LX

AL alba, el rey Pedro I de Borgoña partió hacia el castillo de Montiel escoltado por cincuenta hombres con el emblema del león. Pese a ser pocos, los cascos de los caballos hollaban la tierra como si por ella hubiera pasado un gigante de los relatos antiguos; así lo describirían los que los habían divisado en la lejanía. Galopaban en formación, describiendo una línea sinuosa por los caminos como una serpiente de brillantes colores cuyo corazón tenía el cabello de fuego.

Al atardecer del quinto día la sombra del castillo de Montiel, conocido como la Estrella, se recortó en el cielo añil del sureste. Pedro ordenó que apretaran el paso, para llegar antes de que la noche fuera completamente cerrada y cuando las primeras estrellas aparecieron en el firmamento, los cincuenta y un jinetes se apostaban a cierta distancia de los muros de la fortaleza.

—No encendáis fuego —mandó el monarca.

Esperaron en el silencio siempre ruidoso de la noche, donde cada crujido aumentaba la sensación de peligro en todas direcciones. Sin embargo, eran hombres bien entrenados y no dejaron que ninguno de los quejidos de la naturaleza los atemorizara. Solo cuando entre ellos diferenciaron el sonido inconfundible de un caballo se pusieron en guardia. Pedro, hasta entonces tamborileando con la mano sobre la cerviz de su caballo con aire ausente, dirigió su atención hacia la fuente del ruido y no tardó en distinguir la silueta de un jinete. De inmediato, este fue rodeado por los soldados, pero el recién llegado no se inmutó. Los más alejados empezaron a murmurar, reconocían el emblema de las águilas del jinete; algunos incluso el rostro poderoso de cejas grises pobladas y nariz ancha, cabello corto y plateado desde edad bien prematura. El corpulento jinete desmontó, sin echar apenas una mirada a los guardias cuyas espadas y lanzas lo apuntaban y esperó a Pedro, que se le acercó.

—Alteza —lo saludó.

—Capitán du Guesclin.

—Me alegro de que hayáis podido venir.

Su tono era cortés; el ninguneo a cualquier otra persona que no fuera Pedro, profundamente aristocrático. No obstante, también era un caudillo militar curtido y no desdeñaba a uno solo de los soldados con el emblema real. De hecho, el rey no dudaba de que ya hubiera hecho un recuento preliminar de ellos y de que tenía perfecto conocimiento de dónde estaba cada uno, especialmente aquellos que lo apuntaban con sus armas.

—Mi señor Enrique os aguarda en La Estrella. Hay una guardia pequeña —informó—, la imprescindible. Os ruega que os entrevistéis con él a solas. Os llevaré hasta él, no correréis peligro alguno.

—¿Tendría que confiar en vos? —preguntó Pedro.

—No tenéis por qué hacerlo, claro. Podéis acompañarme con vuestros hombres, si lo deseáis; sólo debo insistir, como comprenderéis, en que se retiren cuando os aseguréis de que no existe riesgo para vuestra persona. Debo pensar en la de mi señor.

El rey Pedro levantó la vista hacia el castillo y después la posó en el francés. Asintió vagamente con la cabeza e hizo un gesto a uno de sus soldados para que se acercara. El aludido, Men Rodríguez, obedeció de inmediato.

—Veinte venid conmigo, los otros treinta que esperen aquí. Que estén atentos —dispuso en voz baja.

En menos de un minuto, Men se encargó de hacer los dos grupos. Bertrand se mostró paciente. Se diría que en lugar de estar en pie en medio de la noche, rodeado por seis lanceros en guardia, estaba en el más confortable de los salones y Pedro era un buen amigo, aunque algo silencioso, con el que tomaba una copa de vino. Por su parte, el joven observaba impertérrito al capitán de las Compañías Blancas y, de vez en cuando, dejaba vagar la vista por el terreno.

Al poco, Men Rodríguez agarró las riendas de su caballo y se acercó al monarca, buscando su aprobación; Pedro asintió y los dos montaron al mismo tiempo. Diecinueve soldados los imitaron.

