XLVI

SALIÓ de su sopor con una sacudida, pero no tuvo fuerzas para abrir los ojos. Todo estaba oscuro y silencioso a su alrededor y no notaba sensación alguna, como si estuviera fuera de su cuerpo. Al menos se sabía consciente y poco a poco oyó su propia respiración: estaba viva. Oyó el canto de los pájaros, como una música lejana, y sus dedos despertaron lentamente, palpando a su alrededor el suave raso sobre el que estaba tendida. A medida que recuperaba la consciencia, sintió la pesadez que hundía sus miembros entre los mullidos pliegues del lecho.

Al abrir los ojos, la luz la cegó y todo empezó a dar vueltas. Emitió un leve quejido cuando la herida se le resintió, pero el dolor no era muy fuerte y le sirvió para recuperar completamente los sentidos. El canto de los pájaros y las voces de la gente le llegaban mucho más nítidos a través de la ventana que había junto a la cama; el sol entraba alegremente y jugaba con los motivos florales que adornaban los arcos del techo. El aire olía a jazmín y balanceaba perezosamente unas finas cortinas de tul.

Había alguien más en la habitación, una mujer menuda y regordeta, ataviada con una túnica verde y pocas joyas, aparte del delicado broche que le sujetaba un velo sobre la parte inferior del rostro. Se la veía muy atareada, arreglando las flores de un jarrón, y no había advertido que la infanta castellana estaba despierta.

—Señora —murmuró—, ¿dónde estoy?

La mujer se volvió y exclamó algo que Isabel no comprendió. Se acercó al lecho y se agachó junto sin dejar de hablarle, pero pronto se dio cuenta de que la muchacha no la entendía. Inclinó la cabeza con un leve tintineo del broche y entrecerró unos ojos oscuros afiladísimos haciéndole un gesto para que esperara. Isabel se quedó sola en la amplia y luminosa alcoba y sacudió la cabeza para ahuyentar la somnolencia. Así pues había llegado, aunque le parecía difícil de creer, estaba en Granada. ¿Pero cómo había llegado hasta allí? No podía recordarlo: la habían herido y después...no, antes había habido una explosión, sí. Álvaro la había provocado. El resto todavía estaba confuso.

Levantó la vista al oír que la suntuosa puerta volvía a abrirse. Esperaba que la mujer anterior apareciera de nuevo, pero no fue ella sino otra joven quién entró en la sala. Iba envuelta en hermosas telas rojas y también llevaba el rostro cubierto, pero sus ojos castaños eran completamente familiares para Isabel. Julia se retiró el velo y sonrió.

—Por fin despertáis.

—¿Dónde estamos?

—En Alhabar —respondió Julia—. Tranquilizaos, lo hemos logrado.

La doncella la ayudó a recordar la última etapa de su viaje, la penosa bajada y la acometida de los soldados musulmanes y cómo su capitán había refrenado a sus hombres in extremis al reconocer la cimitarra que Isabel sostenía en alto.

—Estabais herida y os desmayasteis —explicó Julia.

Los soldados aún no estaban seguros de creer la fantástica historia de José acerca de la identidad de Isabel, pero accedieron a escoltarlos hasta Alhabar, la pequeña ciudad fronteriza gobernada por el príncipe Mulhad. Este había dispuesto que Isabel fuera tratada por los mejores médicos y había partido a Granada con José, al palacio de su padre.

—Mulhad —murmuró Isabel.

A su mente habían acudido claramente unos ojos verdosos y sonrientes que resplandecían sobre una tez oscura, pero no recordaba haberlos visto nunca. Quizá el príncipe moro había acudido a verla mientras estaba postrada en cama. Al preguntárselo a Julia, esta lo confirmó.

—Partieron hace casi tres días —prosiguió—. Seguro que no tardamos en recibir noticias. Ya veréis, el rey Muhammad nos recibirá.

