EPÍLOGO
MARÍA de Portugal había envejecido de golpe: su largo cabello negro estaba salpicado de canas y tenía el rostro surcado por profundas arrugas. Sin embargo conservaba el porte real que hacía hecho que la gente se inclinara a su paso desde que tenía uso de razón. En el castillo de Kent, sentada en la butaca, con la espalda erguida y las manos sobre el regazo, escuchó impasible el relato de Eduardo de Castro, de cómo su hijo mayor había caído en una trampa y había sido asesinado. Su cuerpo había sido despedazado y sus miembros se exhibirían en los caminos de Castilla, como advertencia a los traidores hasta que el propio reino diera cuenta de ellos.
—¿Qué hay de Isabel? —preguntó la reina.
Tras ella, un desolado Eduardo de Gales cerró los ojos y miró al suelo, mientras el conde de Lemos trataba de contener la emoción de su voz.
—La infanta no llegó a salir de Vizcaya. Se negó a escapar e hizo que el personal del castillo y sus hombres de armas embarcaran hacia aquí.
María titubeó.
—¿Dónde la tienen...?
—Ha muerto —musitó Eduardo—. Dicen que por su propia mano.
Los labios de la reina temblaron.
—Os agradezco que hayáis venido a decírmelo, conde.
Eduardo se arrodilló ante ella.
—Perdonadme, señora. Debí haber estado allí, quizá a ella podría haberla salvado. O al menos convencerla para huir.
—Nada hubiera conseguido separarla de Castilla, conde. Nunca fue posible —repuso ella con un hilo de voz—. Podéis marcharos.
—Mi señora.
Eduardo se levantó y tras hacer una reverencia se dirigió a la puerta, seguido por el Príncipe Negro. Cerraron la puerta a su espalda. Segundos después, la reina María rompía a llorar con desconsuelo.
El príncipe y el conde de Lemos caminaron juntos por el pasillo y aunque el mayor hubiera querido encontrar las palabras para consolar al prometido de Isabel, solo pudo permanecer en silencio. Finalmente, fue el inglés el que tomó la palabra.
—Vuestra familia, ¿está a salvo?
—Sí, my lord, están en Portugal.
—Me alegro. Sabed que podéis quedaros aquí, traer a los vuestros e instalaros bajo mi protección.
—Lo sé. Gracias, Alteza.
El príncipe no lo dio importancia. Tras los primeros momentos de desesperación, la tristeza parecía haberle aportado una cierta calma, como si de repente se hubiera vuelto más adulto. La mirada abierta e inocente que había sobrevivido a tantas guerras se había esfumado.
—Debo partir de inmediato e informar a mi padre de lo ocurrido —le dijo—. Tendremos que tomar medidas respecto a la nueva situación en Castilla.
El noble asintió, sabía perfectamente que Inglaterra debía firmar la paz y reconocer al nuevo rey, como haría Portugal y el resto de aliados de Pedro. El mundo seguía en movimiento.
—Lo siento —murmuró el heredero.
—No tenéis por qué.
Le puso la mano en el hombro con camaradería y el noble castellano inclinó la cabeza.
—Buena suerte.
Lo vio alejarse seguido de su escolta y suspiró antes de seguir su propio rumbo por el corredor opuesto, hacia las caballerizas. Sumido en sus propios pensamientos, casi no se dio cuenta de que alguien le salía al paso. Sobresaltado, miró a la jovencita que había aparecido desde un corredor lateral, una hermosa muchacha de cabello rubio y grandes ojos marrones.
—¿Tenéis un momento, mi señor? —le preguntó.
El noble tardó algo en reaccionar. La joven le era extrañamente familiar. Más bien le parecía un recuerdo, una imagen del pasado. Se parecía muchísimo a la mujer que había sido su primer y único amor, hacía ya tantos años.
—Sois doncella de Isabel, ¿verdad? —aventuró.
—Sí, me llamo Julia.
Eduardo asintió: claro, sin duda era la doncella con quién Isabel había ido a Granada. Y no estaba sola: a poca distancia, entre las sombras, había un joven soldado al que sí reconocía: Alberto, miembro de la guardia de Pedro. El chico hizo una leve inclinación de cabeza como saludo y volvió a escrutar el pasillo, en actitud vigilante.
—He oído hablar de vos —le dijo a la doncella.
Ella agachó los ojos, algo insegura. Finalmente se decidió y le habló con firmeza.
—Mi señora también me habló de vos. Decía que erais el aliado más leal del rey.
El noble sonrió apesadumbrado.
—No le serví de mucho al final.
Julia agachó la cabeza de nuevo; parecía muy emocionada. Miró a Alberto, como si buscara fuerzas en él. El soldado asintió. Cuando Julia volvió a mirar a Eduardo, lo hizo con tanta intensidad que el conde notó el corazón encogido. Sí, eran tan parecidas...
—¿Habríais seguido luchando por la casa de Borgoña? ¿Aunque el rey muriera?
—Sí —afirmó Eduardo con gravedad—. Habría combatido por la reina de Castilla si hubiera podido salvarla. Dios sabe que lo habría hecho.
Julia inspiró; ahora, Alberto les prestaba especial atención y Eduardo sintió que la piel le hormigueaba de expectación ante lo que quiera que aquella muchacha estaba a punto de decirle.
—Isabel nunca fue la reina de Castilla.
Eduardo la miró sin comprender, mientras Julia sacaba un sobre arrugado de debajo de la capa y se lo tendía. Él lo tomó y vio que el remitente era María de Padilla. El hormigueo de la piel se rompió en sudor y el pulso se le aceleró, tanto en el pecho como en las sienes. Leer los dos primeros párrafos tan solo ratificó su primera corazonada.
—Se llama Constanza —confirmó esta—. Y es la primogénita de Pedro.
El conde inspiró lentamente.
—¿Por qué me la enseñáis? —preguntó.
—Porque necesito que me ayudéis a que algún día su casa vuelva al trono —repuso Julia con decisión.
El noble tragó saliva y miró a los dos jóvenes con gravedad.
—Lo que decís es más complicado de lo que os pueda parecer.
—Lo sé.
—¿De veras? Podrían pasar años, más de los que vivamos vos y yo. Y quizá no lo logremos jamás.
—Lo sé.
—¿Y aún así estáis dispuesta a intentarlo? —miró a Alberto— ¿Lo estáis los dos?
Ellos se miraron.
—Cuando Isabel me dio esta carta no entendí por qué lo hacía. Ahora creo que lo comprendo —respondió la doncella— Sabía que allá donde iba ya no podíamos seguirla. Pero a su corazón sí —lo cogió de las manos—. A Castilla siempre.
Eduardo reflexionó unos instantes, mientras apretaba las manos de la doncella de manera inconsciente. Muy a su pesar, o mejor dicho, a pesar del líder sensato que Juan de Castro había educado para ser conde; a pesar del arquero certero, que jamás fallaba un blanco, porque había aprendido dónde podía y dónde no podía apuntar, por primera vez desde hacía semanas, la sensación helada que la muerte del rey le había dejado en la boca del estómago empezaba a convertirse en fuego.
—Constanza —murmuró.
Julia asintió. Sus ojos brillaban.
—Constanza.
Enrique II de Trastámara reinó durante diez años y siempre vivió bajo el yugo de la nobleza que lo había puesto en el trono.
En 1388, su nieto Enrique III contrajo matrimonio con Catalina de Lancaster. La madre de la joven era Constanza, hija de Pedro I.
La nieta de Enrique y Catalina fue Isabel I, reina de Castilla.