XI

PEDRO condujo a su caballo al trote por la brillante planicie de aguanieve escarchada. Era un día despejado, sin una sola nube que recorriera el cielo, y el sol invernal arrancaba el verde más puro de la hierba húmeda. El príncipe cerró los ojos para sentir el sol en la cara al cabalgar y ensanchó la sonrisa. A lo lejos aparecía ya el río Torcón y, tras él, el castillo de Montalbán cortaba el horizonte, inaccesible sobre una elevación escarpada y protegido por altos muros anaranjados. Se colocó la mano a modo de visera y dominó las riendas con la otra. El caballo relinchó y aminoró el paso entre resoplidos y Pedro lo hizo dar un rodeo para examinar la impresionante construcción. La naturaleza misma se había convertido en su sabia aliada ya que el río le hacía de foso en tres de sus cuatro alas. En la restante se concentraban todo tipo de defensas arquitectónicas habidas y por haber: un foso artificial, torreones y barbacanas desde donde una guarnición escasa podía poner en jaque a todo un ejército con solo unas pocas flechas. Para acceder al interior solo había dos puertas y las dos estaban fuertemente guardadas por torres albarranas dotadas de matacanes y aspilleras. Pedro quedó muy asombrado por la grandiosa fortaleza y quedó prendado de su poderío y su insolencia al atalayar el mundo desde las alturas con la inequívoca mueca burlona de quien se sabe inalcanzable. Le devolvió la sonrisa, retador; él traspasaría aquellas defensas.

No obstante, no debía franquear aquellos muros por mucho que quisiera hacerlo, sino ser prudente y, sobre todo, paciente. Cabalgó hacia la fachada sur, donde se hallaban las puertas de acceso al recinto y desmontó. Estaba muy decidido a aguardar cuanto fuera necesario para verla, ya que confiaba en su suerte más que en ninguna otra cosa y deseaba tanto que apareciera que ni tan siquiera contemplaba la idea de que no lo hiciera. Ató largo a su caballo para que pudiera pasear en busca de tallos y se tumbó sobre la hierba de cara a la entrada del castillo, silbando una tonadilla ligera para matar el rato. Las horas empezaron a caer una tras otra, pero Pedro no perdió el ánimo, ni siquiera cuando el mismísimo caballo se aburrió y empezó a mordisquearle las vestiduras en gesto de «¿No podemos volver a casa?».

A media tarde la vio por fin abandonar la fortaleza montando una yegua blanca como una experta amazona. Se levantó tan de golpe que su caballo brincó y piafó acusador, pero Pedro se había quedado embobado mirando a su amazona pelirroja y no le prestó atención. Sin apartar los ojos de la figura que cabalgaba rauda en la lejanía, buscó a tientas sus propias riendas y montó de un salto. Después la siguió, ilusionado y expectante.

María de Padilla rodeó el castillo de Montalbán y tomó el camino real hacia el norte. Poco antes de llegar, Pedro adivinó a dónde se dirigía, pues había una hermosa ermita en la zona y había oído que la gente de los alrededores solía acudir allá para rezar en soledad. Efectivamente, la joven se detuvo ante el templo, una sencilla iglesia de granito que respiraba paz, apartada en su hermoso rincón de la meseta. María ató su yegua fuera y entró en la iglesia. A los pocos minutos, Pedro la imitaba y la seguía al interior.

—No sabía que erais tan devota.

María, en pie ante el altar en la nave central, se volvió al oír su voz, bañada por la luz que se derramaba desde las ventanas. Al principio se la vio sorprendida, pero solo duró unos segundos antes de que entornara sus penetrantes ojos grises y le hiciera una inclinación de cabeza, respondiendo con naturalidad.

—Es un buen lugar para estar tranquila —repuso.

—Tenéis razón, eso mismo me he dicho yo esta mañana.

—¿De veras?

—Sí, nada más levantarme he sabido que vendría aquí hoy.

—Pero, mi señor, si es por la tarde —apuntó María—. ¿Tan largo ha sido el camino?