Isabel deseó que eso fuera cierto y miró a Julia con cariño, cediendo al impulso de acariciarle un segundo la mejilla.

—Espero que sí.

Al cabo de dos días, José regresó con el esperado mensaje: se había formado un consejo en la capital y el rey Muhammad accedía a recibir a Isabel en audiencia en cuanto estuviese recuperada. Al día siguiente, Isabel estaba lista para partir hacia la capital granadina. No habría podido esperar más aunque de veras lo hubiera necesitado. José también se alegraba de verla repuesta. Cuando le preguntó por Álvaro, admitió que no estaba seguro de dónde estaba, pero no dudaba que habría podido ponerse a salvo; “es un Halcón de plata”, concluyó con una mueca.

Granada transcurría fugazmente tras los cortinajes del carruaje, mientras este se deslizaba a través de campos de naranjos, olivos y algodón. Poco a poco, solo con mirar aquellos parajes, el sonido de la batalla que resonaba en su interior se fue aplacando y quedó en la sensación difusa de vértigo, con la que ya había aprendido a convivir en los últimos meses. En el interior de la cabina, Julia y José conversaban en voz baja e Isabel acabó por atender a sus palabras, en especial a las de su misterioso compañero, el antiguo Halcón que se había ganado su confianza pese a saber tan poco de él. Y entonces pensó en Gabriel; durante años había creído conocer al anciano, sabía de su inteligencia y de su habilidad política, pero nunca lo había imaginado organizando un cuerpo de espías. Unos mercenarios que ahora estaban en manos de Alfonso. Dudaba que Pedro supiera que existía algo así, igual que su padre no lo habría sabido nunca.

¿Hasta dónde serían capaces de llegar? ¿Hasta dónde habría llegado Gabriel? De repente lo veía claro y la evidencia era aún más dolorosa. Recordaba la mirada arrasada de Enrique al espetarle que su madre había sido asesinada, con la voz encendida por el dolor y el deseo de venganza. Ella ni siquiera había querido escucharlo, porque no podía creer que su hermano hubiera ordenado tal cosa.

Quizá los dos habían tenido razón desde el principio.

******

Enrique estaba tumbado en el lecho, dormido, sobre el cuerpo desnudo de Joséphine. Fuera, en el campamento se oía algo de agitación y la francesa abrió los ojos perezosamente. Enrique tenía una pesadilla, gemía y se agitaba débilmente y a ratos balbuceaba algo, pero la criada no entendía el qué. Salió de debajo de su señor y lo zarandeó para despertarlo. Le costó, pero al final Enrique abrió los ojos y se incorporó de golpe. Estaba sudado y bastante alterado. Joséphine fue a tranquilizarlo, pero él se apartó de ella.

—No —le dijo.

Se levantó de la cama y se sirvió un poco de agua, mientras la criada se ponía algo de ropa.

—Majestad, creo que pasa algo ahí fuera —musitó ella.

Enrique apuraba el segundo vaso de agua, aún sin haberse recuperado del todo. Prestó atención a los ruidos del exterior. Efectivamente, se oían voces y caballos y un guirigay de conversaciones impropio de la hora que era.

—Habrá regresado Bertrand —dijo.

Seguro que en cualquier momento aparecería Rodrigo para informarle de que el capitán bretón estaba de vuelta con las tropas aragonesas y vaticanas de refuerzo. No le apetecía ver ahora al barón, en realidad no le apetecía ver a nadie. Incluso deseó que Joséphine no estuviera allí en aquel momento. Lo mejor sería que saliera de la tienda él mismo, sin que el señor de Mendoza lo fuera a buscar. Se puso unos pantalones y una casaca y se echó la capa por encima de los hombros. Después salió.

Los soldados estaban bastante revolucionados y no paraban de alargar el cuello para ver a los recién llegados. Parecían todos muy excitados. Enrique avanzó entre ellos sin dirigirles la palabra y fue hacia la parte sur del campamento, donde se había congregado la multitud. Los soldados lo dejaban pasar al reconocerlo, así que pronto fue evidente que se acercaba y vio a Rodrigo de Mendoza venir a su encuentro.