—Montad, señor Du Guesclin —concedió el muchacho—. Guiadnos.

El capitán inclinó la cabeza educadamente y se dirigió a su propio caballo, sin hacer caso de los lanceros que lo seguían de cerca. Montó con un movimiento ágil, miró a Pedro y enseguida espoleó a su caballo hacia los muros de Montiel. Pedro lo siguió, con Men Rodríguez a su derecha y los hombres designados detrás.

Aparte de los cascos de los caballos, reinaba un silencio cada vez más pesado a medida que las torres imponentes de La Estrella se sentían más próximas. En su interior había algunas luces aquí y allá, pero en la noche se percibían como luceros diminutos. Por lo demás, el castillo se alzaba oscuro, especialmente cuando las nubes, cada vez más abundantes, tapaban la luz de la luna. Cuando los jinetes llegaron ante el enorme portalón y el rastrillo de entrada, este se abrió desde dentro fantasmagóricamente y los soldados escrutaron en silencio cada recoveco amenazador de la construcción, con la mano cerca de la espada.

Atravesadas las murallas entraron en un patio de tierra, donde Bertrand se detuvo y, con él, el resto de jinetes. Dos figuras, que habían permanecido cerca de la puerta, volvieron a cerrar la verja e iban a escabullirse en la oscuridad cuando Pedro se dirigió directamente al francés.

—Que se quede abierta.

—Claro.

Ordenó a las huidizas figuras que volvieran a abrir el rastrillo, cosa que hicieron bajo la atenta mirada del rey. Eran dos hombres de aspecto humilde: uno bajito y de rasgos duros, con fuertes brazos; otro alto, enjuto y algo encorvado.

—Criados —informó Bertrand—. Hay unos diez o doce.

—Haced que salgan.

Bertrand se encogió de hombros y dio la orden a uno de ellos, que echó a correr hacia el castillo. Poco después empezaban a llegar al patio hasta una docena de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con expresión asustadiza, y fueron registrados por los hombres armados. Mientras tanto, uno de los soldados se había acercado a Men Rodríguez y le había susurrado algo al oído. Este se acercó a su señor.

—No hay nada sospechoso alrededor del castillo, Majestad. Las primeras luces o señales de vida que se distinguen están a algunos kilómetros, detrás de la colina.

El rey asintió. Entonces se dirigió al francés.

—¿Dónde están vuestros hombres, capitán? ¿La guardia imprescindible?

—Hay vigilantes en cada una de las cuatro torres —respondió complaciente—. El resto están en el interior, la guardia personal de Enrique.

—¿Cuántos?

—Catorce hombres.

—Majestad no me fío —murmuró Men Rodríguez.

Pedro se volvió hacia él.

—¿Has visto algo?

—No, pero me da mala espina —insistió, estudiando su alrededor con celo.

El rey también echó una mirada circular sobre los muros, los adarves, las torres, la reja... Y después la luna, esquiva en el firmamento. Su expresión se relajó un poco, casi llegó a sonreír a Men Rodríguez, que no supo cómo interpretar la actitud del joven.

—Me fíe o no me fíe, he venido para esto —señaló, conciliador—. No servirá de nada dar media vuelta ahora.

—Entonces fijad otro día, otro lugar. En nuestro terreno.

—¿Y por qué habría de venir él? Alguien debe dar el primer paso y fue Enrique quien ofreció negociar.

Men quiso replicar algo más, pero la determinación del rey lo desarmó y agachó la cabeza, derrotado, espiando ceñudo las sombras.

—Trabad esa puerta, que no se pueda cerrar —ordenó Pedro suavemente—. Que cinco hombres permanezcan aquí, fuera del alcance de las torres, vigilen la puerta y no quiten el ojo de encima a los criados. Si ven algo extraño, que llamen a la tropa del claro —Men Rodríguez asentía, pero ahora miraba fija y rencorosamente a Bertrand du Guesclin—. Los demás entraréis conmigo. Dejad a los caballos.