—El camino, no; la espera, un poco—respondió Pedro sonriendo.

María sacudió ligeramente la cabeza y le dio la espalda.

—No esperaba volver a veros tan pronto —admitió la joven.

Pedro recorrió la nave, pasó por su lado, y llegó hasta el pequeño altar. Pasó los dedos por la piedra y le regaló una mirada irresistible.

—Os dije que vendría a veros. Soy una persona de palabra.

María se resistió y enarcó una ceja desafiante.

—No acabo de entenderos, Alteza. ¿Habéis venido buscándome a mí o buscando paz de espíritu?

Pedro soltó una suave carcajada y observó la capilla como si rumiara la respuesta. La joven se esperaba una nueva fanfarronada, pero la sorprendió el calor de su voz al responder y el afecto sincero con que se tocó su mirada al recorrer la sillería de la ermita.

—Me temo, mi señora, que de ahora en adelante las dos cosas quedarán ligadas en mi mente, junto con los muros de esta bella ermita.

Sin darle tiempo a reaccionar, continuó en tono jovial.

—Vos me prometisteis cabalgar conmigo algún día, ¿lo recordáis?

María apretó los labios, lo miró directamente a los ojos y se le acercó con deliberada lentitud. Pedro dio un paso atrás y apoyó los codos en el altar, como un niño despreocupado, aunque en verdad no perdía detalle de los movimientos de la joven, hasta el menor roce de la seda del vestido contra la blanca piel. Los dos quedaron a pocos centímetros el uno del otro, sosteniéndose la mirada: la de él, divertida; la de ella impasible.

—Quizá lo hice. Y quizá lo haga...en vuestros sueños.

María se alejó por la nave de la iglesia, dejando al príncipe plantado en el sitio.

—¿Nadie os ha dicho que sois muy cruel? —se lamentó Pedro desde el altar.

María se volvió, impaciente, con toda la intención de espetarle lo que nadie le había dicho que era él, pero se detuvo al ver que Pedro estaba de todo menos serio. Sin dar su brazo a torcer, la joven sonó firme.

—Sé lo que estáis haciendo, he oído hablar de vos. ¿Qué soy? ¿Vuestro reto de la semana? Pues os habéis equivocado de trofeo.

Pedro se humedeció los labios y moderó su sonrisa, porque no quería que pensara que se burlaba de ella. María tomó aire, sin asomo de rendición, pero se olvidó de expulsarla en cuanto él levantó la vista y se vio reflejada en sus ojos.

—Siento que penséis eso, pero lo entiendo —le dijo—. Así que el verdadero reto va a ser haceros cambiar de opinión.

Si aquellas palabras tenían algún efecto en María, su semblante no lo exteriorizaba. Para Pedro, aquella fortaleza la hacía todavía más encantadora.

—Y, como trofeo, me bastará una simple sonrisa vuestra.

******

Hacía apenas una hora que había amanecido y el ala norte del Alcázar estaba desierto y silencioso. Lo único que se movía era la menuda figura de Isabel, deslizándose sigilosamente por los pasillos hacia su habitación. Le pareció oír pasos y se colocó bien la ropa sobre los hombros, al tiempo que volvía el rostro hacia la pared. En ese momento, un criado pasó por su lado y le dirigió una reverencia, a la que ella correspondió vagamente, mientras se apretaba contra el muro de manera instintiva para evitar que su cuerpo y el del criado llegaran a rozarse lo más mínimo. Luego, no reemprendió su camino hasta que lo perdió de vista por completo.

De repente sintió que la agarraban de la cintura y se dio un susto de muerte. Enseguida la soltaron y cuando se volvió se encontró frente a frente con Pedro, que la observaba con expresión risueña.

—Perdona, ¿te he asustado? ¿Estás sorda? Te he llamado tres veces.

La infanta trató de recuperar el aliento. No había oído los gritos de su hermano.

—Pedro...

—Hola, preciosa. Hacía días que no te veía.