—Majestad, me alegro de que hayáis venido. Ahora mismo enviaba a alguien a buscaros.

Como de costumbre, la voz y la mano en el hombro de Rodrigo le produjeron una sensación contradictoria. Cada vez le gustaba menos su condescendencia, pero al mismo tiempo era de las únicas cosas que lo sosegaban de verdad. Caminó a su lado, notando cómo lo guiaba y lo hacía andar a su paso.

—¿Ha vuelto el capitán Du Guesclin?

—Así es. Con el capitán Guido de Bolonia y el conde de Rocaberti. Y casi dos mil hombres.

—Es una buena noticia —murmuró en tono monocorde.

Rodrigo disimuló una mirada tensa a su pupilo. Le dio una palmadita en el hombro.

—Alegrad esa cara. Tengo una sorpresa para vos.

Pero Enrique no estaba para adivinanzas. Localizó a Bertrand por el escudo, la familiar águila bicéfala sobre fondo blanco, y vio que conversaba con un hombre elegante de cabello y ojos negros. El bretón vio acercarse a su señor y suavizó el gesto serio que lo caracterizaba. Inesperadamente, Enrique le sonrió; sin saber muy bien por qué, se alegraba de volver a verlo.

—Mi señor, celebro veros —musitó Du Guesclin, con una reverencia.

Enrique le estrechó la mano y lo saludó con la cabeza. Entonces le presentó al capitán Guido, el hombre con el que había estado hablando, y a Roger de Montcada, el capitán enviado por Pedro de Aragón. El conde de Trastámara fue cortés con ellos y les agradeció su presencia.

—El placer es nuestro, Majestad —respondió el gentil Guido—. Con un poco de suerte, todos podremos estar de vuelta a casa muy pronto.

El joven esbozó una sonrisa indefinida. La noción de casa le parecía hilarante y estuvo a punto de echarse a reír a carcajadas. Pero no lo hizo, ya que sentía la mirada tensa de Rodrigo clavada en la nuca.

—Claro, mi señor —respondió Rodrigo—. Si Dios quiere.

—Acomodad a vuestros hombres y descansad, señores —les dijo Enrique a los capitanes— Tendremos tiempo de hablar por la mañana.

La reunión se disolvió, algo abruptamente para el gusto de Rodrigo, pero sin que nadie objetara nada al respecto. Enrique solo quería volver a su tienda —ojalá Joséphine se hubiera marchado—, pero el barón de Mendoza lo detuvo.

—Pero señor, aún no habéis visto la sorpresa.

—Barón, no...

Enrique inspiró profundamente para no dar un tirón y soltarse de Rodrigo. No podía enfrentarse a él, por mucho que necesitara desaparecer de allí.

—¿Qué sorpresa? —preguntó, con un toque de impaciencia.

—El señor de Tovar también ha enviado más hombres.

—Eso no es ninguna novedad.

Rodrigo no le hizo caso y se lo llevó un poco más al oeste, donde había otra congregación de jinetes y soldados de infantería que charlaban entre ellos mientras montaban las nuevas tiendas. Junto a uno de los caballos había un hombre que les daba la espalda mientras desensillaba al animal.

—Mi señor —lo llamó Rodrigo—. ¿Dijisteis que queríais ver al rey, verdad?

El hombre se volvió; era joven y atlético, de ojos marrones y cabello corto color oro viejo. El conde de Trastámara se estremeció.

—Tello...—balbuceó.

Tello le sonrió ampliamente y se le acercó un poco. Le miraba como embelesado y sacudió la cabeza.

—Por Dios, cuando me dijeron que eras tú no podía creerlo.

Enrique se separó de Rodrigo con un nudo en la garganta.

—Tello, eres tú.