Una vez más, Bertrand aguardó con paciencia a que el joven monarca estuviera listo para seguirlo y cuando estuvo dispuesto, desmontó y lo guió dentro de la fortaleza y ya en el interior, a través de la maraña de corredores pobremente iluminados. Varias esquinas estaban vigiladas por guardias, Men Rodríguez contó diez, y había cuatro más en el rellano cuadrado al que llegaron, el cual daba paso a dos tramos de escaleras de piedra alfombradas, en ángulo recto el uno respecto del otro. El francés se detuvo y explicó que las escaleras conducían a una pequeña terraza, en la cuál se hallaba Enrique de Trastámara.

Los quince hombres de Pedro no pudieron evitar mirar arriba y mil y un pensamientos debieron de pasarles por la cabeza en ese momento, pero ninguno estaba lo suficientemente loco para arriesgarse a desencadenar una batalla sangrienta en un castillo que les era ajeno, cuyas puertas, caminos y posibles pasadizos ocultos, así como lo que podía esperarles tras ellos, desconocían. A lo único que aspiraban y por lo que darían la vida en semejante situación de desventaja era a proteger la vida del rey, a sacarlo de La Estrella si algo se torcía, abriéndose paso a acero y fuego si era necesario. Si lograban reunirse con los treinta jinetes que esperaban fuera de las murallas tendrían una oportunidad.

—¿Y bien? —invitó el francés a Pedro.

El joven no se molestó en contestarle enseguida y el francés tampoco pareció ofendido.

—Querría comprobarlo —respondió al fin.

—Por supuesto, seguidme.

A un gesto de Pedro, cuatro soldados subieron las escaleras junto a él, mientras el resto permanecía en guardia en el rellano. Los hombres de Enrique también estaban alerta, y ambas tropas se estudiaron mutuamente en cuanto sus capitanes desaparecieron de la vista en el segundo tramo de escaleras. No osaban hablar, conscientes de la fragilidad de aquel ambiente hostil, en el cual el mínimo gesto amenazador desataría una confrontación que ningún bando ansiaba y temía provocar más que el otro.

Bertrand, Pedro y su escolta subieron las escaleras y se encontraron frente a una recia puerta de madera y hierro. El francés sacó una llave del cinto, la introdujo en la cerradura y la giró por dos veces con un chasquido siniestro. La puerta se abrió con pesadez al empujarla dejando escapar un leve crujido y una bocanada de aire frío los golpeó. Desde su posición, sólo la visión del cielo negro contrastaba con la piedra. El francés los invitó a pasar, pero ante la expresión del joven accedió a salir en primer lugar.

Tal como les había dicho, salieron a una terraza de piedra, de unos dos metros de anchura por seis de longitud. La baranda, también de piedra, era gruesa, con cada uno de los pequeños balaustres esculpidos en forma de cáliz. Orientada al norte, bajo ella se extendía la llanura en calma, bajo la inmensidad estrellada. En el otro extremo, había una persona, sólo una, un hombre joven de cabello azabache y ojos azules que se volvió hacia los recién llegados al oírlos entrar.

—Don Pedro —presentó el francés—, aquí tenéis a su Majestad el rey Enrique.

Pedro no contestó; Enrique y él se miraban fijamente.

—¿Es este mi enemigo? —preguntó el mayor, cuya voz parecía surgir de las profundidades.

—Yo soy —respondió su hermanastro—. Yo soy.

Bertrand observó a Enrique, pero él no apartaba la atención del joven del emblema del león. Estaba en tensión, cada una de las fibras de su ser vibraba ante el rostro de Pedro. Una sombra fugaz de abatimiento oscureció el semblante del francés durante un segundo y apartó la vista.

—Alteza, ahora debo insistir.

Pedro se volvió lentamente y supo a qué se refería, así que hizo que Men Rodríguez se aproximara; Men Rodríguez, que lo miraba anhelando una orden diferente, luchando contra el impulso de atravesar al bastardo con su espada allí mismo.

—Tomad posiciones, estad alerta. Ahora dejadnos solos.