Isabel asintió y forzó una sonrisa. Pedro hizo ademán de cogerla de la mano para caminar, pero ella apartó la suya y caminó con los brazos pegados al cuerpo. El príncipe no le dio mayor importancia y le rodeó relajadamente los hombros con el brazo. Ella luchó por no estremecerse ante el contacto y se preparó para que la invadiera una sacudida como cuando Alfonso la tocaba. Pero no sucedió.

—Has madrugado —comentó el joven—. ¿Has hecho algo interesante?

Isabel murmuró una negativa.

—¿No? —insistió él, dándole un apretón cariñoso.

La joven levantó la vista hacia él y se encogió de hombros, pero no se sintió cómoda al mirarlo a la cara: le daba la impresión de que era capaz de leer en ella como en un libro abierto. Por esa razón, bajó los ojos y caminó con la mejilla apoyada en su hombro. Aprovechando que no podía verle el rostro, cerró los ojos para concentrarse en la sensación de su compañía. De algún modo, lograba apartar cualquier otra cosa de su mente.

—Bueno, ¿qué tal estás? —le preguntó él.

Habría preferido que permaneciera en silencio o que no le hiciera preguntas cuyas respuestas no se veía con ánimo de inventar. Abrió los ojos.

—¿Has montado, Pedro? Llevas la ropa llena de polvo.

—Es cierto. Tienes razón, he estado cabalgando.

—¿A estas horas?

El príncipe sonrió sin poder evitarlo. Isabel no se había fijado hasta ese momento, pero lo cierto era que la expresión de su hermano era de una felicidad exultante y se moría de ganas de compartirla con ella.

—Isabel, tengo que contarte algo.

—¿El qué?

—Hace tiempo que quería hacerlo.

—Vamos, dímelo ya.

Pedro se detuvo y la miró a los ojos.

—He conocido a una mujer maravillosa. Es la mujer de mi vida, es...es la dueña de mi corazón y lo mejor es que creo que yo lo soy del suyo.

Isabel se apartó de su abrazo y al perder su punto de apoyo sintió que las piernas le flojeaban. Por un momento, la sonrisa que había forzado para animar a su hermano a hablar se esfumó de su rostro y solo pudo arreglárselas para preguntar:

—¿Quién es?

—Mi señora María de Padilla, hija del barón Gonzalo de Padilla. ¿Sabes a quién me refiero?

Isabel echó a andar de nuevo, con la cabeza hecha un lío. Su hermano la siguió expectante.

—Sí —respondió al cabo de unos segundos—. Sí, fue una de mis damas de compañía durante un tiempo.

Pedro abrió mucho los ojos, como si aquella fuera la mejor noticia que había recibido en años.

—¿En serio? ¿Y cómo era?

—No lo sé, hace muchos años y no tuve mucho trato con ella —contestó la infanta con total sinceridad. Aunque hacía esfuerzos para desenterrar de su memoria el rostro o la voz de María, tan solo era capaz de recordar que tenía el cabello rojo, porque era la única persona pelirroja que había conocido hasta el momento—. Me parece...sí. ¿No fue ella la que me dio la cadena para colgar el anillo, cuando me lo diste aquella tarde?

Al hablar, alzó la mano para mirar la sortija de oro que llevaba, con la P de zafiro engarzada. Pedro le tomó la mano y contempló la joya.

—Es verdad...Es verdad, lo recuerdo. Me acuerdo de ella. ¿Cómo no me fijé entonces? ¡Es la mujer más hermosa que he visto en la vida!

—Eras un crío —repuso Isabel, retirando la mano.

—Supongo que sí. Pero ahora soy tan feliz.

—Me alegro mucho.

El joven la miró y se puso algo serio.

—Ya sé que crees que me paso la vida cortejando a doncellas...a tus doncellas con demasiada frecuencia. “¿Cuántas veces me habrá dicho que se ha enamorado?”: ¿no es eso lo que estás pensando?

—No, la mayoría de las veces no vienes a contármelo. Así que esta será de verdad.

Pedro rió.

—De momento es mejor que nadie lo sepa. Pero a ti tenía que contártelo.