El noble se arrodilló ante Enrique y este rió incrédulo. Habría besado a Rodrigo en ese momento, era tan feliz que podría haberse echado a volar. No iba a permitir que Tello permaneciera en el suelo, así que enseguida lo hizo levantar.

—No te arrodilles ante mí. Tú nunca —le dijo—. Tú sabes quién soy.

Tello se incorporó y le puso la mano en el hombro a su amigo, al tiempo que este hacía lo mismo con él. Enrique sonrió y Tello le apretó el hombro y lo atrajo hacia sí para abrazarlo.

—Sé quién eres. Y he venido a luchar por ti.

Enrique abrazó a su amigo con fuerza y asintió, profundamente conmovido. Algo más atrás, Rodrigo de Mendoza torcía los labios en una mueca de complacencia.

******

La habitación era un vaivén continuo de doncellas perfumadas de incienso que, como abejitas atareadas, le peinaban los cabellos y le colocaban el vestido, un pesado atavío de terciopelo rojo y verde con dos cabezas de león bordadas en oro. Isabel supervisaba los arreglos erguida ante un espejo en la alcoba que le habían destinado en el harén del palacio de Al-Qala al-Hamra, mientras aguardaba para ser conducida a la sala de audiencias del rey moro. Al rato, cuatro guardias vinieron a buscarla y la escoltaron sin mirarla siquiera. Ella no se sintió ofendida, desde su llegada a la capital había sido tratada con la más exquisita corrección, pero con frialdad. A su puerta había dos soldados armados apostados permanentemente y aunque sus peticiones se atendían con diligencia, en los dos días que llevaba en la ciudad únicamente se le había permitido salir de la habitación acompañada por los guardias.

Fue conducida por un corredor con celosías hasta atravesar un arco que daba a parar a un patio enorme, tan magnífico que cortaba la respiración. Era de planta rectangular y estaba rodeado por una galería de columnas de mármol blanco, coronadas por anillos y atauriques. Las cornisas y frisos presentaban decorados calados con formas mocárabes y eran blancas como la nieve. El suelo de las galerías también era de mármol, mientras que la parte central del patio era ajardinada y en ella destacaba una gran fuente esculpida con doce surtidores en forma de león alrededor de la taza.

A continuación pasaron a un segundo patio, tan impresionante como el anterior. En el centro había un estanque con pilas de mármol en los flancos, rodeado por macizos de arrayanes floridos. Los arcos y pórticos estaban cubiertos de caligrafía y motivos vegetales y geométricos muy coloridos. La galería comunicaba con un pórtico de tres arcos que daba entrada a un cuarto con el artesonado dorado, decorado con conchas y piñas. La hicieron volver a la izquierda, hacia una puerta de oro bordeada con cenefa de cerámica, y uno de los guardias que la custodiaban agarró un tirador que pendía del techo e hizo sonar una campana en el interior. Al cabo de unos segundos se abrieron las puertas y la princesa fue instada a entrar en la estancia con un gesto silencioso.

La sala era tan luminosa como el resto de Al-Qala al-Hamra, con celosías en los muros que llegaban hasta el techo. Al principio se dejó deslumbrar por las yeserías, los azulejos y los mármoles y por los brillantes colores de cortinas, tapices y cojines. Después, su atención quedó atrapada por la imponente figura sentada en el extremo opuesto, el rey Muhammad. De estar levantado, debía de medir casi dos metros, era ancho de hombros y tenía los brazos largos y musculosos. Ni siquiera las canas que asomaban bajo el turbante o las arrugas al lado de los ojos le restaban apostura.

A ambos lados, formando una media luna, había ocho personas, que la observaban con desconfianza manifiesta. Ella mantuvo la vista baja, pero aún así se fijó en uno de los presentes, un hombre joven sentado a la izquierda del rey, que en lugar de ropas militares llevaba unos pantalones holgados de color blanco y aljuba granate, amplia y larga hasta media pierna, bajo la cual se entreveía una camisa de seda fina. Llevaba la cabeza cubierta con un alquice a la última moda en la ciudad y calzaba botas altas de cuero suave. Sus facciones recordaban a las del rey, pero en la flor de la vida, y sus ojos, de un color indefinido entre verde y miel, eran insoldables y estaban turbadoramente fijos en los suyos. Se diría que sonreían.