El soldado hizo amago de negar con la cabeza, casi se lo suplicó. Pero la voz de su rey se tornó firme —más de lo que recordaba haberla oído nunca, incluso en el campo de batalla— y esta vez no había media sonrisa que dulcificara la severidad del gesto. Aún así tardó algunos segundos en acatar la orden, reticente, y únicamente cuando él salió por la puerta, los otros tres soldados se resignaron a obedecer. Bertrand du Guesclin, de súbito silente, esperó a que hubieran salido y observó a los dos jóvenes antes de seguirlos. La puerta se cerró tras él y de nuevo se oyó como la llave giraba en la cerradura. Cuando el sonido se extinguió, Pedro se volvió de nuevo hacia Enrique y dio un paso hacia él.

Los dos experimentaron una sensación extraña, y no habían previsto que fuera tan fuerte. Era la primera vez que se encontraban cara a cara. Habían dejado de ser solo una idea en la mente del otro: su hermanastro, su enemigo, ya no un emblema, un nombre, un pendón en la lejanía, en el campo de batalla. Entre ambos creció un mutismo denso y opresivo y ninguno de los dos parecía dispuesto a romperlo y exponerse de nuevo al motivo atronador que los había llevado hasta allí.

Si en algún momento Pedro había tenido dudas sobre su origen, en cuanto la luz blanquecina de la luna bañó el rostro del bastardo se disiparon por completo. Era algo más alto que él, pero de constitución parecida. Pero lo que le cortó la respiración fue el asombroso parecido con Isabel, no solo porque ambos tuvieran los increíbles ojos y el cabello de su padre, sino también en algunos rasgos, en un cierto aire difícil de precisar que los hacía similares. Los dos eran extraordinariamente bellos. Ahora bien, el hombre que tenía ante él estaba rígido, los músculos faciales le dibujaban un gesto severo, su mirada era peligrosa. Y sin embargo se veía calmado, en el otro extremo de la terraza, como un bloque de hielo.

Cuando Enrique entrevió el rostro y oyó la voz del asesino de Leonor, una sacudida lo hizo estremecer de la cabeza a los pies. Desde el primer instante no pudo apartar la vista de él, como atrapado por un imán poderoso. Ahogó un respingo cuando Pedro avanzó y pudo contemplarlo fuera de la sombra, el cabello rubio cayéndole espeso sobre los hombros, anchos y atléticos; los labios gruesos, unos labios familiares; los ojos cálidos —ahora fríos en la noche— que lo atravesaban; los rasgos nobles, su postura, la manera de moverse, incluso el tono de la voz, todo en él denotaba consciente o inconscientemente la cuna de la que procedía. Era como ella; era todo lo que él no era, pero debería haber sido.

Durante unos minutos simplemente permanecieron así, observándose. Al final, Pedro carraspeó con suavidad para obligarse a retomar el control; Enrique pestañeó e inspiró profundamente.

—Los dos estamos aquí por la misma razón —afirmó aquel—. Ya es hora de que hablemos.

******

En el calvero, los treinta jinetes aguardaban, con la mente puesta en la sombría y enorme Estrella. Algunos seguían a lomos de sus caballos, aunque la mayoría había desmontado y sujetaba a sus monturas de las riendas, ya que los caballos estaban nerviosos. La inquietud de los animales se contagió pronto a los soldados, que empezaban a desconfiar de sus sentidos y su juicio y no paraban de volverse alertados por cualquier ruido. Continuamente tenían la impresión de que el follaje se movía y de que ojos invisibles los espiaban. El instinto les dictó permanecer juntos, aunque fuera solo una intuición irracional, y no alejaban la mano de las espadas en ningún momento. Además, las nubes ocultaban la luna intermitentemente y cuando eso ocurría, la oscuridad y sus demonios los cercaban por completo.

De nuevo estaban sin luna, con la sensación de que hacía horas que no se veían los unos a los otros, aunque no debía de hacer más de algunos minutos. Marcos se alejó unos metros del grupo, iba y venía simplemente porque si se quedaba quieto empezaría a golpear algo. Tropezó y ahogó un grito de dolor.