Para Isabel fue como recibir un latigazo. Por suerte habían llegado ante sus aposentos y pudo detenerse apoyada en la puerta. Pedro pareció despertar de un sueño, miró a su alrededor y después a su hermana. Estaba algo nervioso por todo lo que acababa de contarle, pero feliz de haberlo hecho.

—Bueno, te dejo. Tendrás cosas que hacer —le dijo a la muchacha. De repente frunció el ceño y añadió—. ¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Pareces cansada.

—Es que he dormido poco.

—¿Seguro?

—Claro.

Levantó la mano para acariciarle la mejilla, pero ella no se lo permitió. Pedro se extrañó, pero exaltado como estaba no lo achacó a nada en particular. Le hizo un guiño y le dedicó una radiante sonrisa de despedida.

—Hasta luego.

Cuando la joven entró en su habitación estaba pálida como la cera. Su doncella Julia se levantó de un salto de la silla donde estaba y fue a su encuentro con cara de consternación.

—Señora...

—No es nada —aseguró con voz entrecortada.

Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas. Desde niña había permanecido junto a la princesa, en ella podía confiar, pero aún así Isabel no quería ayudarse de su hombro y trataba de llegar sola hasta la cama. De repente se encontraba fatal, todo le daba vueltas. Antes de llegar las náuseas la vencieron, y se tambaleó. Julia corrió a su lado y la sostuvo mientras vomitaba en el suelo.

—Señora...

Isabel sacudió la cabeza con vehemencia, porque no quería oírlo. ¿Y qué si vomitaba? ¿Y qué si llevaba haciéndolo una semana? Ahora ya nada importaba. Miró a Julia con los ojos enrojecidos.

—Tenéis que decírselo a alguien. A Gabriel, a vuestro hermano.

—¡No!

Julia calló, pero su silencio era aún más elocuente que sus palabras. Su señora se levantó y se dejó caer en la cama, con la cara hundida en la almohada.

—Pedro no puede ayudarme. Nadie puede.

—Yo sí.

Julia se sentó en la cama y miró a Isabel con gravedad.

—He oído hablar de alguien.

Isabel se incorporó.

—Puedo escribirle y pedirle que nos ayude.

Era una idea aterradora para la infanta, que pocas veces se había sentido tan desamparada. Miró en derredor, como si tratara de encontrar otra solución, oculta en algún rincón de la habitación donde había crecido. Pero nada de lo que había creído inamovible lo era ya y ni su pasado ni su presente le ofrecieron otra salida para el futuro. Asintió débilmente y volvió a tenderse sobre el lecho.

******

Desde todas las torres, las trompetas anunciaron la llegada al Alcázar de un rico carruaje con un séquito de caballeros eclesiásticos. Al poco, los visitantes habían entrado en el patio principal y desmontaban como si fueran los dueños del lugar. Uno de los caballeros corrió hacia la portezuela del carruaje y la abrió. Inmediatamente hizo una reverencia tan exagerada que se diría que intentaba tocar el suelo con la nariz. Lo primero que asomó desde el interior del carruaje fue una mano gordezuela, cubierta de anillos. A continuación apareció el cuerpo redondo y corto del obispo Gregorio, un hombre cincuentón con rostro de perro, que caminaba siempre con el mentón bien alto.

El consejo real fue convocado con urgencia para recibir al ilustre invitado, que rechazó todo intento de agasajo y exigió reunirse con ellos de inmediato. Cuatro de los soldados eclesiásticos lo rodeaban en todo momento mientras recorría los pasillos y una vez entró en la sala del trono, se quedaron junto a la puerta firmes como palos. El monarca, de mal humor por haber sido movilizado tan de repente, se levantó del trono y caminó hacia el obispo para inclinarse ante él y besar el anillo pontificio. Sus consejeros estaban allí en pleno, frente a las sillas laterales, y compartían miradas de inquietud y preocupación. Cuando el monarca y el prelado tomaron asiento, el resto los imitaron.

—Excelencia —lo saludó el rey—. Vuestra visita nos honra. ¿A qué debemos un placer tan inesperado?