Los soldados que la habían acompañado desaparecieron en el mismo momento en que la joven entró en la sala. Se acercó a ella un personaje alto y delgado de nariz prominente y casi sin barbilla, con una almejía brocada, significativamente menos lujosa que la de los demás presentes.

—Mostrad respeto ante el rey de Granada —le dijo en lengua cristiana.

Isabel no miró al larguirucho, que adivinó que iba a ser su intérprete. Inspiró e hizo una reverencia frente al monarca.

—Majestad, os saludo en nombre de Castilla.

El intérprete tradujo sus palabras y algunos de los reunidos murmuraron entre ellos. El rey se limitó a fruncir el ceño, pero no de manera amenazadora. Habló, y el intérprete trasvasó la respuesta.

—¿Quién eres tú, mujer, que te presentas ante mí y hablas en nombre de un reino?

—Soy Isabel Alfónsez de Borgoña. Hija del rey Alfonso XI, hija de la princesa María de Portugal, infanta de Castilla y hermana del rey Pedro I. Hablo en su nombre.

—Respuesta atrevida —replicó Muhammad—. Te adueñas de un alto rango, pero te presentas ante mí sin pruebas ni prendas que demuestren lo que dices.

—Pruebas traía, mi señor. Una espada que vos mismo regalasteis al rey de Castilla, mi hermano, cuando subió al trono, en prenda de alianza.

Muhammad entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa mientras buscaba algo a su espalda; la espada estaba ahora en su poder, envuelta en un rico paño; había sido limpiada y se veía reluciente en sus manos. El rey acarició el oro labrado y el rubí de la empuñadura. Al otro lado, el diamante negro absorbía la luz y atrapaba las miradas como un pozo sin fondo.

—Dicen que es una piedra mágica y que cambia de color cuando un maleficio flota en el aire —comentó—. Debéis ser alguien importante para el rey de Castilla si accedió a dejárosla. Esta inscripción, ¿os dijo lo que pone?

—“La que ilumina el camino” —repuso Isabel.

—Al parecer ha iluminado vuestro camino hasta aquí.

—Eso no es suficiente —intervino uno de los miembros del consejo, de gesto adusto y con una cicatriz en la mejilla—. No demuestra nada, podría haberla robado.

—También tengo esto.

Isabel levantó la mano derecha y mostró el sello real con el que ejercía sus funciones diplomáticas. El intérprete se apresuró a traducir las últimas palabras de la joven. Tras un ademán del monarca, uno de los guardias que había en la sala se acercó a la princesa y le quitó el anillo, para entregárselo a Muhammad. Este lo examinó y lo comparó con algunos documentos, para comprobar que se trataba del auténtico sello real. Después lo pasó a su izquierda y el joven de los ojos verdes amarronados tuvo la oportunidad de mirarlo. No tardó en pasarlo a sus compañeros, que lo analizaron con toda la minuciosidad de la que eran capaces.

—Parece ser que sois quien decís ser —continuó el rey, mientras el guardia volvía a acercarle el anillo a su propietaria—. Pero aún así, sabed que si he aceptado recibiros es porque vuestra historia y vuestro coraje han impresionado mucho a alguien de mi confianza y me ha insistido en que oyera lo que habéis venido a decir.

Por un instante, la mirada del joven volvió a atraparla como si fuera un poderoso imán. En contra de su voluntad, notó que se le encendían las mejillas. Carraspeó para recuperar la voz.

—Os lo agradezco, mi señor.

—Hablad pues, princesa de Castilla.

Isabel tragó saliva.