—Malditas nubes —rezongó—, si al menos pudiéramos vernos las caras...

Como si las nubes lo hubieran oído, el perfil luminoso de la luna asomó de nuevo y arrojó su claridad plateada sobre la zona donde se hallaba la tropa. El soldado se sintió aliviado y se volvió hacia sus compañeros, algunos de los cuales le devolvieron la mirada y sonrieron débilmente. Uno de ellos le hizo un gesto para que se acercara y el soldado se dirigió al grupo, mirando bien dónde ponía los pies.

De repente, un silbido conocido y terrible, y una flecha que se clavaba a escasos centímetros de él. Se volvió sobresaltado buscando su procedencia, pero una lluvia de silbidos mortales empezó a llover desde todas partes. Los caballos relincharon, se encabritaron, y los hombres prorrumpieron en exclamaciones y gritos. El soldado corrió trastabillando hacia los demás sacando apresuradamente la espada, pero de nada le servía ni a él ni a los que habían actuado del mismo modo y trataban de reagruparse. De nada servía contra las flechas que los diezmaban desde la oscuridad del bosque. Muchos proferían órdenes inconexas: correr hacia la espesura, cabalgar hacia el castillo, pero cada vez eran menos los que no yacían atravesados. Algunos caballos corrieron en estampida, internándose en el bosque, y sus amos trataron de seguirlos, pero el bosque se llenó con los aullidos de dolor de aquellos que osaban penetrarlo. El soldado montó en su caballo y trató de controlarlo y cabalgar hacia el castillo, pero segundos después notaba un dolor agudo en la espalda y caía al suelo.

Los hombres de Pedro que guardaban la entrada del castillo notaron el alboroto que tenía lugar a centenares de metros; primero lo percibieron de manera subconsciente y azuzaron los sentidos, luego oyeron los relinchos lejanos de los caballos y el eco de los alaridos de los jinetes. Se miraron entre ellos, alterados, mientras los criados, que habían reparado en el nerviosismo de sus vigilantes, se encogían en el suelo temerosos de lo que pudiera acontecer.

—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre allá abajo? —preguntó un joven guerrero a sus compañeros.

Los demás no podían responderle, pero estaban lívidos. En ese momento, pese a la distancia, se oyó un grito totalmente definido e inconfundible y el soldado joven echó a correr hacia la entrada. Los criados se agitaron.

—Ni un movimiento —tronó Francisco, de la guardia del rey, desenvainando la espada y dirigiéndola hacia los sirvientes. Después se volvió hacia el más joven—¡Vuelve aquí, Nández, quédate en la sombra!

—¡Los han atacado!

—No lo sabemos.

Nández regresó a la protección que ofrecía la estructura de la torre y desenvainó la espada. La apretaba con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. Otro de los soldados agarró las riendas de su montura.

—Voy a ver lo que ha pasado.

—Nuestras órdenes son permanecer aquí —replicó el primero.

—¡Tenemos que saber si están atacando, si es así tenemos que hacer algo!

—Nuestras órdenes son permanecer aquí —insistió Francisco, como líder espontáneo.

—Maldita sea —gruñó su interlocutor, con una mueca de desesperación. Cada segundo creía oír nuevas reverberaciones de la masacre—. Yo voy, yo voy.

—¡No!

Los cinco tenían en mismo rango y no necesitaban de la aprobación mutua para actuar. No obstante, para dominar el incipiente caos intentaban proceder con el consentimiento de todos. Francisco era el más curtido en batalla y de manera natural su opinión en contra era un impedimento en la atribulada moral de los demás, casi como una orden. Este apretó los dientes y trató de ordenar sus pensamientos alrededor de la puerta, el claro y el castillo. De repente no le agradaba sentirse responsable de la decisión, él era un hombre de acción y habría cabalgado con gusto a socorrer a sus compañeros, pero algo le decía que poco podía hacerse ya por ellos y que debían mantenerse firmes y unidos en esa posición. Sin embargo, estaban todos a punto de perder los nervios: si cedía, al menos calmaría la conciencia y templaría la espada de los cuatro que se interponían ahora entre su rey y los enemigos.

