. Los niños dormían con sueño inquieto.

Tarrant aguardó.

—Está decidido —dijo Quanah. La voz profunda tronó como los cascos en las praderas. El aliento flotaba en el frío con blancura de fantasma—. Sepan todos los hombres que los nermernuh son generosos. Respetarán mis deseos en este asunto. Tú, el traficante y sus hijos podéis iros. Podéis llevaros a estos cautivos. Ellos van a cambio de tu camarada. Él mismo se provocó la muerte, pero como era nuestro huésped, sea ése su precio, porque los nermernuh valoran el honor. No dañaremos su cuerpo, sino que le daremos sepultura decente para que su espíritu pueda llegar al otro mundo. He dicho.

Tarrant sintió un escalofrío. Había temido algo peor que esto. Logró mantener la compostura y dijo: —Te lo agradezco mucho, y diré a mi gente que el alma Quanah es grande.

Quizá lo decía en serio. Por un instante el jefe olvidó su pomposidad.

—Da las gracias a Peregrino. Él me persuadió. Largaos antes del amanecer.

Hizo una seña a los guardias, quienes lo siguieron hacia el campamento comanche.

Un mortal se habría desmoronado al aliviarse la presión, se habría puesto histérico o se habría desmayado. Un inmortal tenía más reservas, más resistencia. No obstante, Tarrant habló con voz temblorosa.

—¿Cómo lo conseguiste, Peregrino?

—Llevé tu argumento tan lejos como pude. —De nuevo el indio se tomó su tiempo para construir y sopesar cada oración en inglés—. Quanah no estaba dispuesto a aceptar. No es un demonio, sabes; está luchando por la vida de su pueblo. Pero también debe convencer a los demás. Yo tuve que… usar todos mis amuletos, invocar a los espíritus, y al fin dije que si no te liberaba me marcharía. Él valora mis consejos tanto como mi… medicina. Luego no fue difícil convencerlo de que también liberase a esta familia. Le ayudaré a convencer a los guerreros de que fue buena idea.

—Tuvo razón al decir que te diera las gracias a ti —dijo Tarrant—. Lo haré durante todos los siglos de vida que me queden.

La sonrisa de Peregrino era tenue como la luz del este.

—No es preciso. Tuve mis razones, y quiero una retribución.

Tarrant tragó saliva.

—¿Cuáles?

—Admito que tenía que salvarte —dijo Peregrino con voz más serena—. Quizá tú y yo seamos ahora los únicos inmortales del mundo. Debemos juntarnos alguna vez. Pero entretanto…

Peregrino cogió el brazo de Tarrant.

—Entretanto, aquí está mi gente —jadeó—. No nací entre ellos, pero son casi los últimos de nosotros que nacieron en esta tierra y todavía son libres. No lo serán por largo tiempo. Pronto serán vencidos. —Al igual que Tiro y Cartago, Galia y Britannia, Roma y Bizancio, los albigenses y los husitas, los vascos y los irlandeses, Québec y la Confederación—. Ayer te lo dije en la pradera. Debo quedarme con ellos hasta el final, razonar con ellos, ayudarlos a encontrar nueva fe y esperanza. De lo contrario se harán pedazos, como búfalos cayendo a un precipicio. Así que trabajaré entre ellos en busca de la paz.

»Quiero que hagas lo mismo. Como le dije a Quanah, dejar ir a unos pocos puede ganarnos cierta voluntad. Más morirán, horriblemente, pero aquí tienes un argumento favorable. Afirmas que eres rico y cuentas con el apoyo de hombres poderosos. Bien, mi precio por estas vidas es que trabajes por la paz, una paz que sea aceptable para mi gente.

—Haré lo posible —dijo Tarrant. Hablaba en serio. En todo caso, llegaría el día en que Peregrino podría pedirle cuentas.

Se aferraron la mano. El indio se alejó. El alba falsa se esfumó y pronto desapareció en las sombras.

—Seguidme —dijo Tarrant a los Langford—. Tenemos que partir de inmediato.

¿Qué cantidad de años había ganado Rufus para esos cuatro? ¿Unos doscientos?

La nave de un millón de años
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