El obispo arrugó la frente y miró a su alrededor con suficiencia, escrutando el rostro de los presentes uno a uno. Algunos, especialmente un hombre de cabello cano sentado a mitad de la fila de la izquierda lo miraban con devoción, otros con respeto y la mayoría con cierta prudencia. Gabriel, sentado en la primera silla a la derecha del rey, bajó la vista cuando sus ojos coincidieron. Cuando lo juzgó conveniente, el obispo carraspeó y habló con voz estentórea.

—Ha llegado a mis oídos una preocupante información, Majestad.

—¿Qué información?

—¡La herejía! —exclamó Gregorio—. Medrando bajo vuestras propias narices y enriqueciéndose a vuestra costa.

Alfonso pareció desconcertado por aquella afirmación, aunque lo que más le molestó fue el tono de superioridad de su interlocutor.

—Si vuestra Excelencia fuera tan amable de explicarse... —intervino el consejero Lucas de Béjar.

El obispo resopló indignado.

—Judíos —respondió, como si fuera evidente.

—Los judíos llevan viviendo siglos entre nosotros, Excelencia —dijo Lucas—. La Iglesia les permitió quedarse.

—Siempre que renunciaran a la herejía y abrazaran la verdadera fe —apuntó el consejero de pelo cano.

Gabriel lo fulminó con la mirada. En cambio el obispo parecía complacido.

—¿Cómo os llamáis, señor?

—López de Ayala, Excelencia.

Gregorio asintió con lo que debía de ser una sonrisa en su rostro perruno y Ayala se hinchó como un pavo. Entonces Alfonso, cansado de todo aquel intercambio, volvió a tomar la palabra.

—De todos modos, mi señor, no me digáis que habéis hecho todo este camino para decirme que un puñado de judíos conversos solo fingen ser conversos.

Se hizo un silencio tenso, mientras el rostro del prelado viraba hacia el morado y echaba chispas por los ojos.

—He hecho todo este camino para deciros que un puñado de judíos que fingen ser conversos han amasado una ingente fortuna en los últimos años evadiendo los impuestos que vos deberíais controlar, Majestad —dijo de un tirón.

El primer consejero real inspiró.

—¿Podemos saber quién os ha dado esa información, Excelencia? —inquirió con calma.

—Los muy nobles caballeros de Santiago sospechaban que varias comunidades seguía practicando cultos herejes y tomaron medidas. Imaginad su sorpresa al encontrar pruebas de que llevaban más de un lustro estafando a las arcas. El Maestre de la Orden, Nicolás de Castro dio aviso al obispado de inmediato.

—¿Qué pruebas?

El obispo chasqueó los dedos y uno de los caballeros eclesiásticos acudió con un fajo de documentos, que tendió al rey. Alfonso los cogió, pero se limitó a pasarlos a su derecha, al valido Gabriel. Gregorio volvió a resoplar.

—Exijo que abráis una investigación inmediatamente. La corrupción ha llegado demasiado lejos. En adelante, los caballeros de la Iglesia se encargarán de llevar el control fiscal de las comunidades judías.

—Eso, mi señor...—trató de decir el anciano de la izquierda del rey, llamado Pascual.

—Excelencia, eso va en contra del Ordenamiento —completó Gabriel.

—Entonces cambiad el Ordenamiento. Es inadmisible que un rey cristiano permita que ocurran estas cosas.

Alfonso le dirigió una mirada torva.

—Este rey cristiano ha matado más infieles de los que vos podríais convertir en toda vuestra vida —espetó.

Por suerte, el prelado no lo oyó, o fingió que no lo había hecho. Se volvió hacia López de Ayala, que contenía la respiración como los demás.

—Os agradeceré que me mantengáis informado de cómo avanza la investigación, mi señor —le dijo.

—Será un honor.

El obispo dio por terminada la conversación y se levantó, de manera que todos los presentes se levantaron también. Entonces, extendió la mano con expresión desafiante y no la bajó ni se movió hasta que Alfonso se llegó ante él y volvió a besarle el anillo.