—De acuerdo. Ves si quieres, cabalga veloz y regresa con noticias.

El caballero ni siquiera oyó las últimas palabras y echó a su caballo al galope colina abajo. Los demás se apostaron junto a la puerta con la respiración acelerada, dispuestos a protegerla a cualquier precio. Ahora reinaba el silencio, interrumpido solo por el súbito chillido de lo que parecía ser un halcón.

De repente, el muchacho alto que permanecía más cerca de los caballos notó movimiento con el rabillo del ojo y se volvió rápidamente. Una de las criadas, de alrededor de treinta años, de largo cabello trenzado y ojos oscuros, se le acercaba completamente inexpresiva.

—Vuelve con los demás —le ordenó esgrimiendo el arma.

Ignorando la orden, ella aceleró el paso y, antes de que el soldado pudiera reaccionar, extrajo una daga de la manga, se abalanzó sobre él con un chillido agudo y se la clavó entre las costillas. Los demás se volvieron alertados, pero con una presteza casi sobrenatural, la mujer ya había arrebatado la espada al cadáver y la hundía en el cuello del soldado más próximo, que cayó al suelo fulminado y boqueó en busca de aire entre espantosos estertores.

—Maldita sea, ¡criatura del demonio! —exclamó Francisco, encarándose con ella.

Sin embargo ya eran dos las espadas que tenía en su poder. Con un lanzamiento preciso, lanzó una de ellas a otro de los supuestos criados, un hombre algo mayor que ella, con una cicatriz en el rostro, disimulada solo en parte por el flequillo color ceniza que le caía sobre los ojos. Este cogió el acero al vuelo, mientras se levantaba de entre los aterrorizados sirvientes y se acercaba a la joven. En otro punto, un joven barbilampiño se levantaba también y en sus manos aparecían como por arte de magia dos hachas de mano curvas con filo doble. Francisco y Nández blasfemaron entre dientes y se pusieron espalda contra espalda para rechazar a los atacantes.

La mujer miró a Francisco retadora y blandió la espada a su alrededor, mientras el hombre del flequillo gris lo atacaba de frente. Pese a su maestría, el soldado fue obligado a retroceder. Junto a él, el valiente Nández trataba de mantener a raya a su contrincante, cuyas hachas se movían vertiginosamente como extensiones de su propio cuerpo. Una de ellas lo alcanzó en el brazo derecho y el joven gimió, pero logró dar una patada a su agresor y tuvo tiempo de cambiarse la espada de mano. Había perdido la protección que le brindaba su compañero, el cual luchaba ahora a un par de metros de él. Sus ojos brillaron con furia, por encima incluso del dolor.

Entretanto, Francisco contenía a duras penas la potencia de su adversario, cuyos brazos poderosos imprimían una fuerza terrible a la espada. Además, la mujer se había unido al ataque, exhibiendo de nuevo la endemoniada rapidez que había dado muerte a dos de los soldados de élite de Pedro de Borgoña. Una de las estocadas le pasó tan cerca que casi pudo oler el acero y, antes de poder felicitarse por su suerte, dio un paso al lado para evitar la segunda ráfaga que le venía por el flanco. Logró hacer retroceder al hombre, rechazó una acometida de la mujer y profirió un grito de pura rabia. Atacó al primero sin tregua, tras empujar violentamente a la mujer y hacerla caer al suelo, pero este se defendió con denuedo. Furioso, el soldado real arremetió con todas sus fuerzas y le rompió la guardia, la espada del supuesto criado cayó al suelo con un ruido seco y Francisco lo atacó con la suya y se la descargó con energía sobre la cabeza. Un crujido y el hombre se desplomó, con el flequillo gris ensangrentado.