—Sin duda conocéis el estado en que se encuentra mi reino. Ha estallado la guerra civil. El rey lucha en el norte, pero sus ejércitos están a punto de sucumbir ante los nobles traidores.

El hombre de la cicatriz los interrumpió de nuevo.

—Si no estoy mal informado, princesa de Castilla, no son solo nobles traidores los que encabezan la revuelta, sino un rey legítimo que ha sido coronado en una ciudad cristiana, por un obispo cristiano.

—Ilegítimo —corrigió ella, con un leve temblor en la voz.

—¿Acaso no es hijo del rey?

—No está demostrado, pero no es hijo de la reina.

—¿Hijo del rey, primogénito y varón? ¿Qué importa de qué esposa sea?

Ella no supo qué contestar a eso y además su interlocutor prorrumpió en carcajadas y se dirigió al joven del turbante cortesano en tono burlón. A todos les parecía muy divertido y el joven esbozaba una media sonrisa. El intérprete no estaba seguro de que tuviera que traducir aquella chanza y acabó farfullando que aquel hombre era el príncipe Mulhad, hijo de la segunda esposa del rey, al que por aquella regla de tres cabía considerar como ilegítimo. Isabel deseó hacerse invisible en aquel preciso instante y bajó la cabeza buscando algún tipo de argumento que la sacara del atolladero, pero fue el rey quien terció en el asunto, no sin cierto regocijo por el cariz que había tomado la conversación.

—Como suponíais, conozco el estado de vuestro reino —le dijo, para zanjar los chistes de su consejo—. ¿Qué habéis venido a buscar a Granada?

—He venido a pedir vuestra ayuda.

—¿Qué tipo de ayuda?

—Militar, Majestad.

No bien el intérprete acabó de traducirla que los presentes expresaron su desaprobación sin reparos hasta que Muhammad ordenó silencio.

—¿Me pedís un ejército?

—Sí, Majestad. Sois la última esperanza de Castilla. Porque vuestra casa y la nuestra están unidas y porque si Castilla cae en manos de nuestros enemigos, todos estaremos en peligro.

—¿Todos? —intervino otro de los reunidos, de cabello blanco y con un parche en el ojo izquierdo.

—Todos —afirmó ella.

—¿Queréis que envíe un ejército a una guerra que está prácticamente perdida? —inquirió el monarca— ¿Y queréis que lo haga en base a conjeturas?

—No, Majestad. No solo por eso. Si permitimos que el barón de Mendoza se haga con el control del reino, no tardará mucho en romper la tregua de nuestros padres y declararos la guerra. Solo si Pedro está en el trono, finalizará la expansión de Castilla hacia el sur.

De nuevo se levantó un murmullo, pero esta vez más reflexivo que agresivo. Ella esperó, pues el intérprete no daba muestras de pretender informarla del contenido de la deliberación. Finalmente, el rey habló.

—Princesa de Castilla, reflexionaremos sobre vuestra petición y tendremos en cuenta vuestras palabras. Mañana celebraremos un consejo de guerra y tomaremos una decisión. Ahora retiraos, la resolución os será comunicada.

—¿No podré estar presente en ese consejo?

—No, mi señora, no podréis. Ya habéis sido escuchada. Retiraos y disfrutad de mi palacio. Se os proporcionaran todas las comodidades posibles.

Ella apretó los labios y repasó los semblantes de todos los presentes, como si quizá al ser ellos menos impenetrables que Muhammad, pudiera adivinar el rumbo que había tomado la cuestión. El resultado era descorazonador. Hizo una reverencia y dejó que la condujeran a la puerta, pero poco antes de llegar se volvió una última vez.

—Una cosa más. La guerra no está perdida —puntualizó—. Todavía no.

El intérprete, que se había hecho a un lado, fue cogido por sorpresa y tardó unos segundos en traducir sus palabras, pero Mulhad sonrió sin necesidad de esperar a escucharlas en su lengua.