—Excelencia, ¿no preferiríais quedaros a descansar esta noche? —ofreció con voz discordante.

—Sois muy amable, pero tenemos obligaciones que atender.

Dicho esto, se dio la vuelta y atravesó bamboleándose la puerta del salón del trono, rodeado por sus caballeros. En cuanto desapareció se levantó un murmullo entre los presentes y muchos lanzaron miradas furtivas al rey esperando que dijera o hiciera algo. Sin embargo, lo único que Alfonso hizo fue dirigirse a la puerta que había en el extremo opuesto. Estaba tan furioso que los pocos consejeros que corrían el peligro de entorpecerle el paso retrocedieron a una. Gabriel permanecía callado, con los documentos en la mano y el ceño ligeramente fruncido. No vio venir al rey y volvió a la realidad solo cuando este se detuvo delante de él, lo agarró y lo arrastró a un rincón.

—No sé que ha pasado —le siseó—. Pero arréglalo.

El valido asintió. A su manera estaba tan disgustado como el monarca y también hubiera deseado agarrar a más de uno de la pechera y sacudirlo, aunque los nombres que se le ocurrían no estaban presentes en la sala.

******

—¡Doña Catalina!

La voluminosa aludida dejó de amasar el pan de la cena y se volvió, acalorada. En la entrada de las cocinas había aparecido un curioso personaje. Debía de tener unos treinta años, tenía la cara llena de pecas y el cabello parduzco muy rizado. Al hablar, las palabras le silbaban entre los dientes y se apoyaba cómicamente sobre unas piernas cortas y musculosas.

—¿Qué quieres, José? Tengo faena.

—Busco a Julia.

—No está aquí.

—Ya lo veo, pero ¿podríais buscármela?

—No me distraigas a la niña, Ratón. Que tú no tengas trabajo no quiere decir que ella tampoco.

José adoptó una mueca ofendida y se apartó el pelo de la cara con aire desenfadado. Desde que había aparecido por el castillo, hacía ya unos diez años, había hecho todo tipo de trabajos. Era imposible determinar dónde estaba José o qué hacía en un momento dado. Siempre aparecía por el lugar menos pensado, como un ratón, y por eso se había ganado ese sobrenombre entre los criados.

—¡No voy a distraerla! No os hagáis de rogar, señora, que el ceño no os favorece nada.

Catalina soltó un gruñido y se balanceó con los brazos en jarras.

—Espera aquí. Y más te vale que sea importante.

—Gracias, ama.

—¡Y no toques nada!

—No.

José el Ratón se sentó en una de las mesas y mientras aguardaba mordisqueó una zanahoria, aunque más que naranja, tenía una tonalidad marronosa cuando la encontró. Un par de criados entraron y salieron, dirigiéndole sendas miradas de curiosidad. Él no dejó de saludarlos con la más abierta de sus sonrisas, que dejaba al descubierto la separación entre los dientes que hacía que al hablar silbara como lo hacía. Poco después oyó un ruidito a su derecha: un ratón diminuto roía un pedazo de pan duro. No pudo evitar reírse.

En ese momento apareció Julia, seguida de Catalina. Esta última siguió trabajando sin más palabras, mientras la joven se acercaba a José.

—¿Me buscabas?

—Estás muy guapa, princesa.

Desde que Julia había entrado como dama de compañía y después doncella personal de Isabel, José solía llamarla “princesa" para meterse con ella. La rubia doncellita meneó la cabeza para apartarse la trenza del hombro.

—¿Qué quieres, Ratón?

—Llegó lo que me habías dicho que esperabas.

La expresión de Julia se demudó. Hizo salir a José de la habitación, con un gruñido por parte del ama de las cocinas.

—¿Ya ha llegado la carta?

—Sí, princesa. Mi amigo Teo, que se ocupa de clasificar el correo, me ha dado aviso. Como dijiste, una misiva dirigida a una tal señora Esperanza. ¿Quién es Esp...?

—¿La tienes?