Oyó un grito agudo tras él y se volvió a tiempo de rechazar el ataque inflamado de odio de la mujer. Se batió con ella como pudo, aunque su habilidad superaba con creces la que habían entrevisto cuando el principal oponente era su compañero muerto. La hirió, o al menos eso le pareció, pero solo una herida superficial que tuvo como efecto redoblar la ferocidad del acoso al cuál lo sometía. Sus aceros entrechocaban con violencia y pronto no oyó nada más que el enfrentamiento metálico de las hojas y su propio corazón. La mujer se retorcía como una serpiente de río, lo rodeaba, era simplemente fantástica. Sus ojos oscuros y salvajes reflejaron la luz de la luna, mientras se las arreglaba para propinarle un empujón.

La luz de la luna. Francisco no esperaba encontrarse de cara con la reina del cielo nocturno. La mujer estaba a pocos metros de él, pero de improviso estaba quieta. Como en un sueño, el soldado dirigió la mirada hacia la torre que quedaba frente a él y distinguió algo que se movía. No tuvo que pensar, lo supo incluso antes de oír como la flecha hendía el aire y se le clavaba entre los ojos.

—¡No! —gritó Nández.

Nández se volvió hacia Francisco justo a tiempo de verlo caer pesadamente al suelo. De inmediato supo que se había acabado; es más, que había cometido un error fatal. Dos cuchillas afiladísimas se clavaron en su espalda y sintió que se ahogaba; el dolor era insoportable, notaba la sangre manar por las heridas. Trató de hablar, pero la boca también se le llenó de sangre, y dio un par de pasos vacilantes hacia su atacante, el joven imberbe de las extrañas armas. Este no se movió, ni lo remató ni trató de retirarse; se quedó quieto, mirándolo fijamente mientras se le agarraba a las vestiduras y poco a poco caía sin remedio al suelo con los ojos en blanco. Lo último que Nández vio fue el rostro impávido de su asesino; lo último en lo que se fijó, el pequeño halcón que llevaba tatuado bajo la oreja.

Cuando cayó al suelo, el muchacho volteó las pequeñas hachas curvas y con un movimiento rápido las hizo desaparecer bajo sus vestiduras como si jamás hubieran existido. A poca distancia, la mujer estaba en pie junto al cadáver del hombre de pelo gris. Se miraron gravemente un segundo y entonces ella abandonó la espada, no sin antes hundirla en el pecho de Francisco una vez más con un bufido. El joven se volvió hacia los criados, que habían observado la escena sin mover ni un músculo.

—Fuera —ordenó con voz ronca.

Tardaron algo en reaccionar, pero no tuvo que repetirlo por segunda vez: al poco los sirvientes salían corriendo por la puerta y se escabullían en la oscuridad. De nuevo miró a la mujer y vio una mancha de sangre en sus ropas, a la altura del muslo. Ella ni siquiera parecía notarla. Como si respondiera a una orden tácita, la mujer montó en uno de los caballos de un salto, lo espoleó con vehemencia y lo hizo salir por la puerta para perderse en la noche.

El joven se agachó para coger la espada caída de Nández y la utilizó para destrabar el mecanismo de la reja. Esta cayó a peso arrastrando las cadenas que la sujetaban y se cerró con un sonido seco que resonó entre los muros hasta extinguirse del todo.

******

Enrique estaba rígido, el corazón le latía en las sienes y permanecía lo suficientemente cerca de la balaustrada para notar en la piel el frío que emanaba de la piedra. Era la única referencia que tenía del mundo exterior, fuera de los pensamientos febriles que le surcaban la mente. Observaba al hombre que tenía ante él —el ejecutor de la única felicidad que había conocido— y ansiaba destruirlo, pero a la vez cuanto más tiempo pasaba en su presencia más extraño lo hacía sentir. En su rostro no había ni maldad ni odio; su actitud no era hostil. Hablaba con calma y no había falsedad en su voz o al menos no era capaz de verla, por mucho que se esforzara. Y a su pesar, esa voz ejercía un efecto sedante sobre sus nervios. Algo fallaba, alguna cosa no encajaba en aquel cuadro. No estaba dispuesto a dejarse engañar por Pedro el Cruel.

—Si prolongamos el enfrentamiento mucho más, arrasaremos nuestro reino —razonaba este—. Hay que ponerle fin, como sea, y hacerlo ya.

—En eso estoy de acuerdo— espetó Enrique con sequedad.

Pedro debió de notar el tono de su interlocutor, una amenaza apenas velada, casi una aseveración. O quizá no lo hizo. En cualquier caso no dio muestras de ello. Enrique empezaba a odiar esa serenidad.

—Pero decidme algo, señor Pedro, ¿desde cuándo es “nuestro” reino?

El menor pareció pensar la respuesta.

—Desde que la misma sangre corre por nuestras venas y ambos la hemos derramado en su nombre.

La sencillez con que contestó hirió al conde de Trastámara profundamente. Qué cínico le parecía Pedro, envuelto de toda aquella aura de realeza, hablándole con total naturalidad de ideas grandilocuentes y vacías. Al mismo tiempo notaba un nudo en la garganta, porque por primera vez oía de boca de su propio hermano las palabras que ratificaban su origen. Así pues era cierto; más de una vez lo había puesto en tela de juicio. En realidad, más a menudo de lo que era capaz de confesarse, la última vez pocos minutos antes, al conocer a Pedro y ver lo diferentes que eran el uno del otro. Y con la confirmación, la ira se apoderó de él.

—¡Maldito hipócrita! ¿Era también “nuestro” reino cuando diezmasteis a mis hombres en batalla? ¿Teníamos la misma sangre cuando ejecutasteis a mi enviado? ¿Era “nuestro reino” cuando intentasteis asesinarme, cuando quemasteis mi casa con mi madre dentro?

Pedro bajó los ojos. ¿Dolor? Enrique tuvo la extraña certeza de que no había sido fingida cuando una inesperada capa de pesar ensombreció el semblante de Pedro y eso lo desconcertó. El nudo que le atenazaba la garganta empezaba a quemarle y le impedía respirar con normalidad. Ese sufrimiento acrecentó aún más la cólera, pero aún así estaba paralizado. No podía apartar su atención de Pedro, cuya voz sonó limpia en la noche.

—No puedo cambiar el pasado, por mucho que me gustaría. Solo puedo hablar del futuro. Solo para eso he venido.

Parecía dolorosamente sincero, pero ¿y qué si lo era? Eso no le bastaba, pero tampoco le iba a bastar nada más. Enrique fue consciente de ello en ese instante y lo invadió una especie de abatimiento helado. El único consuelo enfermizo que le quedaba era que el impostor no vería cumplidas sus ambiciones. Aunque había tenido que contenerse para no abalanzarse contra él, luchar consigo mismo y obligarse a esperar como estaba convenido, de repente toda esa pasión lo había abandonado y se sentía vacío, muy tranquilo. Paciente.

—¿Qué futuro, mi señor? —preguntó.

—Uno sin tanta destrucción. Uno para todos nosotros.

El mayor esbozó una sonrisa indefinida; de hecho estuvo a punto de echarse a reír. El futuro era algo en lo que no había pensado; el futuro acababa aquella noche, en aquella terraza. Pedro percibió su expresión perdida y suspiró, mientras daba un paso hacia él en un último y vehemente intento de hacerle comprender lo que había venido a decirle.

—Escuchadme, Enrique. No importa quién de los dos sea rey, si es para bien del reino. Dejad que os muestre mi política y que os enseñe lo que he conseguido y entonces decidid. Dejad que os ayude y reinad si es vuestro deseo. Pero no permitiré que Rodrigo de Mendoza y sus aliados gobiernen en Castilla y arruinen lo que he intentado hacer durante todo este tiempo.

—Estaríais dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso a rendiros y dejarme reinar, a condición de seguir gobernando desde la sombra —replicó Enrique.

—No, si vos aceptarais abdicaría —respondió Pedro mirándolo directamente a los ojos. Enrique tomó aire, sorprendido—. Y cuándo estuvierais listo para tomar el relevo, me marcharía lejos y no tendríais que volver a verme.