—No, Teo solo se comprometió a decírmelo cuando llegara, pero no quiere sacarla. Tenemos tiempo hasta que repartan el correo de la tarde.

—¿Y por qué no la has cogido?

—¡No sé leer! ¿Cómo se escribe “Esperanza"?

Julia lo miró con suspicacia. Si de algo estaba segura es de que José era más listo que el hambre.

—Es igual, acompáñame. Vamos a buscarla.

Julia avanzó con decisión por los corredores poco alumbrados del nivel inferior, seguida de cerca por José. Ella parecía nerviosa, así que el Ratón se dispuso a aliviar algo la tensión del momento y alargó la mano.

—¡José! ¡Quita la mano! —exclamó ella, volviéndose de pronto.

—Lo siento, mujer.

—Será mejor que pases delante.

—Como quieras.

Él tomó la delantera fingiendo extrañeza mientras la muchacha reía internamente. Le constaba que José no actuaba en serio la mayoría de las veces. Subieron unas escaleras y llegaron al ala este. Entonces José le cogió la mano.

—¡Te lo advierto!

—¡Shhh! Tranquila, princesa. Vamos por aquí, llegaremos antes.

Apartó un tapiz y descubrió una puerta de madera. Se llevó la mano a los pantalones y sacó un llavín. Al introducirlo en la cerradura y girar, la puerta crujió y se abrió con docilidad.

—¿Desde cuando tienes acceso a los pasadizos?

—Lo tenía, cuando trabajé como asistente del cuarto consejero.

—¿No trabajabas en la limpieza de los salones del este?

—Eso fue después. Ahora soy ayudante del jardinero.

Julia soltó una carcajada y renunció a acordarse de todo ello. Al cabo de un rato, José le hizo un gesto para que guardara silencio y salieron a otro pasillo. Recorrieron un tramo largo y giraron a la derecha. Así se encontraron con una gran puerta de madera que conducía a la secretaría. Escucharon con atención por si había alguien en el interior, y cuando estuvieron seguros entraron con cuidado. Era un cuarto pequeño, lleno de papeles amontonados en las mesas y estantes. Entre ellos estaba el correo.

—Bien, no hay nadie. Busca tu carta, yo vigilaré.

Julia obedeció y empezó a pasar las cartas dobladas a modo de sobre a toda prisa. Pasaron unos momentos de nerviosismo, largos instantes con el único sonido del roce del papel. Con las prisas, algunas cartas se le cayeron al suelo y la muchacha se agachó a recogerlas. El corazón le saltaba en el pecho con cada segundo que pasaba.

—Date prisa, viene alguien.

—¿Qué?

—Venga, o nos meteremos en un buen lío.

La joven sintió que las piernas le temblaban y fue tan rápido como pudo. José se movía inquieto; los pasos cada vez se oían más cerca, pero sabía que si ponía a Julia más nerviosa tardaría más en encontrar la carta.

—¡Ya está! —exclamó la chica de repente.

—¿La tienes?

—Sí.

—Vamos, fuera. ¡Fuera!

La agarró del brazo y la arrastró hacia el exterior. Los dos corrieron por el pasillo y justo en ese momento una sombra volvió la esquina y Julia empujó a José contra el muro. Los dos contuvieron la respiración, agazapados en la oscuridad, sin mover un músculo. La sombra era Alfonso de Albuquerque e iba directamente hacia ellos. A la desesperada, Julia se volvió hacia José, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó apasionadamente.

Alfonso pasó por su lado y les echó una mirada fría. Reconoció a Julia, pero prefirió no interpelarla; respecto a él, sus rasgos le eran familiares pero evasivos. Pasó de largo sin molestarse en adivinar de dónde habían salido. Solo cuando Julia vio que desaparecía por el rabillo del ojo, pudo respirar tranquila. Dio un paso atrás y sonrió a un aturdido José.

—Gracias por haberme ayudado. Te debo una.

—Me doy por pagado, princesa.

La dama se alejó presurosa por el corredor en dirección contraria a Alfonso. José se rascó la cabeza con resignación, suspiró y emprendió también el camino de regreso.